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La ilusoria normalidad

Fuentes: Rebelión

Hay algo extraño en toda esta crisis del COVID-19. Hay, a mi juicio, un elemento de regularidad falsa y siniestra, una calma forzada que incomoda.

Como los juegos infantiles esos en que había que permanecer en la oscuridad sin hablar, sin moverse, apenas con el latir del corazón como ruido interno, para evitar que el monstruo detectara nuestro escondite. No es un ciclón tropical con sus vientos impredecibles y la turbulencia que logra derribarlo todo, el ruido del aire constantemente golpeando los tímpanos. No es un terremoto, que también se escucha como un rugir de la tierra y se siente como una fuerza física que destruye. No es una guerra ni un conflicto entre grandes ejércitos destruyendo a su paso la vida humana y segando muerte; todo, con el estallido de las bombas y los gritos de la gente. Esto es otra cosa: irreal como los juegos infantiles de terror, un evento silencioso, invisible, un monstruo en un asecho gradual esperando un mal paso de la víctima. “Tanto pensarlo, tanto comprar papel de inodoro, y al final, por mera costumbre, el difunto no pudo soportar la picazón y se tocó la nariz”, dirá la gente lenguaraz, devaluando la solemnidad de los obituarios.

Y es ese silencio, el mutismo forzado de este estado de emergencia, lo que quita el sueño, lo que precipita una ansiedad calculada. ¿Cuánta exposición al virus he tenido? ¿Qué gente cercana a mí se ha contagiado o podría contagiarse? ¿Por qué no puedo ver en la superficie del rostro ajeno la presencia del virus? Esta normalidad forzada es, entonces, un no ser, un suprimir artificialmente lo social para preservar la sociedad. No es como otras catástrofes, un salir a la calle en medio de la tempestad, henchidas las venas de adrenalina, para sellar ventanas, remover escombros, salvar al vecino y proteger a los animales. Tampoco es la escena de la tormentera de antes, en la que se reunía el vecindario para, hombro con hombro, darse calor, protegerse y esperar la calma. No, aquí es la falsa calma lo que se torna perceptible y trae la penumbra. No te hablo, no te me acerco, no te abrazo, no me toco la cara. Todo inaudito, pues se ampara en el avanzar moderno de esta crisis: su anormalidad regularizada que se mide por las estadísticas, por los números de la gente que se contagia o muere, y que no vemos, o sea, por métodos uniformes y calculados, sin drama ni videos. ¿No es, acaso, el llevarse espontáneamente las manos a la cara la primera reacción ante el infortunio y el dolor?

Espero en vano que la musicalidad boricua transcriba la crisis actual a los ritmos caribeños, como hizo Canario con el huracán San Ciprián y los temblores de tierra. No sé si se pueda, pues no es la locura, sino la normalidad fingida lo que nos acongoja. ¿Y qué de la poesía? ¿No decía, acaso, Luis Lloréns Torres que las Antillas son hijas del golpe del ciclón tropical? ¿No elevó sublimemente el maestro José Heredia al huracán caribeño mostrando su capacidad creadora de vida e inspiración individual en nuestras islas? Hijas de esta crisis de virus no son las Antillas; salvo, quizás, por Cuba que, rompiendo con la falsa normalidad, da la mano, da el abrazo, toca el rostro ajeno, besa la frente forastera y se torna de antillana en hija del universo. Fiel al huracán que describiera Fernando Ortiz en sus obras; eso es esa isla.

Tanta película de Hollywood sobre supuestas anormalidades caribeñas, con zombis inundando las calles por el contagio del virus de la muerte en vida, tantas cintas estereotipadas de terror con escenas de descontrol humano, de griterías y multitudes espantadas, y aquí es el silencio el que va marcando la presencia del monstruo. Y ni Hollywood ni el imperio saben qué hacer con el nuevo libreto. La islita caimán si sabe. Nos deberían devolver el boleto de entrada de todas las películas de terror. Menos las de Alfred Hitchcock, por supuesto, que siempre insistió en que el terror se nutre de la espera, del silencio, de lo que nos acecha escondidamente en la ilusoria normalidad…