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La identidad – y la autoestima – que somos

Fuentes: Rebelión

La identidad puede afrontarse como una herida, y las heridas hay muchas maneras de curarlas. Puede afrontarse, también, y como contrapunto, con auto-estima, y hay muchas maneras de canalizarla. He tenido a menudo desde adolescente la sensación de que afrontarla como una herida era una síntoma de algo que desconocía pero que estaba ahí, de […]

La identidad puede afrontarse como una herida, y las heridas hay muchas maneras de curarlas. Puede afrontarse, también, y como contrapunto, con auto-estima, y hay muchas maneras de canalizarla. He tenido a menudo desde adolescente la sensación de que afrontarla como una herida era una síntoma de algo que desconocía pero que estaba ahí, de algo que tenía causas reales, inteligibles, más allá de los delirios psicologistas y los discursos políticos plenos de emotividad que suelen caracterizar a la clase política gallega y al marketing cultural.

He tenido a menudo, también, la sensación de que afrontar la identidad con auto-estima era más una determinación, personal y colectiva, que un síntoma en sí mismo, y por supuesto, que esta determinación tenía y tiene motivos inteligibles, más allá, también, del delirio psicologista y el marketing político-cultural demodé en el reino de Galicia.

Entonces, ¿afrontamos la identidad como una herida o con auto-estima?. Ambas actitudes tienen su lógica profunda y los excesos de uno y otro modo de asumirla pueden curarse de un solo modo: organizando, archivando, conservando, investigando y divulgando nuestro patrimonio material y documental. No hay mejor receta. Porque, al fin y al cabo, la herida que somos nos recuerda, para que no lo olvidemos, nuestros testimonios de barbarie: lo que en este país se ha llegado a hacer a quien quiso asumir libremente el compromiso de escribir y hablar en gallego con mayor o menor grado de compromiso en el campo cultural y político. La herida que somos, sencillamente, está aí, es el testimonio histórico, acumulado en la memoria colectiva, de las afrentas sufridas. Es la misma herida que no supurará mientras no exista reconocimiento y conocimiento intercultural recíproco entre las lenguas y las culturas del estado, y mientras la legislación general que emana del congreso de los diputados no tenga en cuenta las necesidades de la sociedad gallega con todos sus matices y particularidades.

En contrapunto, la identidad como auto-estima me parece más constructiva. Reconcilia con el pasado sin olvidarlo, predispone a encarar situaciones adversas en posibles soluciones, no hace de la evidencia del síntoma un point of no return sin solución instalado en la queja, haciendo de ésta un fetiche identitario, no busca al eterno culpable externo para justificar la propia parálisis o disimular la realidad que tiene que encarar. Es evidente que tanto la identidad como herida y como auto-estima, cuando no trascienden el delirio psicologista mil veces repetido hasta la saciedad, también tienen sus excesos. Dicho de un modo sencillo : regodearse en la identidad como herida deviene necesariamente en pasivo y contemplativo narcisismo, con múltiples chivos expiatorios incorporados. Regodearse en la identidad como auto-estima puede devenir también en soberbia y autosuficiencia colectiva cuando no trasciende – lo sé, me repito – el delirio psicologista y la sobrevaloración que oculta esos pequeños-grandes defectos que nos lastran como país.

Entonces, de nuevo, ¿la identidad como herida o como autoestima? Personalmente, hace ya un tiempo que trato de alejarme de los excesos de ambas, como tiempo hace que he caído en la cuenta del motivo por el que milito en esta discreta actitud defensiva : la hegemonía cultural creciente de esa tendencia a hablar de la cuestión de la identidad en emotiva primera del singular y, por si no fuese poco, de permitir que sean los políticos profesionales quienes lo hagan, siendo como son unos verdaderos maestros en estas lides de fabricarse una imagen que agrade a sus votantes. Ese deseo de distinción que Pierre Bourdieu, maestro de sociólogos, nos enseñó tan bien en su extensa obra, es un deseo que ya hace décadas ha convertido a galleguistas de todas las latitudes políticas y gentes de izquierda de todas las sensibilidades en personas obsesionadas sólo con salir en la cámara.

No encuentro otra solución para alejarse de este clima sucio y viciado que el siguiente: investigar, crear, conservar y divulgar más desde nuestro patrimonio material, inmaterial y documental. Siendo honesto y veraz – o intentándolo, al menos -, no conozco muchos campos científicos – más bien, ninguno – en los que no se encarase con valentía esta condición nuestra de los gallegos, ya no bipolar, sino tripolar incluso, de columpiarnos entre el ser colectivo como herida, como actitud contemplativa o como auto-estima. El problema no es visibilizar y expresar las heridas, no, ni ponerse en actitud contemplativa, tampoco, ni tener auto-estima; el problema es enquistarse en cualquiera de estas tres actitudes para ocultar la pasmosa evidencia de que tenemos que opinar menos sobre nuestro patrimonio material, inmaterial y documental, y atrevernos a saber más sobre él, de que tenemos que opinar menos y hacer más para proceder a su conservación en tiempos de acelerado turbo-capitalismo sin escrúpulos.

Es de agradecer que en esa particular caja de Pandora que he ido acumulando con el paso de los años puedan aparecer libros como los de Xavier Castro, catedrático de historia contemporánea, que en Servir era o pan do demo: Historia de la vida cotidiana en Galicia, demuestra que el rigor y la imaginación metodológica pueden ir de la mano tanto como la claridad en la escritura a la hora de escribir sobre la historia de la vida cotidiana en Galicia. De agradecer es, también, que existan libros como los de Manuel Mandianes Castro, «O río do esquecemento: identidade antropolóxica de Galicia», en el que la vuelta a las fuentes y a los primeros aventureros intelectuales del ser – o no ser – de Galicia no está carente de una evaluación crítica y ponderada de los límites y los errores metodológicos de sus enfoques: Estrabón, Prisciliano, los sínodos diocesanos, la pegada de la ilustración en Galicia, el Padre Feijoo, Frey Martín Sarmiento, Pedro González de Ulloa, Lucas Labrada, el catastro del Marqués de la Ensenada, la interpretación del derecho y las costumbres en autores diversos, el seminario de estudios gallegos, la Xeración Nós y un largo etcétera de autores que supera en número y caudal de contenidos.

Sin necesidad de depender totalmente de nuestra traditio cultural existen también libros como Globalización e Imperialismo cultural, de Manuel Outeiriño, quien se propuso traducir la obra de referentes y referencias contemporáneas de las ciencias sociales en lo que atañe al impacto cultural-identitario que subyace, también, sobre el impacto económico-demográfico del imperialismo usamericano globalizado. Estas referencias y referentes de Outeiriño tienen una intención y validez más crítico-teórica que investigadora de lo nuestro, por supuesto, pero nos aportan valiosos enfoques contemporáneos para pensar y elaborar estrategias de conservación, investigación y difusión de nuestro patrimonio material y documental.

Otros libros como Prisciliano en la cultura gallega: un símbolo necesario, de Victorino Pérez Prieto, a quien tuve la suerte de conocer como persona e intelectual – lo mismo puedo decir de su mujer -, aportan también contenidos, referencias, referentes y, sobre todo, una interpretación valiente sobre lo que fue un affaire político-religioso que hizo temblar desde Galicia a los grandes teólogos de la intelligentsia imperial católico-romana. Un affaire, por supuesto, que en su escenificación y visualización histórica, oculta el trasfondo doctrinal y teológico, tan interesante como el escenario histórico y político. Sería buena idea – y cuando doy ideas siempre me encuentro con el clásico Boh!, eso es muy difícil – representar teatralmente el drama y tragedia de Prisciliano, por una sencilla razón, por la profunda universalidad que late, tanto en forma como en contenido, en lo que acabó siendo su decapitación en Tréveris, lugar de nacimiento de ese otro demonio llamado Karl Marx. Demonio que, según rumorean las malas lenguas, se dice que aún no está tan muerto como creían sus enterradores.

Pero ya puestos a seguir, convendría mencionar otros libros de interesante – que no obligada – lectura, ya que hablando estamos de heridas, de auto-estimas y de identidade y memoria colectiva. Coja el bolígrafo si quiere seguir la ruta, querido lector: «Las novelas de la memoria: trauma y representación de la historia en la Galicia contemporánea», de John Thompson, con quien tuve la oportunidad de comer y hablar en Santiago sobre estos y otros muchos temas silenciosos y silenciados en el reino de Galicia. Lo que John aporta en este libro es una reflexión documentada sobre las formas que adquiere la representación narrativa gallega contemporánea a la hora de abordar la temática de la guerra civil.

«Resistencia cultural y diferencia histórica», del difunto Xoán González Millán, es una referencia inexcusable por ser el primero en afrontar la experiencia de la subalternidad desde dos perspectivas cruzadas: las ciencias sociales y la teoría de la literatura. Si de entender la identidad como herida y darle contenido se trata, creo que no hay otro libro que afronte con tanta valentía y tanto rigor esta condición nuestra de ser una nación que vive y sobrevive en condiciones de dolorosa subalternidad, como tantas otras en el mundo, a la usurpación mercantil a la que el turbo-capitalismo neoliberal somete a la cultura material e inmaterial de las periferias. No es azaroso, desde luego, que entre las influencias del difunto Xoán se encuentren las del hoy también tristemente difunto Edward Said. Las afinidades de pensamiento y sensibilidad traspasan fronteras.

«Psicopatología del retorno», de Alexandre García Caballero y Ramón Area Carracedo, aporta, desde la medicina y la psiquiatría, una arqueología afectiva y discursiva sobre los pacientes gallegos insertos en los dolorosos ritos de paso de un proceso migratorio. Fue, sin duda, uno de los más agradables y valientes descubrimientos que he llevado a mi caja de pandora estos años, puesto que abordar un fenómeno social tan doloroso como es el migratorio, concretarlo en el país de origen de los pacientes que lo sufren – Galicia – y proceder a una interpretación de conjunto, comprensiva, empática, de la lógica discursiva de los pacientes, no sólo en el momento de partida hacia lo desconocido, sino en el momento del retorno a lo conocido, creo que es tarea lo suficientemente valiente e interesante para comprendernos mejor a nosotros mismos.

La herida que somos, probado está, tanto como la auto-estima que somos, también nos afecta, por muy racionales que nos pretendamos, a esos extraños bichos que cabalgamos entre las humanidades y las ciencias. Ni el historiador, ni el antropólogo, ni el médico, ni el filólogo, ni el psiquiatra, investigan en un espacio y un tiempo vacío de sujetos. La responsabilidad de la falta de óptica gallega en nuestras academias de humanidades es consecuencia de la falta de compromiso intelectual con esa misma realidad pretérita y presente llamada Galicia. Cuando no se quiere, todo lo demás es hueca justificación o chivo expiatorio para sacarse la propia responsabilidad de encima.

He dicho, y así como dije, me fui sonriendo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.