El mito democrático de Chile no sólo se remite a la escandalosa falacia, que desde arriba se señala, que el 11 de septiembre de 1973 se quebró una de las democracias más antiguas de América latina. Desde el poder de los privilegiados, se construyó toda un aparataje ideológico que nos indicaba que los salvajes, indómitos, […]
El mito democrático de Chile no sólo se remite a la escandalosa falacia, que desde arriba se señala, que el 11 de septiembre de 1973 se quebró una de las democracias más antiguas de América latina. Desde el poder de los privilegiados, se construyó toda un aparataje ideológico que nos indicaba que los salvajes, indómitos, agresivos y violentos sin sentido fuimos siempre los pobres. Se dijo que desde la oligarquía se libró una titánica tarea por civilizar estas pobres almas de mestizos, negros e indios. Almas cautivas en cuerpos desnudos, escuálidos, penumbrosos y mal olientes. En lo político, ellos habrían llevado a cabo el gran proyecto democrático cosificado en el desarrollo político del siglo XX, logrando avances en leyes sociales y en la ampliación del padrón electoral. Consideraban que el proceso debía ser lento, cauto y austero, sobre todo porque era inimaginable entregar privilegios a sectores que no estaban capaces todavía de ejercer sus derechos. Pero paradójicamente, esa misma franja mínima de privilegiados, a medida que se vanagloriaba de avances de los cuales jamás fueron parte, al contrario, hicieron todo lo posible para detener las fuerzas de la historia, cuando el proceso democratizador de la sociedad civil avanzaba a pasos agigantados en los 60 y comienzos de los 70′, no dudaron en mostrar su faz más recalcitrante y perversa. Fascistoide, conservadora y genocida, la respuesta a tal insolencia fue brutal. Terrorismo de Estado. Es decir, toda una historia republicana con pies de barro. Esta obra intenta ser un aporte a los millones que pretendimos derribar ese castillo sacrosanto llamada Historia oficial.
El párrafo anterior es un preámbulo simple para explicar quizás, una de las interrogantes más reiterativas frente a las cuales me veo interpelado. ¿Por qué? Saber las motivaciones, lo que impulsa al autor desarrollar un tema en desmedro de otros. En la historiografía esos fundamentos claramente argumentados, deben estar ceñidos a parámetros científicos donde lo principal debe ser una producción de conocimiento que permita a la sociedad contribuir a su bienestar y desarrollo armónico. Donde una necesidad sea saciada por la labor intelectual. ¿Cómo si el conocimiento diera de comer y abrigo? Donde un saber permitiera dar casa o comida. Donde el espíritu satisface al cuerpo. Toda una ilusión.
Considero que el ejercicio intelectual, como cualquier otra labor humana es un trabajo eminentemente colectivo. Cargamos sobre nuestras espaldas siglos de trabajo manual que nos permitieron pensar y repensar el mundo. Algunos, claro está, para mantenerlo y conservarlos como en una caja de cristal, y otros, que buscamos transformarlo de manera radical y revolucionaria. Mientras me siento horas y horas a escribir frente a un computador, otros dejan sudor y sangre en la tierra para que yo pueda disfrutar del alimento. Mientras viajo leyendo plácidamente en el Transantiago, otros que manejan los buses los obligan a usar pañales porque no tienen oportunidad para ir al baño. Mientras rasgo vestiduras por las becas que he conseguido, estoy convencido que a otros se les condena a no estudiar y a ser mano de obra barata. Todo eso me atormenta, me revuelve el estómago, me hace pensar que me vuelvo como ese grupo de privilegiados que aborrezco. Convirtiéndome lo que menos quiero ser, transformándome en un ser insípido, con granjerías, con labores de elite en el paraíso intelectual. Obviamente a todo aquello me rehúso, rehuyó de ese supuesto destino por elegir esta opción. Por supuesto que no puedo hacerme cargo de la división social del trabajo impuesto por la fuerza por el capitalismo al conjunto de la humanidad. Pero si desde mi labor y rol como intelectual puedo hacer frente a ello y contribuir para que esa bestial división desaparezca.
Otra interrogante que las personas me señalan respecto al libro, sobre todo a los que les solicitaba una entrevista, era saber si yo era del MIR, de familia mirista, si tengo familiares presos políticos, detenidos desaparecidos, etc. Como que a la gente le sorprende que una persona «fuera» de ese mundo, le interese esos temas. ¡Que sorpresa me llevo desde el comienzo, ya que se supone que el MIR era la vanguardia del proletariado que conduciría a los pobres del campo y la ciudad a la revolución socialista! Deberían recibirme con alegría, que alguien de las clases que llaman interpretar se acerca a su historia. Con extrañeza, desconfianza e incredulidad muchos ex militantes no me prestaron atención por no tener credenciales y curriculum rojinegro. Claro que no es obligación de todos darme su testimonio en las entrevistas que solicite, pero si por lo menos no prejuzgarme por no tener antecedentes o cartas de recomendación, y también, y mínimo es que me dieran una respuesta clara, un sí o un no. Pero en fin, los obstáculos y dificultades del oficio del historiador son muchas y las que mencione son sólo algunas. Los mismos que te motivan a no darte por vencido, porque cómo me aconsejo un profesor amigo, para este trabajo hay que ser patuo y con personalidad. Aunque reconozco que me lo tomo a pecho, y a veces exagero, ese consejo me ha servido de mucho. A veces con la misma persistencia e insistencia que muchos protagonistas de estas páginas.
Para comprender las razones de porque estudie al MIR, es necesario comprender un poco de mi propia historia. Pero no entendida «mi» historia, como un aspecto individual y atomizado socialmente. Parto comprendiendo al ser humano como un ser social por excelencia, que se desarrolla en tanto al otro. Donde prima lo colectivo por sobre lo individual. Así, mi historia está impregnada de lo colectivo, de una historia que va más allá de mi existencia concreta medida con carbono 14. Involucra mi contexto familiar y del espacio/territorio en que me desarrollo, implica sus historias, que en realidad es la Historia del «nosotros». Ese pasado de mis padres, tíos y abuelos que sobrevive en sus frágiles memorias que se descascaran con el tiempo. Ese contexto que vio surgir el MIR en los 60′ es el escenario que también retratan esas memorias muchas veces ignoradas, dejadas en la ignominia de las ciencias sociales. ¿Cómo no querer ver a ese Chile que soñó, que maduro, que se constituye con orgullo ante la Historia y que luego fue arrasado? ¿Cómo no querer ver al país de estos últimos 40 años con un prisma casi no tomado en cuenta?
El MIR, se constituyó como una orgánica en la que confluyeron y decantaron múltiples esfuerzos personales y colectivos de la Izquierda chilena. Anarcosindicalistas, trotskistas, maoístas, socialcristianos, leninistas y guevaristas se reunieron en torno a la consigna de terminar con la danza de la lucha electoral, que ya no tenía nada más que entregarles a los explotados. Que era necesario erigir una alternativa realmente revolucionaria. En una década embriagada por la revolución cubana y por todo un continente que estaba a punto de explotar. Donde además, a la distancia se observaba como campesinos de Vietnam, con Ho Chi Minh y Vo Nguyen Giap a la cabeza, derrotaban al ejército más poderoso que ha visto la humanidad. Mientras en África y Asia los pueblos del Tercer mundo se sacudían de las cadenas centenarias del imperialismo.
La originalidad del MIR no sólo se remite a su contexto y antecedentes, se remite por sobre todo a su propuesta estratégica original, establecer la lucha armada como método principal para la toma del poder. En una sociedad donde el mito republicano de la paz social y de la resolución de conflictos dentro de los causes de la institucionalidad estaba arraigada hasta el tétano de los convencidos, esta opción era un desquiciamiento y para algunos compañeros de izquierda, no era más que hacerle el juego a la derecha.
No hay que ser genio matemático para saber que mi generación la separa una brecha considerable de los 60′. Lo que ningún libro de Historia logro hacer, acercarme a ese periodo lo hicieron mis padres, tíos y abuelos. Ese Chile gris que poco a poco tomaba color. Ese país rural, señorial, de dura vida de trabajo en el campo, donde la radio era la conexión con el mundo, lo construyo a partir de esos relatos. Ese país que fue cambiando por esos años, donde su gente cambio. Donde mi familia fue protagonista, aunque ningún libro lo mencione. Ese sueño de miles que cambiaron su hogar de toda la vida, por mayores oportunidades en la ciudad. En ese viaje, en esa migración campo-ciudad, también estuve. ¿Y cómo no? Si ese desarraigo que provoco está presente hoy en día, si soy producto de esa distancia con la tierra y la naturaleza. Esas luchas por la tierra para quien la trabaja y esas primeras huelgas obreras por reivindicaciones laborales, como en Yarur donde estuvieron unos tíos, también impregnadas en esas memorias lejanas, me exigen decir que yo también estuve allí. Esos nuevos actores sociales que surgen en las poblaciones callampas, los recién llegados, mujeres, jóvenes y mapuches no estaban en las interpretaciones de los manuales soviéticos ni en los discursos programáticos de la Izquierda Tradicional. Ese nuevo pueblo pobre es el que vio surgir al MIR y que nutrió su estrategia y proyecto político.
El vaivén de los 70′, que puso en el lugar que les corresponde a los explotados, presencio luego la masacre contra un pueblo organizado. El mito republicano terminó por estallar por los aires, a la par que La Moneda ardía luego que los hawker hunter bombardearan al compañero presidente y al grupo de leales que permaneció junto él. Esa década que vio como el color se desvanecía y se ensombrecía a medida que los camiones de muertos transcurrían por los pequeños pasajes de las poblaciones, mientras se lanzaban al mar con rieles en el cuello a los opositores y a la vez que se restituía el latifundio y el poder a la oligarquía, todo santificado por la jerarquía eclesiástica, el Departamento de Estado norteamericano y la CIA que financiaron el sabotaje y el asesinato. El miedo comenzó a instalarse en el subconsciente colectivo, nadie quedo ajeno, y muy pocos por supuesto, sabían que el trasfondo de todo ese shock era una revolución tecnocrática y la instalación de un modelo económico más violento que cualquier protesta.
El Neoliberalismo también llego a ese campamento que recibió a mi familia en los 70′, el Fe y Esperanza, en el que si bien nunca estuve físicamente, mi espíritu y germen clasista lo estuvo. Las calles de tierra, baños de pozo, divisiones precarias de alambre eran el escenarios de aquellos tiempos, lejanos de las antenas de TV satelital, autos, motos, pantallas planas, hijos todos del crédito y del hiperconsumo, que atiborran nuestras poblaciones, ilusiones materiales que hacen pensar a muchos de mis vecinos que no son pobres.
Mientras se sucedían los peores momentos de la Izquierda chilena, el MIR levanto la consigna «el MIR no se asila», que pretendía ser un aliciente moral a la resistencia, pero que por otro lado, tácticamente es considerada por muchos de sus sobrevivientes como una locura. Desde el extranjero y los pocos que se habían librado del exterminio en el interior se comenzó a articular una nueva estrategia político-militar, la Guerra Popular Prolongada, con raíces en el oriente lejano de Mao Tse Tung y en la Indochina combativa, que con sus variantes caló en los 70′ en la selva centroamericana. Se levantó el Plan Retorno para reconstruir al partido en el interior, paso previo para llevar a cabo los tres lineamientos tácticos militares, constituir tres fuerzas político-militares -milicias urbanas, destacamentos rurales y una fuerza profesionalizada, la fuerza central- estructuras que buscaran la derrota del ejército y del Estado burgués. El destino de las fuerzas fue dispar, algunas no alcanzaron su nivel de instalación, como en Neltume, en el sur del país. Otros fueron exterminados, como gran parte de la Fuerza Central hacia 1983. Mientras que las milicias de la resistencia populares acompañaron a parte del pueblo en las 22 Jornadas de Protesta Nacional.
Esta obra también quiere librar una batalla con esa historia desde la izquierda, que indica que el MIR dejo de existir con la supuesta intentona «foquista» de Neltume y que en los 80′ prácticamente desapareció, donde algunos además señalan que la lucha armada lejos de ayudar a alcanzar la democracia, fue un obstáculo. Evidentemente esos argumentos no hacen más que justificar la masacre jóvenes combatientes en los 80′ y 90′, además de sus cuotas y sillones de poder.
A medida que la transición se consolidaba en los pactos de la «gran política» gramsciana, en los salones de la casa oval y del Vaticano, los obstinados de siempre continuaron con las armas en las manos exigiendo un Gobierno «democrático, nacional, popular y revolucionario». Pregonaron el gran engaño del cuales muchos fuimos sus hijos y con ojos de infante observamos sin comprender mucho a inicios de los 90′. El aislamiento y la traición fueron fecundando esta irrisoria copia feliz del edén. Esos mismos ojos con los que ví por la TV la fuga de la cárcel pública, la masacre de Apoquindo, y que en vivo percibí por primera vez ese olor a lacrimógena a una cuadra de mi casa, cuando pobladores se tomaron los departamentos que darán vida a la población Vicente Huidobro. Ese recuerdo quedará grabado a mis 11 años, cuando jóvenes con el rostro cubierto a punta de molotov y balas defendían a los pobladores de la arremetida del carro lanza agua, las fuerzas especiales y la policía montada. Día que ni siquiera en mi memoria tengo claro cuando fue específicamente, me escabullí a escondidas de mi madre para ver ese espectáculo surrealista y extraño para mi edad, fue el haz de luz que me ayudará a comprender que la lucha consigue lo que el capitalismo nos niega. Jamás olvidare esa retirada humillante de las fuerzas represivas mientras la algarabía se desataba por la población, los niños que vimos eso a la distancia estallamos en risa, mientras los enmascarados se retiraban en aplausos.
Nací en dictadura, presencie la masacre de los 90′ y lucho en el siglo XXI. Como obrero de la Historia, mi labor disciplinar está al servicio de la clase y de los condenados de la tierra, que no nos cansamos de decir que esta realidad injusta no es eterna, que el capitalismo que nos rodea no fue un designio divino, que el Mercado no es un dios y que en nuestras manos y en las de todos está nuestro destino. La mejor labor intelectual que puedo llevar a cabo es continuar con mi trabajo riguroso, científico constructivo para recuperar la memoria de nuestro pueblo. Ese pueblo que ya no anda lánguido por la falta de comida y patipelao en las calles de tierra, pero que si es un muerto en vida en muchos casos, y que no es abstracción ni verborrea radical, es una realidad concreta que está a un par de cuadras de mi casa, en Los Morros con Lo Martínez, en cuerpos delgados de niña que se venden por unas monedas para fumar pasta base. Mi gente ya no muere por la metralla militar, sino que peor aún, nos matamos entre nosotros. A diferencia de los protagonistas de este libro, mis muertos no recibieron la solidaridad internacional, ni grandes homenajes en la Europa oriental o becas de estudios en los países nórdicos. Muchos de mis hermanos, jóvenes de mi edad terminan en el suelo tiroteados en las mismas plazas, canchas y esquinas que me ven compartir los fin de semanas o recluidos en centros de menores como Tiempo joven, Puente Alto o en la ex Penitenciaria. De la lucha contra el terrorismo, ahora se habla de Seguridad Ciudadana.
El MIR que nació en las páginas de mi libro terminó por eclosionar hacia el final de esta historia. Para discutir también está una de mis conclusiones preliminares, que desapareció el MIR, pero continuo el mirismo, toda esa cultura política rojinegro muy atractiva para algunos sectores en la actualidad. Lo que no significa que el proyecto que encarnó y los hombres y mujeres que lo portaban, que son parte sustancial del proyecto histórico de clase, se haya detenido en el tiempo. Ni estático ni vencido, con sus errores y enseñanzas es indudable que hoy más que nunca es necesario realizar una revisión crítica de estas experiencias. Conocer sus dificultades, nudos internos y las contradicciones en las subjetividades militantes. ¿Cómo comprender que ese discurso científico y elaborado del partido colisiono con las biografías de vida militantes? ¿Desde dónde situarnos para estudiar una temática tan polémica como la violencia? Cómo si esta última fuera algo que proviene de fuerzas demoniacas cuando viene desde abajo, y cuando va desde arriba es orden y el imperio de la ley. Esos son algunos de los objetivos de este libro, remecer las conciencias de mis colegas, que se posicionen desde su rol como intelectuales y coadyuvar a reconstruir esa historia vedada y satanizada. Que a fin de cuentas también es en parte mi historia.
Terminaré disculpándome y agradeciendo. Pido disculpas a mis profesores y colegas por mis porfías continuas, por lo testarudo que soy en el ejercicio de este oficio. Por invitarlos a este lanzamiento poco ortodoxo que más de alguno lo situara como un acto político que lanzamiento de un libro. Me excuso por realizarlo en la CUT, símbolo de la clase obrera y no en una universidad como la academia lo exige. También pido las excusas pertinentes por bombardearlos con música, con hiphop, no lo podía hacer de otra manera. Entraría en una contradicción vital negar mi propia historia, siendo que lo que proclamo es que nuestras historias se desaten. El hiphop despertó mi conciencia de clase y me permite constituirme como sujeto político en perspectiva revolucionaria en constante crecimiento y maduración. Pido disculpas por estas palabras que poco y nada hablan de mi libro, que entremezclo con mis experiencias personales y juicios de valor, algo totalmente vetado por los profesionales de la Historia con mayúscula, pero que es sumamente ineludible para esas historias con minúscula. Pero no hacerlo es negar quien soy y de dónde vengo. Sería darle con la puerta en la cara a esas historias que me inflan mi pecho, que me aproximan al Chile del inquilinaje del valle central de los 60′, a los campamentos de los 70′ y a esas protestas gloriosas de los 80′.
Agradezco por sobre todo a los que me apoyan en este a veces incomprensible camino que elegí. Mi familia, mis padres, mis hermanas y mis sobrinos sobre todo, que me disculpen si no soy un hijo, hermano o tío muy presente o afectuoso, pero que nos quepa duda que todas mis ausencias no tienen un objetivo egoísta o personal, por el contrario, dejo mi vida y mi mente al servicio del bienestar de la mayoría, de los sufren y de los que son olvidados, de los que intento recuperar en la Historia, de nuestra gran familia, esa que supera la visión cristiana-occidental de familia, ese gran grupo humano que se llama clase.
Le doy las gracias las organizaciones, amigos y compañeros que me acompañan el día de hoy, en especial a Lumpen Crew, Piño sin finca y a toda la gente de mi Población, la 30 de Mayo. No duden que el camino es largo y pedregoso, pero que estaremos por mucho tiempo firmes, codo a codo en la calle y sin permiso.
Agradezco sobre todo a los que colaboraron en este libro, a los que entregaron su testimonio y me ayudaron a comprender estos años complejos y repletos de contradicciones. Los que me permitieron acercarme al partido de Eduardo, Rafael y Pablo Vergara, de Mauricio Maigret, de Arcadia Flores, de Aracelly Romo y Paulina Aguirre. Los que me ayudaron a comprender la gran derrota de la clase a través de los ojos del MIR. Los que me ayudaron a comprender que esa generación de combatientes y jóvenes luchadores no se interrumpió nunca. Los que vencieron leyes antiterroristas, cárceles de seguridad y sobrevivieron al extermino también fueron testigos como las muertes de otros continúan apilándose en las crónicas rojas de los periódicos sensacionalistas. Agradezco a los que me ayudaron a mantener viva esa memoria, a los que me permitieron unir en una misma trayectoria histórica a los hermanos Vergara con nuestros combatientes, Alex Lemún, Matías Catrileo, Rodrigo Cisternas, Jhonny Cariqueo, Mauricio Morales, Manuel Gutierrez y Juan Pablo Jimenez. Esa historia que quiere alejarse del martirologio y del típico discurso que señala que todos los muertos son buenos o quien aguanto más la tortura, esa historia que quiere recuperar las razones por las cuales jóvenes de mi edad fueron capaces de entregar sus vidas. Esa nueva sociedad con apellido – socialista, comunista o anarquía-, que encarna en parte un proyecto histórico que se viene gestando desde hace más de 100 años. Esa es la principal responsabilidad que como intelectual de clase, poblador e hijo de trabajadores asumo ante la Historia.
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José Antonio Palma Ramos.
Magister (c) en Historia con mención América. USACH.
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