Recomiendo:
0

Crítica acompasada de su novela Castillos de cartón

La impotencia creadora de Almudena Grandes

Fuentes: Rebelión

En el Centro de Documentación de la Novela Española, clasificamos las novelas neocostumbristas del último cuarto del pasado siglo y primeros años de éste en castizoplastas, pornocasposas y tremendistas folklóricas. Las de Almudena Grandes, primera dama de las letras españolas hodiernas según la crítica, pertenecen claramente a las ponocasposas, aunque con ciertas gotas castizoplastanas. Muy […]

En el Centro de Documentación de la Novela Española, clasificamos las novelas neocostumbristas del último cuarto del pasado siglo y primeros años de éste en castizoplastas, pornocasposas y tremendistas folklóricas. Las de Almudena Grandes, primera dama de las letras españolas hodiernas según la crítica, pertenecen claramente a las ponocasposas, aunque con ciertas gotas castizoplastanas. Muy característica suya es la titulada Castillos de cartón, de la que se dijo y se repitió que evocaba maravillosamente el Madrid de los 80 (el de la Movida) y el ambiente de una Facultad de Bellas Artes. Es de la que me voy a ocupar aquí.
* * *

Gustave Flaubert dedicó mucho tiempo a seguir, en hospitales parisinos, el proceso, en varios niños, de la enfermedad que aquejaría al hijo de madame Arnoux en La educación sentimental. Estoy convencido de que Almudena Grandes, como mucho, fue una tarde a tomar café al bar de la facultad de Bellas Artes de Madrid, y otra al estudio de un amigo pintor. O ni siquiera esto. Estimó suficiente lo que sabía de oídas o creía intuir, confiando lo demás a su talento de novelista. Lógicamente, ella es la primera en ignorar que ese talento no existe. Quien, como yo, ha vivido entre pintores y frecuentado por razones profesionales una facultad de Bellas Artes, descubre en seguida la falsedad y los tópicos, la inverosimilitud de todo cuanto se dice de su ambiente, a partir de una «inspiración» de raíz libresca o cinematográfica. Y lo mismo cabe decir de la ingenuidad, el simplismo y el convencionalismo con que se describe el comportamiento de los «pintores» o aspirantes a serlo. Aunque luego justificaré detalladamente todas estas afirmaciones, quiero aludir ya, como ejemplo llamativo, a ese «futuro genio», primero de la clase y asombro de sus condiscípulos, que dibuja una Virgen de Rafael, una bailarina de Degás, un arlequín de Picasso, una tahitiana de Gauguin, etc., según se lo van pidiendo los integrantes de un grupo de compañeros admirados. La verdad es que a un tipo así -lo menos artista que pueda concebirse- los pintores, aun en fase de aprendizaje del oficio, lo que hacen con él no es admirarlo, sino mandarlo a un circo. Por otra parte, sólo con ver a qué pintores citan la autora y sus personajes -esos de principios del siglo XX que conocen hasta los más ignorantes, porque sus cuadros adornan las cajas de chocolatinas y sus nombres aparecen en los crucigramas- se advierte el desfase respecto al tiempo -década de los 80- en que la acción, dice, se desarrolla. Los tres supuestos vanguardistas, progresistas, avanzados y heraldos del futuro que se nos asegura que son, ignoran lo que ha ocurrido en el mundo de las artes plásticas después de 1950; y, lógicamente, todo cuanto interesaba en los 80 a los alumnos de Bellas Artes. En relación con lo mismo, hay que decir que Almudena Grandes dedica muy poco espacio a describir la psicología, las ideas, el carácter de sus personajes, así como el ambiente en que se desenvuelven (si a todos los anteriores libros de esta autora le sobran, y no soy el único en decirlo, la mitad de las páginas, a esta le faltan -en el caso, naturalmente, de que merecieran haber sido escritas- el doble de las que tiene), preocupada casi exclusivamente por el igualmente poco fundamentado comportamiento moral y sexual del trío, que asimismo roza muchas veces lo grotesco. Es evidente que esta novela -la llamo así para que se me entienda- no ha sido primero planificada ni, después, elaborada. El descuido se nota hasta en el lenguaje, tan pobre e inexpresivo, que alcanza niveles de vulgaridad por causa del recurso continuo de la autora a frases hechas, coloquialismos manidos y expresiones convencionales, por principio antinovelísticas y mediante la mayoría de las cuales, para colmo, pretende suplir no sólo la literariedad, sino también lo que tendría que haber sido creación de la realidad ficticia: «Me pasaba la vida» (15); «me había puesto seria sin saber por qué» (pág. 18); «hizo una pausa» (id.); «su voz temblaba» 19); «fingiendo una naturalidad que no sentía» (20), aparte de que la naturalidad no se siente; «no lo tenía fácil» (¡horror!) (21); «me dejaba en blanco» (22); «me pregunté qué quería decir exactamente» (25); «terciopelo marrón, horroroso» (id.); «un gorro a juego» (id.); «me miró por encima de las gafas» (27); «meter la pata» (28); «de la manera más tonta» (¡increíble, que esto aparezca en una novela ensalzada por profesores universitarios!) (id); «no había marcha atrás» (id); «satisfecho del resultado» (29); «me miró muy sorprendida» (30); «yo iba en cabeza» (32); «un dibujante prodigioso» (33); «Nunca he visto nada igual» (¡qué barbaridad, señor Pozuelo Yvancos, señor García Posada!) (35); «el ceño fruncido» (id); «definitivamente resignada» (36); «hablaba por los codos» (37); «una mañana de pesadilla» (38); «había pillado un buen sitio» (id.); «no presté mucha atención» (id.); «me gusta mucho, en serio»; «me saca de quicio»; (todo esto formará parte de «la prosa impecable» y «la maestría del lenguaje», que entusiásticamente señalara Joaquín Arnáiz» («Caballo Verde»/»La Razón», 20-II-2004) (40); «aquel comentario me desarmó» (41); «me puse colorada» (Hay que andar escasa de recursos expresivos para escribir estas cosas…) (id.); «era más de lo que podía esperar» (id.); «giré la cabeza» (id); «es increíble cómo aguanta el frío» (42); «entrar en calor»; «me debía un favor muy gordo» (id); «rebajarme un quince» (id); «va a llegar lejos» (43); «tenía una carta en la manga» (id); «era mi compradora ideal» (44); «le tenía pánico» (id); «una distancia oceánica» (id); «me pareció lógico y normal» (id); «me hubiera encantado hablar con él» (id.); «cuando los críticos se recuperaron del pasmo» (45); «se enzarzaron en una polémica feroz» (id.)… Todo esto, sólo en la primera -y más corta- de las cuatro partes que tiene el relato. Analicemos el texto con más detalle, no sin antes recordar lo que decía Huxley, en Ciego en Gaza: «se hace difícil admitir que una persona que emplea frases hechas sea inteligente».

Primera parte: El arte Pág. 15, primera del texto.- En su décima línea, introduce la autora un neologismo tan feo como innecesario: recepcionaba. Id.- Hablando del presente, dice: «Yo quería ser pintora y descubrí a destiempo que no tenía talento suficiente». Tendría que haber escrito «había querido» o «quise». Cuatro líneas después precisa: «cuando renuncié, ni siquiera tenía veintidós años». Aparte de que poca gente, si hay alguna, es consciente de su propia falta de talento para algo -y Almudena es un ejemplo claro-, no resulta verosímil hacer un drama de ello, si el descubrimiento se hace tan joven. Id.- «Esas cosas sólo se descubren a destiempo, y no dejan espacio para descubrir ninguna otra cosa. Aparte la cuasi cómica relación de dos dimensiones, están esas «cosas» que no dejan tiempo para otra «cosa». En fin, quizá alguno de sus panegiristas debiera informar a Almudena de que sustantivos y verbos comodines, como «cosa» y «hacer» están prohibidos en la prosa narrativa. Pág. 16.- Le dicen que la llama por teléfono Jaime González y ella piensa: «No puede ser Jaime González. Será alguien que se llame igual». Pues si se llama igual, es Jaime González, de manera que es ilógico y hasta injusto pensar que no, e intentar desproveer a una persona de uno de sus primeros derechos civiles. Id.- «una tabla de Torres García tan exquisita, tan perfecta, tan redonda»… A una tabla de Torres García se la puede calificar de todo, menos de exquisita y perfecta ni, mucho menos, redonda: son todas rectangulares… Y, si se ha empleado «redonda» en otra acepción, resulta redundante con «perfecta». Forma esto parte de dos páginas de relleno, en las que habla también de precios de cuadros, de nuevos ricos gallegos, de su mala memoria para los apellidos, tras un intento más bien torpe, y que con esto da completamente al traste, de hacer un misterio de la llamada. Pág. 17.- Toma el teléfono y saluda. Se produce un silencio que dura un par de segundos. «Luego, una voz muy distinta a la mía…». Menos mal, porque, si llega a ser igual, hubiese creído que era el eco. Id.- La voz, dice, es «ronca, ligeramente ahogada y sin embargo familiar». ¿Por qué «sin embargo»? ¿Es que lo familiar es incompatible con lo ronco y lo ligeramente ahogado? Id.- «como si no pudiera confiar en la experiencia de mis oídos». Experiencia no es el término adecuado para lo que quiere decir. Id. «Y luego chillé, chillé de sorpresa y también de alegría, esa alegría incrédula, irreflexiva, que provocan las apariciones que llegan del otro lado, de la otra mitad del tiempo». Dudo de que haya alegrías reflexivas. En cuanto a lo demás, no sé, nunca he tenido apariciones procedentes del otro lado ni de la otra mitad del tiempo, que ni siquiera sé lo que es. Y sospecho que Almudena tampoco. A continuación, el pretendido misterio se diluye todavía más en un diálogo tan banal -«¿Cómo estás?» «Bien ¿y tú?» «¡Cuánto tiempo!», «No está mal», etc.-, que se lo podría haber ahorrado. Pág. 18.- El lenguaje de Grandes, en consonancia con lo que narra, roza lo pedestre. Aunque es mucho peor todavía cuando se acuerda de que es literata y pretende demostrarlo con cursiladas como ésta: «demasiados [años] para tensar con explicaciones una intimidad antigua». El presentimiento de «algo» sigue ahogándose en el vacío de las palabras… «sigo con este trabajo de mierda…», «no está mal…», «me eché a reír»… «busqué cualquier otra cosa que decir pero no la encontré…» (Eso hace tiempo que le pasa). Id.- «Marcos ha muerto. Se ha suicidado. Se ha pegado un tiro con la pistola de su padre». ¿Para qué esta precisión? ¿Habrían cambiado las cosas si se lo hubiese pegado con la pistola de un primo hermano? Pero lo más curioso: en dos novelas de Javier Marías, otros tantos personajes se ultiman igualmente con la pistola de su padre. Al parecer, en el mundo de estos exitosos novelistas, nadie esta dispuesto a comprarse una pistola. Al final de la página 18, «hizo una pausa» y, al principio de la 19, «su voz temblaba»… Expresiones de infraliteratura de quiosco… Su falta de dotes para la novela la vuelve a demostrar la autora no sabiendo resolver el problema que le plantea el hecho de que, bien entrada la mañana, sea el comunicante de nombre en exclusiva quien la informe de una noticia que conoce todo el mundo. Hace que él le pregunte: «-¿Has leído el periódico esta mañana?» Ella responde: «-Entero no», sin la preceptiva coma después de entero. ¡Qué falta de recursos! ¿Es que hay alguien que lea el periódico entero?

Al principio del segundo capítulo de esta primera parte, en el que retrocede a veinte años antes, doña Almudena tiene frases despectivas para el adusto y castellano Sánchez y el honrado y celtibérico García, que habrán ofendido a muchos lectores. Como buena snob, dice que habría preferido llamarse Schulz, para mi gusto, nombre de laboratorio. (Entre paréntesis: señores García Posada, Pozuelo Yvancos, Arnáiz, Basanta, Goñi, Echevarría, Conte, Villanueva (Darío y Santos Sanz), obedientes seguidores de lo que el marketing prescribe, como no los supongo desprovistos por completo de discernimiento, les hago una sugerencia: lean Los caballitos de Tarquinia, Moderato cantabile, El reposo del guerrero, Bonjour, tristesse… y comparen. Quizá saquen algunas conclusiones. Para mí, resulta evidente que ustedes toman las novelas de los autores impuestos por el sistema de la industria cultural como intocables; predispuestos, por tanto, a cantar sus excelencias. Y no advierten o cierran los ojos ante los fallos más elementales). Págs. 20-21.- Es muy difícil, creo que imposible, encontrar en la literatura universal dos páginas más huecas, más desangeladas, que éstas que emplea la narradora en autodescribirse y hablar de su vulgar nombre, hacer generalizaciones insostenibles sobre los alumnos de Bellas Artes y demostrar que sabe quién era Filippo Lippi tras consultar el Espasa. Pág. 21.- Las consideraciones de Jose sobre su vocación y sus dudas son absurdas en el momento de ingresar en la Facultad. Mucho más, el hecho de que se atribuya dotes premonitorias. (Como todos los «novelistas» del sistema, Almudena Grandes ignora que en novela no vale decir que, por ejemplo, un personaje es perverso. Hay que hacerlo actuar ante el lector de manera que éste deduzca que es perverso. En esta novela, vamos a encontrarnos con dos personajes de los que se nos dice que eran inteligentísimos, seres especiales, unos genios, y que resulta que, aparte de que se toman la vida con una frivolidad propia de necios, cuando hablan, no dicen más que tonterías). Págs. 21-22.- Pretende hacer un misterio de lo que son las dotes congénitas y el deseo de perfeccionarse de los millones de seres humanos que han terminado, terminan y terminarán por ingresar en una Facultad de Bellas Artes. Pág. 21.- Y, en medio de los tormentos, y demostrando ignorar que a las facultades se va a aprender, no licenciado por el derecho natural, dice nada menos que «no lo tenía fácil», una frase que un verdadero escritor se cortaría el brazo antes de escribirla. Págs. 22 y ss.- Por mucho que se empeñe la autora en poner en boca de la narradora y sus amigos consideraciones profundas sobre la vocación y su evolución, sobre el dibujo, la pintura, etc. no dice más que vaciedades, que habrán hecho reír a los pintores que hayan leído esto. Hoy día, nadie habla ya de modelos y manzanas en el sentido en que lo hace Grandes, con nula profundidad además, ignorando lo que a partir de la abstracción, el tachismo, incluso, antes, el surrealismo, significan lo que Juan Eduardo Cirlot llamó «modelos interiores». Ángel Basanta, que cree en «el talento novelístico de Grandes», encuentra «atinadas [las] observaciones acerca de cómo mirar (y apreciar) la pintura», así como «acertado [el] empleo de los tecnicismos necesarios» («El Cultural»/»El Mundo» 12-2-04). La verdad es exactamente lo contrario. Pág. 22.- A la protagonista, una división con decimales la «dejaba en blanco». ¡Vaya por Dios! Pág. 23.- Sonrojantes, verdaderamente, las especulaciones sobre las abstracciones aritméticas y las manzanas, que concluyen con esta chorrada: «Nadie ha visto jamás una coma con decimales flotando en el aire». Las han visto en la pizarra o en el papel, que es donde hay que verlas. Más aún: yo las he visto flotando en medio de una habitación, en un holograma. Id (Los subrayados son míos).- «…Pero las manzanas están ahí, las acariciamos, las olemos, las tocamos, nos las comemos todos los días, y por eso es imposible no saber dibujarlas. Porque dibujar una cosa es conocerla, y todas las cosas que se conocen se pueden, se deben dibujar«. O sea, que yo, aunque sea un manazas, no sólo puedo dibujar a mi portero, porque lo conozco, sino que estoy obligado a ello. Por otra parte, quien dibuje un gnomo, un dragón o al mismísimo san Jorge, es porque los conoce, ¿no? ¿Pensará esta mujer antes de escribrir? Pág. 24.- La cosa empeora cuando aparece el padre de la artista, arquitecto él. «El me dijo algo distinto, pinta lo que veas, y al principio no lo entendí». Etcétera, etc. Otra página sonrojante, junto con la que sigue, llena de frases de ésas que dicen los que no saben qué decir en circunstancias parecidas: «dibuja las cosas como las ves», «pinta lo que sientes», «lo que ves es lo que hay», «las cosas son como las vemos»… (Ja!, exclamaría un conocedor de la mecánica cuántica. A los mismos críticos -y a los de Babelia, claro: Echevarría, Goñi- a los que he recomendado comparar con ésta otras novelas breves, escritas por mujeres, les recomendaría ahora, puesto que han tratado Castillos de cartón como una obra maestra, que comparen estas pobres especulaciones sobre la realidad y el arte pictórico con las que hicieron Zola o Somerset Maugham, o Proust y Thomas Mann sobre la música, o Raymond Abellio sobre la novela. Expresa o tácitamente, toda crítica seria tiene que ser crítica comparada. Salto unas cuantas páginas, señalando tan sólo, al paso, dos ejemplos de la manera de adjetivar que tiene la gran escritora: Pag. 25.- «Llevaba un vestido horroroso». Pág. 27.- «Una figurita de cerámica espantosa». Esto es como no decir nada. Es propio de un lenguaje de hablar en la cocina. Un novelista está obligado a crear la realidad de ese segundo mundo que es la novela, y esto no se consigue apelando a los valores entendidos. Estoy convencido de que a mí me parecerán espantosos, vestidos que Almudena Grandes encuentre, según su manera de adjetivar, divinos. Pero tendré que emplear otras palabras para comunicar cómo son a unos supuestos lectores. Pág. 28.- Aunque para un crítico tan autorizado y chindasvinto como Joaquín Arnáiz (cfr. loc. cit.) «la prosa de Almudena Grandes es impecable», por lo que «el lector disfrutará plenamente con la maestría del lenguaje» -ello a pesar de contener expresiones tan vulgares como «todo había cambiado […], no había marcha atrás», y otras que hemos visto o veremos-, a veces su sintaxis también cojea, haciéndole decir algo distinto a lo que quiso. Por ejemplo: Id.- «A partir de entonces y hasta que acabé el bachillerato, actué como un agente doble (estúpida comparación; e impropia), pintando cosas diferentes para mí y para los demás». Quería decir «unas cosas para mí y otras, diferentes, para los demás», pero dice que pintaba cosas diferentes tanto para ella como para los demás. Grandes -su personaje- sólo concibe el arte como mimesis. Un anacronismo, pues no olvidemos que la novela se desarrolla en la década de los ochenta.

Me salto todo lo del padre, el colegio, la tía Sole, el examen, etc. No exagero: esta novela, tan alabada por la crítica militante, no ofrece una línea sana a una mirada exigente. Con expresiones tan manidas como: «…una profunda sensación de haber metido la pata de la manera más tonta.» (pág. 28) Si una escritora «se explica» así, ¿cómo lo hará un analfabeto nervioso ante el juez? «Fue como una revelación, un fogonazo» (29), etc. Pág. 33.- Sin la menor justificación, y siendo la primera de la clase (Grandes, para no perder la ocasión de utilizar una frase hecha, dice que «iba en cabeza»), vuelve a decir, con objeto de crear un clima sin conseguirlo, que, «sin embargo, ahora sé que ya había empezado a dudar de mí misma», algo que, o se razona, es decir, o se novela, o no sirve para nada. Pág. 33 y ss.- Todo lo dicho vale para la introducción en el libro de otro personaje, Jaime, «dibujante prodigioso, extraordinario, el mejor que he conocido jamás…» Lo que equivale a no decir nada en la pluma de quien demuestra -personaje tanto como autora- no saber nada de pintura. Señores críticos, ¿qué es para ustedes lo vulgar? Aquí, págs. 34-36, aquello ya comentado de pintar vírgenes de Rafael y bailarinas de Degas, a petición del público. Algo para lo que basta ser habilidoso, no artista, pero que a Jose Sánchez García le «parece magia». Pág. 36.- Cuando, entre tanta maleza literaria, quiere hacer un alarde de intelectualidad, se luce: «…definitivamente resignada a la estupefacción». Aunque en seguida desciende al nivel de lo folcklórico. Dice que Jaime era alto y delgado, y está a punto de decir, «como su madre, morená, saladá», pero remonta el vuelo y añade: «como un arcángel desarmado». Pág. 37.- Tiene otra cualidad, que Grandes describe con una audaz imagen: «hablaba por los codos». Id.- En resumen: «era muy pefecto». Como si se pudiera ser poco perfecto o a medias perfecto. Pág. 38.- ¿Qué será una habitación «misteriosamente desangelada»? Págs. 38-39.- Como enumeré al principio las de esta primera parte, no señalo ahora las frases hechas o tópicas, pero aquí merece la pena mencionar una serie compuesta por «una de esas mañanas de pesadilla», «había pillado un buen sitio», «le vi acercarse con el rabillo del ojo», «no presté mucha atención», «hasta que invadió sin remedio mi campo visual»… Y, a continuación, una larga descripción de un cuadro pintado por el genio, que, de haberse producido en la fiestas de la vulgaridad pedante le hubiese valido a Almudena el primer premio en los juegos florales… Se trata de la «habitación desangelada» que, entre otras cosas, tiene una cama con el cabecero «en buen estado» (¡), en la que todo debería resultar, «neutral, común, previsible»… Algo así como «el refugio de la criada de una familia acomodada pero respetuosa con la servidumbre». ¡La mentalidad burguesa que hay que tener para escribir esta frase! Por otra parte, ¿es que es incompatible ser acomodada y respetuosa, Almudena? Tú eres ambas cosas, supongo. Por otra parte, tú, que te disculpas de manera vergonzante por hablar en Malena es un nombre de tango, de los Reyes Magos, para no parecer creyente (¡!!), ¿por qué no te recatas ahora de emplear el arcaísmo «criada», que te hace parecer, no la progresista que quieres, sino esa anticuada conservadora que realmente eres? Pág. 39.- El cuadro no se acaba en la habitación. «A través de la ventana se veía un cielo rosa, imposible y deslumbrante…» Pero lo importante es la explicación «técnica»: «…trabajado con una técnica más propia del cromatismo abstracto que de la tradición figurativa»… ¡Como si «cromatismo» y «tradición» fuesen términos que se contraponen! Por otra parte, la formulación cromatismo abstracto no pertenece a la historiografía del arte. Quien entienda un poco de pintura y se quiera divertir un rato, lea esta página completa. Crítica comparada, dije. Quien recuerde el tono de las conversaciones sobre música en Doctor Faustus, compárelas con ésta sobre pintura (pág. 40): -Es muy bueno. Muy bueno. -No. Es Hopper, es Freud, está muy visto. No vale nada. -No, no estoy de acuerdo. Puede recordar a Hopper, puede recordar a Freud, pero yo no me he dado cuenta de eso antes, al mirarlo. Y me parece muy bueno, me gusta mucho, en serio. -No lo creo. -Sí -No. -Mira, te voy a decir una cosa… (Y la dice) -No digas tonterías… (Pero las dice). Hasta el fin del capítulo. En el tercero y último de esta primera parte, la acción vuelve al presente. Pág. 42.- Almudena sale de cualquier situación narrativa, como diría ella misma, por las buenas o por las malas: «…la galerista me debía un favor tan gordo que no le quedó más remedio que hacerme un quince…» Pág. 43.- La forma en que pretende dibujar la excepcional personalidad del pintor, a base de convencionalismos -es raro, nunca está satisfecho con lo que hace, no abre la puerta «aunque la portera hubiese asegurado que estaba en su estudio»… Es decir, que abrir o no abrir depende de la opinión de la portera- es ridícula. Id.- Las rarezas del genio le dan ganas de mandarlo «a la mierda». Pero no lo hace porque -otro tópico- está «convencida de que va a llegar, de que está entre los que serán grandes». Id.- Él no quiere venderle sus cuadros, pero menuda es ella: para conseguirlo, «tengo una carta en la manga». Pág. 44.- «Ella era mi compradora ideal», dice al estilo hortera. Id.- La galerista no facilita el teléfono del genio, «porque le tenía pánico». La prosa que Joaquín Arnáiz ve impecable, yo la veo más que vulgar: pedestre.

Decía en su crítica Pozuelo Yvancos (España tenía veinte años, «Blanco y Negro Cultural», 7-2-2004) que Almudena Grandes «es una narradora que lleva dentro eso de contar historias, le salen con facilidad engañosa, porque está muy trabajada». Quisiera yo ver en qué quedarían las consecuencias de una erupción del Vesubio, en comparación con una historia de esta mujer contada descuidadamente, según la escala pozueloyvanquiana. Id.- «Me hubiera encantado hablar con él». Y a mí me encantaría decir que el problema de la crítica española es simplemente un problema de incompetencia. Lo es, en parte, pero, sobre todo, de algo peor. Sólo si se está obligado por un contrato verbal o escrito se puede hablar de las «probadísimas dotes para la expansión, la ramificación y la amplificación de los sentires y las tramas» de Almudena Grandes, como lo hace Jordi Gracia en La libertad y la felicidad perdidas, «Babelia», 7-II-2004). Id.- «Le habría dicho que yo también me acordaba mucho de él, que seguía admirándole […] y él me habría contestado que no dijera tonterías». Téngase en cuenta que no se trata de personajes vulgares, tópicos, desvaídos, como yo creo, sino, como cree Pozuelo Yvancos, de «personajes que se han narrado desde dentro», lo cual constituye «otra prueba de inteligencia literaria». Pág. 45.- «… después de todo, había sido mejor que no coincidiéramos…» Si alguien, crítico o simple lector, no advierte la zafiedad de una prosa que contiene expresiones como ésta, es que no ha frecuentado la literatura de verdad. Sí, en cambio, la de Maruja Torres, Clara Sánchez, Rosa Regás, Rosa Montero, Espido Freire, Lucía Etxeberría, Rosa Posada y demás «tontitas del sistema», como las llama La Fiera Literaria. Id.- Nueva demostración de que, cuando Almudena quiere, se pone literata: «…mejor […] que yo hubiera guardado para mí la aguja de emoción y de melancolía…» Id.- Quien conozca siquiera superficialmente el ambiente artístico de Madrid, verá en seguida la inverosimilitud de la conmoción que, según la narradora, produce la reaparición en ARCO del genial Molina Schultz, la «polémica feroz» en que «se enzarzaron» -¿cómo no lo iba a decir con el verbo más convencional?- los críticos, después de que «se recuperaron del pasmo». Id.- Y quien, además de conocer el ambiente, sepa algo de arte pictórico, comprenderá, al leer lo que dice sobre la obra, que Almudena no sabe nada. Id.- Literatura otra vez: [La obra era] «tan negra como la mirada de un asesino condenado a la silla eléctrica». Me pregunto si Almudena ha visto alguna vez la mirada de un asesino condenado a la silla eléctrica. Yo sí; en Sacramento. Y es amarillenta, con lunares rojos. También me pregunto, es decir, le preguntaría a ella, si imagina cómo es la mirada de uno al que han condenado siendo inocente. O de un condenado a la cámara de gas. O a una inyección letal. O a leer una de sus novelas. Después de tanta poesía al evocar al suicida, su último pensamiento, antes de dormirse, es sobre cuánto habrá incrementado su muerte el precio de los cuadros que tiene de él.

Segunda parte: El sexo

Barrunto que nos acercamos a la cumbre de la novela, porque si hay dos temas caros a nuestra escritora predilecta, uno es el sexo; el otro, la comida. Temas cuya glosa novelada suele ella fundamentar en recetas de sus platos preferidos, tan simples como rústicos -no en balde se crió en el agro- y en sus experiencias de moza guapetona y tía buena, como gusta de autodefinirse. La introducción al tema predilecto de Grandes, al principio de la segunda parte, es de un costumbrismo subido, con las hazañas de don Aristóbulo y las cañas de cerveza contra el frío, diálogos inútiles y expresiones como «al menor movimiento», «nunca tenía un duro», «el muy fascista», «vivir a su costa», «estaba dirigiendo las operaciones», «yo no podía imaginar hasta qué extremo», «capacidad de liderazgo», etc. (Págs. 49-51). Pág. 51.- «El muy fascista» es el padre de Jaime, don Aristóbulo, juez, y tan malvado, «que había procesado a su hija mayor por actividades subversivas». ¿Desde cuándo puede un padre intervenir en un procedimiento contra o a favor de su hija? Pág. 52.- «Lo del aparcamiento fue peor». ¿En qué sentido? ¿Peor que qué? ¿Qué quiere decir? ¿Se entera así el lector de lo que ocurrió en el aparcamiento? Id.- Escena trepidante (tan inútil como el sombrero de un decapitado dentro de la economía del relato) del aparcamiento del coche, con diálogo a tono incluido. Pág. 53.- «En el Burger King no servían ninguna clase de alcohol (subrayado mío), sólo cerveza». Pues ya no se puede decir ninguna clase de alcohol. Id.- Se levanta Marcos y Almudena se refiere al «trapecio impecable de su espalda». Conocedores de otras obras suyas, sabemos que hablar del trapecio espaldar significa el introito a la descripción, en términos culinarios, de la semiesfera nalgar, resplandeciente y comestible. Las páginas que siguen son superficiales, vulgares -véanse-, con ingenuos apuntes que pretenden «demostrar» que aquellos tres personajes intercambiables y previsibles son alumnos de Bellas Artes. Este de la página 55, por ejemplo (subrayo la torpe trampa): «Pero entonces, ya no me acuerdo por qué, empezamos a hablar de De Kooning». (En los 80, ningún joven hablaba de De Kooning). O este otro: «Es muy guapo. Me gustaría pintarle». Un novelista con imaginación -lo que no es Almudena Grandes- construiría la misma realidad literaria que pretende, aunque hablasen de un torero. Pero, con semejantes simplezas, no construye nada. Pág. 56.- «…un chocolate de puta madre», «para no fiarse un pelo de él», «un eterno estudiante de derecho», «se dedicaba a trapichear»… Prosa impecable, ya lo decía Arnáiz. Id.- «Creo que hay hasta hielo en la nevera». También yo lo creo. Conozco la tendencia del hielo a meterse en las neveras. Págs. 56-57.- «…mientras me enseñaba la casa, un piso destartalado en un edificio con buena pinta, donde, naturalmente, él había conseguido quedarse con la habitación más grande». ¿Por qué «naturalmente»? Pág. 57.- «…era un maniático del orden». Pág. 57 y ss.- Largas enumeraciones de objetos, intentando crear un ambiente sin conseguirlo. Por introducir algunas notas de rareza, dice auténticas simplezas. Pág. 58.- «…estiró la cama de mala manera…». Lo he dicho ya: prosa antinovelística. Como yo no sé lo que es para Almudena la manera mala de estirar una cama, me quedo sin saber qué ha hecho Jaime. Es sólo un ejemplo entre miles. (Ya he dicho en más de una ocasión que un defecto común a los bestsellerados es dar por sentado que el lector sabe lo que sabe él. No son novelistas.) Id.- «No tardó mucho en volver [de la cocina], y le bastó con dirigirnos una mirada desde la puerta para comprender la situación». ¿Qué? ¿Y cómo sabe ella que ha acertado? ¿Le lee el pensamiento? Pág. 59.- Como, además de artistas, son jóvenes de los 80, se fuman un canuto. ¿Sencillamente? No, mediante las consabidas frases convencionales y costumbristas: se trata de «un canuto monumental», hecho «más que bien, de puta madre». O sea, que hacen lo que hace -y hablan como- cualquier niñato de los 80. O sea, que no son ni lo sensibles ni lo inteligentes que se nos quiere vender. Pág. 60.- «El segundo le salió mejor que el primero». Págs. 60 y ss.- «volví a encontrar sus ojos dentro de los míos…», «un encanto extraño»… Estas frases pertenecen a la pobre descripción de las sensaciones que experimenta la narradora. Como las de Huxley, sí, en Las puertas de la percepción. De todas formas, para demostrar la excepcionalidad del más que burdo ayuntamiento a tres que se va a producir, sin que haya hecho ver al lector un proceso que lo haga psicológicamente verosímil, acude a frases rayanas en lo sublime como: «lo que estaba pasando no era normal del todo» (otra: ¿y nosotros qué sabemos lo que para ti sería normal?); «me miró con las cejas arqueadas»; «no estaba muy segura de querer que se marchara, pero tampoco hice nada por impedirlo»; «se abalanzó sobre mí»; «…mientras nos besábamos, nos acariciábamos, y nos desnudábamos de la manera torpe […] que resultaba del colocón que ambos compartíamos…» (aunque lo de «colocón» es precioso y preciso, digno de una prosa impecable, lo cierto es que no «lo compartían»; cada uno tenía el suyo); «qué bien, pensé, qué bien»; «qué bien, pero qué bien»; «me gustaba tanto acariciarle […], sentir su cuerpo contra el mío»; «hasta que resultó que no, que allí había algo que no iba nada bien» (¿por qué?, ¿en qué sentido?, ¿qué era ese algo?); «era bello como un arcángel». Ahora otra frase con la cual compite con el Aquinate en la formulación del misterio de la Trinidad: «una sola persona con tres cuerpos, tres cabezas, tres pares de brazos y de piernas». Estos pseudoescritores no resisten ni la más caritativa ironía. Son ridículos. Tengo que insistir: ¿qué quiere decir, en lenguaje novelístico, que algo no iba bien? ¡No comunica nada! Habría que «ver» qué ocurre entre los personajes, cómo se comportan los unos con los otros, para deducir la situación. Pag, 62.- Está hablando, en el contexto al que aludo en el punto siguiente, de su experiencia y hace esta precisión digna de un contable: «y toda la que poseía se podía evaluar en términos de cantidad». Seguro que Almudena, cuando su confesor le preguntaba que cuántas cochinerías había cometido la última semana, respondería: «del orden de cuatro por noche» y «única y exclusivamente con Juan», que es como hablan los muy cultos. Pág 62.- «Yo no tenía tanta experiencia con el sexo como con los canutos». Esto sí lo demuestra, porque, aparte «un novio a los diecisiete años, efímero, y otro a los dieciocho, éste sólo fugaz», -y a los dos los había dejado ella -¡faltaría más!- no había hecho otra cosa, aquellos años, que «acumular amantes de una noche, de dos tardes, de un fin de semana…» ¿A qué le llamará la moza tener experiencia? Pág. 63.- ¡Por fin la emoción, el suspense! ¡Al arcángel no se le empingorota el vellocino! Ni siquiera ante aquella mujer de bandera, es decir, de banderín de enganche, que imagino muy parecida a Almudena. Ella alude a la terrible situación, apoyándose en su currículum: «Todos mis amantes triviales habían acatado la ley de mi desnudez -es ridículo ¿eh?- con el mecanismo riguroso -curiosa metáfora para el badajo- de sus cuerpos potentes y fáciles de olvidar». Id.- Después de enumerar las hazañas del arcángel, termina: «Marcos podía con todo menos conmigo». Y lo pinta con la mirada mansa, producto de la «apacible resignación de sus ojos, su sonrisa tibia y prefabricada» (sic)… Y ahora, una cima sobre la cima de la narración: donde cualquier verdadero novelista se luciría describiendo el estado de ánimo de él o, por lo menos, los signos mediante los cuales lo exteriorizaba, a esta que, según Jordi Gracia, Pozuelo Yvancos, Ángel Basanta, Masoliver Ródenas, García Posada, Blanca Berasátegui, Juan Palomo, Rafael Conte, García Jambrina y Joaquín Arnáiz, entre otros, es una gran escritora, no se le ocurre más que decir: «bastante mal debía de estar pasándolo él». Lo que sigue está en el mismo tono de vulgaridad. Véase. Págs. 64-65.- El lánguido de mirada y artefacto pide perdón a «La Cuerpo», que no puede creer «lo que está pasando», que el lector ignora. Pero léase toda la escena a lo Cumbres borrascosas, que interrumpe, entrando sin llamar, el otro arcángel. Haciéndose cargo de la situación, «se mete en la cama por el lado libre (o sea que, como la ONU, respeta al ocupante), al grito de: «No os preocupéis -desnudándose e incrementando el volumen del espacio que ocupaba su cuerpo-, que esto lo arreglo yo en un periquete». (¡sic!). «Antes de conseguir situar las dos piernas encima de la sábana, ya tenía la mano izquierda entre mis muslos. Antes de que se me ocurriera preguntarle qué estaba haciendo (¡sic!), su lengua estaba ya en mi boca. Antes de que pudiera creérmelo, ya había empezado a moverse contra mí, encima de mí y a mi favor. El factor sorpresa (¡sic, sic!)… El factor sorpresa era fundamental, me confesaría luego, y tenía razón, en una cama Jaime González siempre tenía razón. (He subrayado yo y tercio: quizá por eso, cuando tenía que deponer en un juzgado, llevaba consigo un colchón inflable. Sigue Almu). Porque antes de disponer de tiempo para asustarme, ya había descubierto que lo que estaba pasando me gustaba y no podía discutir la opinión de mi cuerpo». Yvancos, Gracia, yala-Dip, Basanta, Posada, Conte, Villanueva, Santos Sanz, Echevarría, Goñi, Jambrina, Arnáiz, ¿qué es para ustedes una mala novela?, ¿qué es para ustedes ridículo?, ¿a quién darían ustedes el premio Nobel de la imbecilidad literaria? ¿Y usted, señor García Montero? Porque es seguro que usted da el visto bueno a estos primores. Masoliver Ródenas sí apuntaba en su crítica (Caricias a cuatro manos, La Vanguardia, 3 de marzo de 2004), que los personajes de esta «novela» son «patéticos y desvaídos, [aunque] pretenden pasar por rebeldes», añadiendo: «Esta novela tendrá mucha polla, pero no tiene pies ni cabeza». La pena es que, incomprensiblemente, le concedía «fluidez narrativa» y «claridad expresiva», dando a entender, también, que Almudena Grandes había construido y escrito bien otras novelas, lo que no es cierto.

El segundo capítulo de esta segunda parte que, no sabemos por qué, se titula El sexo, comienza con un buen chiste: «Después, intenté sentirme culpable»… Pero empieza a hablar del tiempo. Hacía frío y ella tenía «la nariz enrojecida por el viento» y se reía sola por la calle, porque resulta que… Aquí (pág. 66) el parte meteorológico. Pág. 66.- «-Nos habíamos fumado otro canuto entre el primer polvo de Jaime y el segundo». (En el descanso, vaya.) No me sorprende. A una encarnación de Almudena, siempre le echan, por lo menos, dos. No se puede dejar insatisfecha a una del agro. Id.- Lo bueno, y por eso esto pretende ser una novela y no un parte de guerra, es que no sólo la empolvada y su proveedor están contentos. También Marcos, el arcángel caído, lo está. «Y no era sólo el hachís, no podía serlo, había algo más, algo distinto, diferente a todo lo que yo había probado antes. Hasta que llegué a casa. Y me encontré a mis padres viendo la televisión». Por apasionante que resulte llegar a casa y encontrar a los padres -esos padres de los que uno jamás hubiese esperado tal cosa- viendo la televisión, el lector de novelas, curioso por definición, habría preferido que le dijese qué era ese «algo más, distinto, diferente, etc.». Escribir algo como lo subrayado es antinovelístico. No dice nada, no representa nada, no sitúa una realidad delante del lector. Se verá que el libro está lleno de frases así, fruto de una auténtica impotencia expresiva. Ella le larga a los televidentes, sin tener en cuenta su desliz, lo que nos dice -y ¡cómo no! con terminología acreditada-: «la bola que traía preparada». Pág. 67.- Harta sin duda de tener padres de derechas en novelas anteriores, dice para variar: «mis padres eran de izquierdas». Aquí tengo que remitir al lector a esas «novelas anteriores» en que la gran novelista, para caracterizar a una progresista -la abuela de Malena, por ejemplo- echa mano de un manual del perfecto izquierdoso y enumera: «era partidaria de la reforma agraria, de la amortización de los bienes de la iglesia, de la nacionalización de la banca, de la enseñanza pública», etc. Ahora, por lo que se ve, el manual es otro; por lo tanto, otras las cualidades exigidas, que ellos poseen: «…entre sus amigos había parejas de homosexuales, heterosexuales que nunca se habían casado y ya se habían separado varias veces, bígamos, hinchas del Leganés y hasta una madre soltera… Pero con lo mío no podrían. Lo mío había sido demasiado». Antes, ya nos había prevenido: «me pregunté qué cara habría puesto cualquiera de ellos si me hubiera visto desnuda, borracha, drogada y sobre todo desnuda, entre dos hombres desnudos, en una cama pequeña y tan contenta». (Las camas pequeñas y contentas son más apropiadas para todo que las camas grandes y tristes). Ciertamente, no se le habría podido reprochar una reacción de disgusto: podían ser muy de izquierdas y no tener nada contra los pijamas. Y sigue sin comunicar nada al lector (pág. 67) con expresiones tales como: «Lo mío había sido demasiado…», «Ha sido una monstruosidad…», «Era muy extraño…», «…qué horror, qué pasada…» Id.- «Marcos y Jaime no se habían tocado, ni siquiera se habían rozado, nunca lo harían (y ella ¿cómo lo sabe?), pero los dos se habían volcado sobre mí a la vez después de que nuestro anfitrión resolviera con brillantez nuestros problemas…» Resulta que el anfitrión es Jaime. Yo creí que lo era el portafolios vaginal de ella. Pág. 68.- Insiste en el encomio de la conducta de Jaime: «había estado brillante» -¿cómo?-. Y, como otras veces, aprovecha la escena para autopiropearse. Cuenta que uno le dice: «tienes unas tetas muy bonitas», y el otro le corrige: «no sólo las tetas, todo lo tiene bonito». Es penoso. Yo, que hice uno de los cursillos de doctorado en Montpellier sobre Christiane Rochefort, y después escribí una novela erótica, Soror, en torno a un caso de incesto, no había visto nunca impresa la palabra «tetas»; es decir, sólo en las lecherías de pueblo. Las dos y pico páginas siguientes, ocupadas por una conversación sobre lo que están haciendo y un paupérrimo conato de explicación por parte de la autora, que las lea quien no tenga nada contra las horas extra. Encontrará expresiones como «¿Qué pasa, tío?», «…me convenía probar con tías distintas», «Estamos de puta madre», «Piensa un poco, tío», «…se te empezará a poner tiesa», «parecía que yo no pintaba nada»… ¡Qué pobreza! A lo mejor, la proliferación de «tíos» y «tías» es a lo que se refieren quienes dicen -críticos, editores, periodistas- que esta novela recrea el Madrid de los 80, pues otra cosa que los recuerde he encontrado hasta ahora. Si yo no hubiese leído manifestaciones de la autora aceptando esa interpretación, pensaría que ni siquiera lo había intentado. Señalar la fecha de la acción, sí; pero sin evocar un tiempo ni un ambiente. Si ella misma dice que sí, hay que anotarle un fracaso más. Pág. 70.- «Por eso me gusta tener amigos guapos, para aprovechar sus sobras». -Eres un gilipollas, Jaime». Nadie se extrañe de la altura que adquiere la conversación. La autora ya advirtió que se trata de dos tipos inteligentísimos, cultísimos: dos genios de la pintura. Pero nos vamos a enterar en seguida de otra virtud más excelsa: Dice Jaime, el encamado esperto: -«…lo que me ha tocado en el reparto es una polla acojonante». No tarda Almudena en certificarlo: «Luego se aferró a mis pechos, con las dos manos, se pegó completamente a mi cuerpo, y mientras me lamía el lado izquierdo del cuello, la nuca, el hombro, empecé a sentir su polla acojonante, porque era acojonante de verdad, con tanta precisión como si pudiera verla». Y estamos en las mismas: como esta mujer no está posesión de un lenguaje novelístico y ni siquiera pone una nota a pie de página diciendo qué es para ella lo acojonante, pues nos quedamos sin un dato importante: el de la forma y contenido de la polla jaimiana, en torno a la que suponemos va a girar toda esta parte del libro. Esto se comenta por sí solo, aunque no, por lo visto, para Pozuelo Yvancos, García Posada, Basanta, Jordi Gracia y compañía. Me considero especialista en el tema. Pocas veces se ha visto maltratado el sexo de este modo, o como se maltrata en Las edades de Lulú, en la literatura pornográfica. ¡Ni en las novelas verdes! Nunca, jamás, por supuesto, en la erótica (Almudena ignora los que es el erotismo). En mi opinión de experto, el costumbrismo sexual casposo de Grandes deriva de las fantasías sexuales de una persona reprimida o con algún defecto físico o psíquico que le impide un desarrollo normal de sus pulsiones, más bien lo primero. (El sexo propiamente humano es algo infinitamente más bello. Al parecer, Grandes no lo puede entender e insiste en los aspectos animalescos, sucios y caricaturescos): Pág. 71.- Nada de lo dicho en la primera parte sirve de base a la evolución hacia la animalidad de unos personajes mediocres. Nada se nos dice, en ésta, de la psicología del impotente. La autora despacha su problema, como antes, con un simple «debía de estar pasándolo muy mal»… Id.- Queriendo epatar, como Gala, a sus lectores burgueses, continúa ahondando en la vulgaridad más tonta: «A Marcos le gustaba mirarnos y masturbarse mientras lo hacía, y no le importó que yo le mirara, que estudiara su polla (subrayo yo), que no era gran cosa«. Sin duda las ha visto mayores, aunque recuérdese que se ha declarado poco experimentada. Id.- «…no podía ser, era imposible, pero [Marcos] acercó su cabeza a la mía y me besó en la boca, y yo besé, besé una boca distinta de la boca del hombre que me poseía y a él no le importó…» Increíble. ¿Será esto una prueba del talento novelístico que Basanta atribuye a la autora? Id.- Y el otro, el de la polla acojonante, empieza «a bufar, a resoplar» -¿Cómo? ¿Cómo va a ser?- «como un toro furioso», y grita, sin los preceptivos signos de admiración: «la hostia, la hostia»… (Nota al margen: ¿Cómo puede alguien, que se dice escritora, hablar de «el factor sorpresa» y de «una polla acojonante»? Es lo contrario al lenguaje literario y a la expresión novelística, que nunca acude a los valores entendidos ni a las frases convencionales, pues ha de tender a representar una realidad, con bulto y consistencia, delante del lector.) Pág. 72.- «Jaime empezó a contar burradas, la clase de historias disparatadas que le gustaban», etc. Seguramente, lo que para mí son burradas -sus novelas, por ejemplo-, para Almudena no lo son. Por otra parte, ¿cuáles eran las historias que le gustaban a Jaime? O sea, que nos quedamos sin saber que contó Jaime ni qué calificativo merece. Id.- Sigue el lenguaje literario de alto voltaje: «Jaime salió pitando de la facultad». Id.- «Se me escapó una risita tonta». (V. esta página y la 73). Pág. 73.- Tras unas cuantas sandeces más, crecen en intensidad los tintes dramáticos del relato: «Piensa en Marcos, Jose … No lo hagas por mí… Pero él te necesita… Nunca se le ha puesto dura…» ¿No parece Shakespeare? Págs. 73-75.- Tan falsa y ridícula como era la primera parte respecto al arte, lo es ésta con respecto al sexo. Y es que, insisto, consiste en una sucesión de vulgaridades y convencionalismos. Tanto la autora como sus panegiristas disfrazados de críticos ignoran que un novelista de verdad es alguien que ve más, siente más, palpa más que el común de los mortales y que cuenta lo que ve de manera diferente a como lo haría quien no lo sea. Las jactancias de la protagonista sobre que gusta a los dos, satisface a los dos, etc. resultan patéticas en una escritora talluda que se encarna en sus personajes porque no sabe crearlos diferentes. (Más de un tercio de la novela, y seguimos sin ver el Madrid de los 80, ni una facultad de Bellas Artes, ni un estudio de pintor ni nada de lo que nos ha anunciado la publicidad y han visto los sagaces comentaristas). Pág. 75.- Se complica el misterio trinitario -los dos «seguían siendo dos personas y habían empezado a ser una sola persona al mismo tiempo, un amante memorable, el más impotente y el más feroz», etc.- por lo que es de agradecer que nos informe de que «estaba hecha un lío». Muy pronto, del Aquinate pasa a Descartes, e introduce la duda metódica: «no sabía si arrepentirme o tirarme sin paracaídas […], no era capaz de aclararme». Algo de lo que responsabiliza a ellos (pág. 76): «me habéis metido una bola». (Recuérdese que Jaime le metió otra cosa). Pág. 76.- Ella quiere saber si aquello mismo lo han hecho con otras que ella conozca. Id.»-[…] ¿Con quién íbamos a hacerlo? Si son todas unas petardas…» (Esta segunda frase tendría que haber sido incluida en la interrogación.) […] «¿Cecilia? Sí, está bien, está tan buena como tú, pero no tiene ni un cuarto de polvo […] Tú eres la única que está a nuestra altura…» ¿En qué se nota que son personas con sensibilidad de artistas, leídas y pintadas? Se expresan como niñatos barriobajeros, ya lo he dicho. Pág. 77.- Ella, como no sabe decirle al lector lo que le estaba pasando, pues recurre a las dotes novelísticas de Almudena, tan bien conocidas por Jordi Gracia, e informa de «que le estaba pasando una cosa muy rara». En vista de lo cual -y para dar ambiente estudiantil, sin duda- se van a un Burger. Pero atención a lo que sigue, exposición del gran problema existencial de nuestro tiempo: Pág. 78.- «…no debíamos esperar que Marcos lograra empalmarse, los tres sabíamos que no importaba, porque Jaime lo arreglaría todo en un periquete». ¿También el empalme? ¿Y el enchufe? «¡Un periquete!» Una persona como yo, aristotélica por formación y devoción, lo pasa muy mal con un libro como éste. Id.- «Cuando llegamos a casa de Jaime nos tiramos directamente encima de la cama, sin copas, sin canutos, sin palabras. Me desnudaron antes de que pudiera darme cuenta, y entonces comprobé que las caricias a cuatro manos mejoran mucho la calidad de las miradas de cuatro ojos […] Cuando los dos terminaron, uno conmigo, el otro por su cuenta, yo estaba muy excitada, más de lo que recordaba haber estado jamás…» Nota al margen: señores críticos: ¿anheláis, como yo, una fiesta con seis manos? Pero a lo que iba… Señores críticos esta «novela», además de carecer por completo de literariedad y adolecer de un exceso de vulgaridad, es intelectualmente roma. Pág. 79.- «Me preguntó cómo me llamaba, qué hacía solo en la playa, tan tarde, dónde vivía, en fin, lo típico». Pues ya lo saben ustedes: lo típico. Almudena y su personaje aprovechan la cercanía del mar para elevar el tono poético: «…al rato vino y me la chupó», «…intentó darme por culo», «…volvió a ponerme boca arriba y siguió chupándomela hasta que me corrí…» Forma parte esto de las confidencias de Jaime. Ha dicho la autora, finiquitada la ceremonia, que «Jaime -el que lo arregla todo en un periquete, ya saben- también tomó la iniciativa de las confidencias» [y] «sin venir a cuento, mientras liaba el primer canuto de la tarde», se puso a hablar de… lo que han leído. Pág. 80.- En sus explicaciones, creo que está más con Jung que con Adler: «…ni me dio por sentirme fatal, por disfrutar de estar fatal, por agobiarme y pensar, oh, oh, oh, qué horrible…» Media página diciendo vaciedades sobre la homosexualidad masculina, para después entrar en la problemática del lesbianismo, que resuelve así: «Yo tengo una hermana lesbiana y es feliz». Incontestable. Y es que, como dice Pozuelo Yvancos, la novela «está muy trabajada» y, en ella, Almudena Grandes, a «su proverbial talento para contar historias», «añade aquí la sutileza (recordemos algunas expresiones especialmente sutiles: polla acojonante, me la chupó, quiso darme por culo, no se empalma, tienes muy buenas tetas, etc.), la capacidad para ir pautando una evolución psicológica de unos personajes completamente creíbles». (España tenía veinte años, «Blanco y Negro Cultural», 7-2-2004). En cualquier época de la historia, Castillos de cartón hubiese sido una novela pésima, producto de una técnica y un pensamiento enclenques; pero, esto aparte, ¿cree Jordi Gracia que decir que, como las demás de la autora, es del siglo XIX representa un elogio? Una obra de arte (esta no lo es, pero él cree que sí), por principio, tiene que ser de su época, no por el tema, sino por su forma y su subyacente concepción del mundo. Pág. 82.- La pintora (deberíamos considerarla otra cosa, porque, hasta ahora, no ha pintado nada, no se le ha visto un solo detalle de artista, y sí muchos de materialista en los planos del hedonismo más pedestre, tanto en la comida, como en el dopage y el sexo), la pintora, digo, comprende que Jaime tenga que «cambiar de conversación» […] «para quitarse de encima el fardo de una culpa que no debería asumir, el pecado de tener una polla acojonante». ¿No es para matarla? Ahora dedica más espacio a hablar del espionaje, que ha dedicado en medio libro a la pintura o el Madrid de los 80. Pág. 83.- «Salió pitando en el 56…». Frase hecha aparte, el lector se queda sin saber si se trata de un año o de un autobús. Id.- «Se enamoró de él perdidamente…» Lenguaje antinovelístico. Es como no decir nada. Id.- Continúa con el lenguaje de alto voltaje estético: «…cuando ella se cansó de que le pusiera los cuernos un día sí y otro también, se separaron». Id.- «…los dos tiraron de mí a la vez, en un movimiento perfectamente sincronizado, hasta que los tres nos tumbamos en la cama al mismo tiempo. Estábamos bastante colocados y Jaime empezó a pegarse a mí, a acariciarme, a besarme, aquél era el disparo de salida…» Dejando aparte que detrás de «besarme» debería ir punto o, como mínimo, punto y coma, queremos llamar la atención sobre el impecable lenguaje de Grandes, que no ha pasado inadvertido para nuestros mejores críticos: «el factor sorpresa» allende, «el disparo de salida» aquende. Si el lenguaje de Almu fuese sólo un poco más pobre, no lo encontraríamos en un libro, sino en un albergue para mendigos del Ayuntamiento. (Lo de «movimiento perfectamente sincronizado» sugiere un ensayo previo y la pregunta: ¿cuándo pintan, cuando estudian, cuándo dicen algo inteligente?. Y ahora, nuevas fantasías sexuales de una madura, que se conoce que ha intercambiado información con Maruja Torres, quien, como es sabido, fue cantinera del ejército del Empecinado. Pág. 84.- Casi medio libro para darse cuenta de algo de lo que yo me di antes de la página 10: «que va a meter la pata». Pág. 85.- En medio de la discreta orgía, la terrible confesión de ella: «Yo no me corro». Lógicamente, los arcángeles se quedan plastificados en el movimiento en que los ha sorprendido la tremenda revelación. (¡Anda que si hubiese dicho «soy daltónica»!). La reacción de Jaime, que creía estar sacando petróleo con sus perforaciones, es la siguiente: «-¡Joder! Se tapa la cara con las manos. -¡Joder, joder, joder! -¡Pues sí que estamos bien! -¿Pero qué he hecho yo para que me pase esto, joder?» A la vista de estos ricos parlamentos, no es de extrañar que Pozuelo Yvancos anime a la gran escritora, en su loa, a que se dedique también a la dramaturgia. Pero la tensa situación le da para más a la novelista. Marco se queda perplejo y objeta (¡atención, lectores!): «-Pero… Tú… Si tú chillas y todo». Respuesta de ella: «-Porque lo he visto en las películas.» Este pasaje hubiera ocupado un lugar de honor en la Historia universal de la tontería. Una persona normal hubiera cerrado el libro en este punto. Pero yo no soy normal: yo pertenezco a un grupo de ingenuos que lucha contra molinos que luego resultan ser camiones de basura; que lucha por hacer ver la gran estafa que representa llevar al éxito las novelas de Almudena Grandes, Muñoz Molina, Rosa Montero, Javier Marías, Maruja Torres, Rosa Regás, Lucía Etxeberría, Juan José Millás, etcétera; que denuncia a la industria cultural por haber hecho del libro una mercancía; que defiende la novela grande, como la que se hacía en el siglo XX, antes de que arramplara con ella el mercantilismo… Decido continuar: quiero ser mártir. Quedan dos páginas de esta segunda parte y, en ellas, Almudena Grandes me brinda varias frases rotundas para ponerle colofón: «-Pues de puta madre, pero de puta madre, o sea…» [Los tres se echan a reír. Jaime, en medio de la habitación], «con una de esas erecciones brutales de las suyas». (Sobra «de las»). [Jaime, arreglando las cosas «en un periquete»:] «-Lo que vamos a hacer es echar un polvo». «Dos semanas después, empecé a tomar la píldora». «Cuando se acabó el curso, aquélla era ya la primera y la única historia seria, intensa, verdadera, que yo había tenido en mi vida». Cada uno tiene su escala de valores y su concepto de la seriedad.

Tercera parte: El amor

La obsesión de Almudena Grandes por la comida y el sexo es realmente única y debería resultar preocupante para sus allegados. A la vista de su hedonismo de baja definición -ni el mar, ni el aire de la alta montaña, ni el perfume de las flores, ni una puesta de sol, ni un huerto plantado del monte en la ladera, ni el néctar, ni la ambrosía, ni el ámbar, ni la poesía, ni las buenas lecturas entran en la lista de sus apetencias-, a propósito de su hedonismo pedestre, iba a decir, se podría hablar, no ya de concupiscencia de la carne, sino de carne concupiscente y tragona. Digo esto a propósito de que la tercera parte, en cuya primera página ya encontramos una frase hecha y otra carente de significado -respectivamente, «nunca entendieron lo que se les venía encima» y «cuando eran medio hippies». ¿Qué significa ser medio hippy o hippy del todo?-, promete tratar sobre el amor y temo que Almudena Grandes lo ignore todo sobre el tema. Pág. 93.- «Follábamos mucho, todos los días, siempre después de comer (tras ingerir las sales de fruta, presumo), a veces también por la noche, antes de separarnos. Follábamos los tres juntos, a nuestra propia manera…» ¡Qué personajes más huecos! ¡Qué autora más vacía! Por otro lado, he de decir que esos verbos tan explícitos, esos sustantivos tan burdos para designar los órganos sexuales, que hasta me molesta escribir aquí, a pesar de las comillas que los hacen suyos, no los he visto nunca en una página de Frank Harris, Miller, Durrell, Reage, Sade, Allan Watts, Eliade, Bataille, Arsan, Miomandre, Bodineau, Lawrence, Pirandello, D’Annnunzio, Pierre de Mandiargues… ¿Quién se imagina a uno de estos auténticos artistas escribiendo algo así como «me folló con su polla acojonante» o «follé como una descosida»? Toda crítica, como he dicho, debe ser comparada. Por comparación, Grandes es poca cosa, e ignora qué es el erotismo, pese a lo cual, aquí le dieron un premio de novela erótica, por una que era de costumbrismo sexual y grandemente casposo. Ignora también que en novela, como en cualquier arte, lo sugerido es superior estéticamente a lo explicitado. Págs. 93-95.- Véase en estas páginas por qué y de qué se ríe el terceto de seres excepcionales. Y cómo, con la complacencia de la autora, el personaje femenino se degrada hasta la situación de mujer-objeto-sexual en manos de los dos machos que, espiritual e intelectualmente, no valen mucho más que ella. No valen nada. Págs. 95-96.- Entre expresiones convencionales que acentúan el obsoleto costumbrismo del relato -«A mí me pareció una idea estupenda», «Desde que me había liado con ellos», «Tomar copas de gorra» -, encuentra un hueco para filosofar: «El sexo es el sexo y el arte es el arte». ¿Quién lo hubiera dicho? Pág. 97.- Todo lo que se le ocurre a la autora, para resumir la inexistente evolución psicológica y sentimental del terceto, son frases tópicas como: «Yo era muy feliz entonces, creo que los tres éramos muy felices». Y una enumeración de factores -sexo, arte, deseo, complicidad, dependencia, necesidad, humor y otros más que ella… eso, enumera, pero no novela. Por tanto, no crean la realidad ficticia que es una obra novelística. Pág. 98.- «Después, cuando no me quedó más remedio que convertirme en una mujer como la demás…» Pues ¿qué era antes? ¿La mujer barbuda? ¿La cantante calva? ¿De verdad cree la autora que ha dibujado a una mujer excepcional? El lector, desde luego, no ha visto que lo sea. Ni siquiera parece que emplee mucho la razón. Pág. 99.- Insiste en su excepcional concepción del mundo y de la vida: «Yo era muy feliz entonces, los tres éramos muy felices, y la vida una cama grande…» (¡Qué obsesión!) En ese ámbito, se pasan «la vida hablando de nosotros mismos, analizando los problemas de Marcos y los míos (problemas de corrimientos y empalmes, tercio yo, no plásticos ni estéticos), comentando nuestros progresos» […] cuando Jaime (esta vez, supongo, en algo más que un periquete), «a base de pensar y pensar después de hacerme encuestas minuciosas, exhaustivas, larguísimas, sobre mis gustos y mis hábitos, lo que me gustaba y lo que no, dio por fin con el procedimiento adecuado». ¡Y no dice cuál fue! Esto constituye una estafa literaria y una canallada humanitaria… ¡Con lo bien que le hubiese venido a las como ella! Sigue Afrodita encarnada: «Nunca olvidaré su cara la primera vez que me corrí…» Señores Pozuelo Yvancos, Arnáiz, García Posada, Sanz Villanueva, Basanta, Gracia, García Jambrina, Echevarría, Ayala-Dip, Conte, Berasátegui, Rodríguez Lafuente, Palomo, Masoliver, Rodríguez Rivero, García Montero… Si esto no es infraliteratura, digan, por favor, qué lo es para ustedes. Y a la autora: no dice usted cómo supieron que aquello era un auténtico corrimiento y no un fingimiento, a imitación de las películas. Tendría que haberlo dicho y no dejarnos sumidos en lña zozobra de las duda. Pág. 100.- Comentarios al trascendental acontecimiento: «-¿Qué, está rico? -Sí, muy rico». Como si quienes hablasen fuesen un soldado con permiso y la asistenta de Almudena Grandes. Id.- Hasta dónde llegan la arbitrariedad y la inconsecuencia que, en la misma página en que escribe «Nos pasábamos la vida hablando de nosotros mismos, pero nunca comentábamos la extravagancia de nuestra relación», dice que Cecilia, una compañera, ha sorprendido una conversación de Marcos y Jaime sobre la extravagante relación. Y, a continuación, unas consideraciones sobre si estos dos son o no «maricones», que sonrojarían a un camaleón chino. Pág. 101.- «Acaba de meter la pata». Id.- Todos los del curso, menos ellos, «son unos pijos». Id.- «…hace el tonto». ¡Si no se hubiese aprestado a hacer literatura para entusiasmar a los expertos antes nombrados! Id. (última línea).- «Luego les conté la verdad». Les contó por qué había hecho lo que había hecho, pero antes no había habido ninguna mentira. Pág. 102.- A la celebrada ecuación «El sexo es el sexo y el arte es el arte», viene a sumarse una segunda: «Mi hermana es mi hermana y yo soy yo», lo que, lógicamente, nadie le discute. Ella misma da «por buena la explicación», gritando: «¡Hala!» Y, por supuesto, nada que indique que son alumnos de bellas artes, madrileños de los ochent ni inteligentes. Id.- Se emborrachan… «cantando, bailando, besándonos, y metiéndonos mano en la barra [del bar], en la pista, en la calle, y en el taxi que nos llevó a casa de Jaime…». Esto, en mi opinión, más que una orgía, es una orgídal y tiene un digno colofón: Pág. 103.- «Luego nos quedamos fritos». Pág. 104.- «…Marcos pone la pasta, yo pongo el coche, ¿y tú? -Yo pongo la polla, no te jode…» (Supongo que ella no se había olvidado de que sí). Págs. 105-106.- Y, a continuación, la novela verde se convierte en vodevil: uno de los dos tiene que ir el sábado a cenar con los papás de ella y pasar por su novio, porque «ni siquiera una historia como la nuestra estaba a salvo de las tradiciones más indeseables. (O sea que ser serio como persona en general y como amante en particular es pertenecer a una tradición indeseable. Sigue:) Habría preferido mantener incólume mi imagen de chica especial, capaz de vivir y de crecer alimentándose sólo de sexo y arte (hasta ahora, mitad de la novela, sólo sexo y un tanto vulgar y animalesco), pero no me quedaba más remedio, conviene que conozcan a mi novio…». Otra inconsecuencia: ¿es o no es rebelde y especial? Y sus padres ¿son o no son tolerantes? Pág. 106.- Suma y sigue: «No me ven el pelo…», «Le da corte ir…», «parecía un embolado», «es puro teatro». Id.- Pero no hay que preocuparse, «mis padres son muy progres». Y, a continuación, lo que medio esboza es el retrato de un par de catetos muy cotillas. En la preparación del que, sin éxito, quiere presentar como cómico encuentro, al que el otro arcángel acude como el amigo íntimo (los padres, por lo visto, además de progres, eran tontos), se demora más que en la descripción del Madrid de los 80, que ni siquiera ha tenido lugar… Ni falta que hace, pero eso es lo que prometen el editor y «verifican» los críticos. Al final, digo, van los dos. Un trance sin duda graciosísimo para nuestros amigos panegiristas. Un trance en el que el genio se luce, dibujando para la presunta suegra (inducida por la muchacha única y especial): «Pídele a Jaime que dibuje… ¡Es increíble!») una madona a lo Rafael, mientras Marco, el impotente, con una excusa banal (ir a hacer pipí), se la lleva a ella a una habitación, con intención de pasarla por las armas. Y allí, la revelación: Pág. 110.- «¡Estás empalmado! ¡Estás empalmado!,» chilla ella ante el neotarugo marquiano, como si se le hubiese aparecido la Virgen de Fátima. El novicio terciario del sexo la despacha -precisa Almudena- en dos minutos. Y le propone una traición. Id.- «Y a Jaime (sigue elevándose el tono de los parlamentos) que le den por culo». Salto a la página 115, donde la autora dice con tono trágico que se separan, como si fuera por designio de los hados adversos, cuando nada les obliga a ello. Lo importante, sin embargo, es la despedida, en la que, en contradicción con todo lo que la autora dice del perfecto trío, se advierten mutuamente, como siempre, de la manera menos elaborada y literaria posible: «-No nos pongas los cuernos. -No me los pongáis vosotros a mí.» Pág. 115.- Más tópicos: «Aquel verano se me hizo insoportable, largo como una cadena perpetua de días que no se terminaban nunca». El comportamiento de los tres, para ser el de unos seres excepcionales, es demasiado anodino, previsible, vulgar. El más decidido de los dos le suministra un parte periódicamente: Pág. 116.- «Estamos todo el rato hablando de ti, te echamos mucho de menos, y procuramos no mirar siquiera a las tías con las que nos cruzamos por la calle, pero es difícil, porque te advierto que la polla de Marcos ha terminado de resucitar…». Resulta incongruente con la pregonada rebeldía del interesado, con la mentalidad de una persona inteligente y culta, de un artista. Esa es la manera de expresarse de un niñato. Una de las veces que llama, él le pide que vaya a reunirse con ellos y ella lo hace en seguida, con lo cual el «insoportable verano» se reduce a nada y la tragedia de la separación, a menos. A la autora le importa poco la lógica del relato, la psicología de los personajes, la composición, el sustrato conceptual. Lo importanmte es «fabricarse» ocasiones para polladas y follendas. Y de pronto, sin que nada de lo hasta ahora narrado lo justifique: «Si ha habido alguna vez una mujer enamorada, esa era yo». Alguien le tendría que recomendar a Grandes que leyera Cumbres borrascosas, La dama de las camelias, Fedra, Romeo y Julieta, Canción de primavera, Sparkenbrouke, Il Piacere, Soror… Demasiado simplismo el que exhibe. Id.- Y allá va, con su «Ford Fiesta, que se ahogaba en todas las cuestas, y un corazón tan grande que no me cabía en el pecho«. Subrayo yo para señalar que nos encontramos ante un estilo y una penetración psicológica, como dicen los críticos, incomparables.

El segundo capítulo de esta tercera parte comienza con otra afirmación igualmente gratuita: «Era demasiado amor». Añade que para los dos igual de intenso, lo cual, si no se explica, resulta tan increíble como vacío de sentido. Pág. 117.- Las costumbres, sin embargo, no parecen haber cambiado entre ellos: «…nos acostábamos a las tantas…, tomábamos el sol…, fumábamos canutos…, follábamos más que nunca». (Aquí me pregunto: ¿cuándo comían, cuando se lavaban, cuando rezaban el rosario?) Pág. 118.- «-Nada, chaval -Jaime le dio una de sus tradicionales palmadas en la espalda.». Tradicionales dice, sí. Id.- «Estás hecho un campeón». Marcos merece el elogio, porque al fin «había conseguido que su polla le obedeciera». ¿Quién advierte alguna diferencia entre esta tercera parte y la segunda, para que aquella se llame «El amor» y la otra «El sexo»? Se comportan de la misma manera ¿Dónde está el anunciado amor? No basta con nombrarlo. Pág. 120.- «Jaime me había visto aquella misma noche, montada encima de Marco, cabalgándole muy despacio». Id.- «… había sido un polvo largo y sereno». ¡Por fin emerge el clasicismo que Almudena lleva dentro! Como el uno actúa y el otro mira, podría continuar, homenajeando a Gutierre de Cetina:

Polvo largo, sereno,

si de un dulce mirar sois alabado…

Pág. 121.- «…dormía de lado, a mi lado». Págs. 121-122.- «¡Era demasiado amor!» Y hay que creérselo, porque ella lo dice, porque la acción no comunica que así sea. El diálogo crece en intensidad, con parlamentos como los siguientes: Págs. 122-123: «-Hace mucho calor. -Sí, hace un calor espantoso. -¿Yo? -¡Anda que no! -¡El que roncas eres tú, tío! -Pero no es verdad.» Pág. 124.- «El tostador de la hermana de Jaime era lento, y Marcos tan hermoso como un arcángel desarmado». No especifica si es que no porta la espada flamígera o si está con la pilila lacia. Pág. 125.- «¡Qué bocazas eres, tío!» Id.- «Estaba un poco inquieto con lo de su polla». Sólo por una frase como ésta, se debería excluir a una persona del mundo de las letras. Y de la inteligencia. Id.- «… Total, que yo te fui prácticamente fiel, pero aquí, el tigre de Bellas Artes, no veas…». Id.- «No es verdad. Tú follaste lo mismo que yo. -Pero con menos ganas». Págs. 125-127.- Tras un hueco diálogo sobre quién es más fiel y quién piensa más de prisa, la novelista salta de golpe al tema del amor: Pág. 127.- «…estaba enamorada de Jaime y lo sabía, y sabía también que no podía ser, que sin Marcos nunca sería». ¿Por qué? Está obligada a decirlo. Sería lo más importante de la novela, si esto fuera una novela. (Y ¿qué querrá decir con esa expresión de «y lo sabía», que la autora emplea una docena de veces en el relato?) La rudeza, la simpleza con que Grandes elude todos los problemas de trama, argumento, concepto y expresión debería llevar a Jordi Gracia, Pozuelo, Masoliver, Echevarría, Ayala, Goñi, Basanta, Conte, Posada, etc. a cuestionarse sus afirmaciones. Y no con respecto a esta novela únicamente: todas las de Almudena Grandes adolecen de las mismas carencias. Id.- «Intrincada red», «como tres moscas en una telaraña», «cordilleras de dificultad», «Madrid ya no era el mismo»… Pág. 128.- «…tampoco pintaba». ¿Y cuándo ha pintado ninguno de los tres? Id.- «Marcos se quedó descolgado.» Pág. 129.- «…se pateaba los museos». Id.- «…no hacía ninguna de esas tonterías que hacen los pintores que están en crisis». ¿Es que todos las hacen? ¿Es que todos hacen las mismas? Id.- «…empezó a tener manías raras…». ¿Por ejemplo? Tiene que decirlo. ¿Qué es una manía rara? ¿Rara para quién? Pág. 129-130.- Para que el lector comprenda «la metamorfosis» del neoempalmado, que ella cifra en el asombro, lo explica muy bien: es el mismo «asombro de un vaso que siempre ha estado boca abajo cuando se encuentra de repente boca arriba en una mesa». Yo, que procedo de una familia de vasos asombrados, lo entendí en seguida. Pág. 130.- Lo que tendría que explicarse, lo que tendría que novelarse -la evolución psicológica de los personajes- lo despacha con una frase hueca de sentido: «las cosas estaban cambiando». Tendría que «verlo» el lector para admitir que están cambiando. Pág. 131.- Conflicto porque uno se quiere acostar con ella y el otro dice que tiene que ser con los dos. ¡Esto sería, repito, lo más importante del relato, según lo que se insinúa en la sobrecubierta del libro! La evolución desde la simple atracción sexual -que tampoco se ha «visto»- hacia el amor, hacia una nueva visión de la vida y del mundo; este debería haber sido el meollo de la historia y no tantos polvos, tanta polla, tanto tío, tantas hostias, te jode, empalmes, corrimientos, por culo, etc. etc. Id.- «Vámonos a la cama». En frases así se expresa toda la filosofía de la vida de los tres personajes excepcionales y artistas. ¡Qué vacío! Ni en el caso de que la narración -no es una novela- se acercara algo al pretendido reflejo del Madrid de una época -más pretenciosamente dicho: a un momento histórico-, al presentarse a través de una situación que podría ser extravagante, pero se queda, por causa de la falta de justificación psicológica y cultural, en simplemente caprichosa; ni en ese caso, digo, tendría ningún valor testimonial. Que Pozuelo Yvancos, puesto a buscar motivos de elogio, hable de «sexualidad antisistema» resulta tan grotesco como el libro todo. Pág. 132.- El que se tenía que ir se larga cabreado, y en la casa entra «un frío súbito, desconocido hasta entonces». Estas solemnidades, lejos de compensar la vulgaridad del tono general del libro, lo acentúan. Id.- La muchacha excepcional, que en seguida empezará a hablar, una vez más, por los tres, da con la explicación de no se sabe muy bien qué: «Estábamos perdiendo la inocencia». Parece un chiste. Id.- «No sabíamos orientarnos [pero, eso sí], nos queríamos más que antes, más que nunca, pero no nos servía de nada». Todo así de gratuito. Id.- «…la vida, mi vida, era muy rara». Y ¿en qué se nota? En novela, ya lo he dicho y repetido, no basta con decir que la vida era rara. Hay que hacer vivir al personaje de manera que el lector advierta las rarezas de su vida. La que medio hemos vislumbrado hasta aquí es bastante superficial y anodina. Págs. 132-133.- «…me pasan cosas que no podían ser, que eran imposibles…». ¿A qué cosas se refiere? Al lector se le debería suministrar conocimiento de ellas. Por otra parte, si «le pasan» es porque no eran imposibles. Pienso con toda seriedad que Almudena Grandes ha escrito este libro sólo para poner por escrito sus fantasías de madura no debidamente atendida. Pág. 133.- Cuando el cabreado vuelve, se encuentra con que el otro se ha encerrado en el estudio, cabreado también. Y, de acuerdo con la tensión del ambiente y la rareza de la situación, filosofa: «¡Que se joda!» Id.- «Marcos era el menos culpable de los tres». Culpable ¿de qué? Sigue: «pero nosotros tampoco teníamos la culpa». ¿Entonces? ¿Cómo puede ser el otro menos culpable que los nada culpables? Id.- «…follando a su lado como si no estuviera». Apuesto a que no hay libro en el mundo en el que aparezca más veces el verbo «follar» y el sustantivo «polla», palabras que, supongo, figuran en el escudo de armas de la familia Grandes. Pág. 133-134.- «…nunca seríamos capaces de dejarle tirado». Otra vez hablando por el otro. Id.- A veces, después de una simpleza, se rehace y larga una «solemnidad» aún más ridícula: «…porque Marcos era el más débil de los tres (no se ha visto que así sea), y ninguna venganza es más temible que la ruina de los débiles». Supongo que quería decir «que la que brota de la ruina de los débiles». Y ni aún así se entiende bien lo que quiere decir. Pág. 134.- Todo sigue sin explicarse. Cuando debería aclarar algo de su evolución interior -no digamos ya de la de los otros-, la narradora dice simplemente (subrayo yo) que «ardía, lloraba y reía sin saber la razón«. Id.- Tampoco el dotado da mayores explicaciones de lo que piensa o siente: «¿Y si Marcos vuelve? -No va a volver… -¿Cómo lo sabes? -Lo sé». Id.- Y, de pronto, [a mediodía] «volvimos a estar los tres juntos en la misma cama, fumando, y bebiendo, y riéndonos como al principio». Al principio ¿de qué? ¿De ese encuentro? ¿De la «aventura»? No es lenguaje novelístico. Id.- «…estuvo haciéndose el digno…». Si así cuenta una novelista que domina el arte de contar, según un profesor de Literatura, ¿cómo lo hará un bombero? Pág. 135.- Cuando ya se está acabando esta tercera parte titulada El amor, dice que «la vida volvía a ser buena, volvía a ser fácil, una cama grande, un balcón soleado, el olor del aguarrás y de tres cuerpos sudorosos, el humo del hachís, el ruido de los besos, de la risa». La mención del aguarrás constituye la única «alusión» a la pintura en toda la tercera parte. Por lo demás, la concepción de la vida de la artista, no puede ser más vulgar y materialista. Id.- Más explicaciones que nada explican. Reparte los enamoramientos entre los tres… Por las buenas. Porque el lector no «ve» nada. Dice que ocurren caídas desde «la cuerda floja donde ensayábamos piruetas», pero no cual es la causa, o son las causas. Ni a qué piruetas se refiere. Pág. 136.- «La Navidad fue espantosa (recuérdese que el verano fue «espantoso», ¡cuánta penuria expresiva!), pero luego resulta que no. Porque Jaime se va (aunque llama todos los días, por temor a «que Marco quisiera sacar ventaja de su ausencia», como cualquier provinciano celoso), pero ella no lo pasa mal con el que se queda. Aunque, en un primer momento, «su polla le amenazó con ponerse tonta» (¡Sublime!), deseaba tanto follarla a solas, «que controló el motín de su polla con una autoridad inédita» (¡!), comportándose «como un amante ejemplar». Literatura grande, señores críticos. ¿No les recuerda al Hesse más oriental? Léase lo que sigue. Se sitúa, no ya por debajo de esa «mínima calidad» que, dice Almudena Grandes, según «El Cultural» del 23 de octubre de 2003, no alcanza la novela española actual, y de la dignidad, sino hasta por debajo, como ha escrito Miguel Baquero (La situación actual de la novela española -encuesta-, «La Fiera Literaria«, nº 151, abril de 2004), por debajo, digo, «del nivel de cordura y raciocinio que se le supone a una persona adulta». Pág. 138.- «…terminaría atando cabos». Cada dos frases, una sacada del congelador. Id.- Dice que «Marcos estaba cambiando», pero el lector no lo «ve» decir o hacer algo que demuestre que así sea. Como mucho, la siguiente vaciedad: «Marcos volvió a pintar y ya no paró». Y es que «ha encontrado un filón de puta madre», que no nos dice en qué consiste. Pág. 139.- Entre otros tópicos, el otro se pica «y empieza a vaciarse sobre el lienzo». Pág. 140 y ss.- La pobreza de recursos expresivos -«dibujante extraordinario», «algo único», «como si estuviera a punto de volverse loco», «llegaba a chillar», «es la hostia», «lo sabes, hijo de puta»- conduce a la autora, tras varias páginas, a no decir nada de lo que intenta: la genialidad de Marco y su gran amor por él y por el otro. Nada. Pág. 141.- Ella ya sabe -y decirlo constituye una estafa al lector, novelísticamente hablando- que la vida de Jaime será una tortura, «arrastrándose detrás de Marco». Id.- Patética la tópica resolución, explicada en términos gacetilleros (subrayo): «A finales de junio, Marcos expuso […] en una galería pequeña, pero prestigiosa». Págs. 141-142.- Otro tópico: «…aquello era más de lo que cualquiera de nosotros se había atrevido a soñar». Pág. 142.- Después de la inauguración, Marcos no vuelve a casa. «Jaime y yo dormimos juntos, abrazados, agotados, después de follar como si el mundo se fuera a acabar al día siguiente». Lo habitual: antes de una batalla de Harmagedón, todo el mundo folla. Lo que se suele llamar un polvo apocalíptico. Día siguiente en el que Marcos, como el ángel de la resurrección, aparece sentado al borde de la cama y dice que tiene una oferta que hacerles.

Cuarta parte: La muerte

En el decálogo del novelista, figura, entre otros, este mandamiento: no pronunciar el nombre de los grandes temas en vano. Almudena Grandes lo ha hecho y por eso su nombre merece quedar excluido para siempre de la historia de la literatura. Cada vez que se presente o la presenten como escritora, cometerá -cometerán- un pecado tan grave para la cultura, como es para la Biblia el pecado contra el espíritu. Pero sigamos con el análisis de Castillos de cartón, aunque ya es imposible que dé más de sí, es decir, de no. Pág. 146.- «…no sería lógico, ni razonable, ni decoroso, que saliera de casa antes de las nueve». Sin duda esto pretende ser un detalle de ingenio, pero es una chorrada Id.- La primera frase convencional de esta parte: «sabía que iba a venirme abajo». Id.- [Jaime me dibujaba desnuda] «con esa perfección pasmosa de sus dedos de labrador». «Pasmosa» resulta aliterario en el contexto. Y poco o nada intelectual. Por lo demás, estoy seguro de que se quiere referir a la perfección del dibujo, pero resulta que a las que califica de perfectas es a las manos. Págs. 146-147.- Más ingenio: «los suicidas se matan, pero nunca mueren del todo. Sobreviven en la conciencia de quienes les sobreviven.» Aparte la tan horrenda como innecesaria repetición que he subrayado, está la vaciedad de la afirmación, pretendidamente profunda. Les pasa exactamente igual que a los que mueren en accidente de tráfico, de un infarto, por desnucamiento por causa de un resbalón o de paperas. Pág. 148.- ¿Otra gracia? «Una solemne epidemia de coronas infestando el ataúd». Dos vocablos -epidemia e infestando- pésimamente empleados. Pág.- Hace la etopeya de un personaje femenino a base «piernas largas», «ojos claros», «muy guapa», «un cuerpo estupendo»….»una mujer espectacular». A saber qué quiere decir espectacular para Almudena Grandes. Pág. 149.- El encuentro de la narradora con la exmujer del finado, búsquelo quien esté interesado por este tipo de encuentros. Aunque sí merece una mención por mi parte la noticia de algo bastante inverosímil y muy tonto: la espectacular reconoce a la doblemente idolatrada porque «le vi dibujarte de memoria un montón de veces». Pág. 150.- La alusión, con tinte dramático, de ella a «los años que habían pasado desde que los perdí» no se sostiene sobre ningún antecedente lo suficientemente sólido -pues el triángulo pretende ser el eje del relato- cuyo conocimiento la novelista haya suministrado al lector. Id.- Y entonces aparece una señora «a quien estaba segura de haber visto en alguna parte, aunque no fuera capaz de identificarla en aquel momento». ¡Pero mujer! ¡Si es la Ministra de Cultura! Hasta detalles así resultan cómicos en este cuento vietnamita, dado el carácter doméstico del mundo en que se mueven las Almudenas, las Rosas, los Antonios, Javieres, Nevenkos, Elviras, Marujas, Claras etc. Y las amistosas relaciones de las ministras de Cultura con las mafias planetarias y prisanas. No es serio tomarse a esta gente en serio, señores críticos… Pág. 153.- «Yo no había despegado los labios todavía». De andar por la cocina, sí. Págs. 153-154.- «Vete a la mierda, Marcos -Jaime tenía los ojos muy abiertos y la voz helada». De novela de quiosco. Desde luego, a Grandes se le advierten lecturas -si algunas- poco selectas. Pág. 154.- «Hemos terminado la carrera…». Al lector, esto le pilla de sorpresa. Y es que la autora no ha sabido hacer sentir el transcurrir del tiempo, porque tampoco ha sabido emplear adecuadamente ni las alusiones ni las elusiones ni las elipsis. Pág. 155.- La forma en que pretende empezar a trazar el camino de Marcos hacia el éxito evidencia una falta total de información sobre el mundo del arte, en contra de lo que cree Ángel Basanta y como ya he demostrado. Pág. 156.- Por enésima vez recurre a frases como «es algo difícil de explicar» cuando no sabe hacerlo. Y, a continuación, una versión, madrileña y de los ochenta, del mito de la caverna. Véase. Pág. 157.- La autora lo quiere presentar como una tragedia en la vida del no sabemos si todavía empalmado, pero le sale algo soberanamente ridículo. El tedium vitae descrito con palabras de oficinista no muy espabilada, hablando por el móvil con una amiga: «a mí me da todo mucha pereza». Id.- Continua plañidero el neodotado: «Despertarme por la mañana, levantarme de la cama, vestirme, desayunar, todo eso me cansa mucho […] yo no tengo ganas de nada». Simplismo y pobreza aparte, van ciento cincuenta y siete páginas y el lector no se ha apercibido de nada de eso. Y como resulta que sólo cuando ha vivido a tres bandas con ellos ha podido sacudirse un poco el hastío, según dice, pues les propone un permanente ménage à trois. Con explicaciones de una precisión in crescendo: «Yo no tengo ganas de nada, o mejor dicho, no las tenía hasta que os conocí»… […] Dice que le costaba mucho todo, que no tenía ganas de reír los chistes, pero que lo hacía para parecer normal… «Igual que tú al principio, Jose, cuando chillabas aunque no te corrieras». Sólo Maruja Torres y Elvira Lindo pueden aspirar a ser tan zafias como Almudena Grandes. Pág.158.- «Lo de mi impotencia era sólo un detalle (sic) […], esa sensación de que todo me venía demasiado grande». A la autora sí que le viene demasiado grande hacer literatura. Y no se aprecia en un detalle solo, sino en cientos de ellos. Léase esta página y las siguientes. El menos exigente comprobará que no son para ponerlas como ejemplo en un taller de Literatura. Pág. 159.- «Parecía agotado, enfermo de cansancio, hablaba muy despacio, vaciándose en cada palabra…» Pág. 160.- «…no era culpa de nadie. Era demasiado amor, y ya no sabíamos qué hacer con él, excepto apurar aquel veneno hasta los posos…» Arbitrario y caprichoso como todo. Y un tanto ridícula tanta solemnidad, que no logra hacer creíble en medio de tanta frivolidad e insensatez. Ni el lector más bien dispuesto ha podido percibir una señal de ese «demasiado amor». Id.- «…el único futuro deseable, que era también el único futuro imposible». ¿Por qué? Insisto: nunca explica nada. Pág. 161.- «Era demasiado amor, demasiado grande, y complicado, y confuso, y arriesgado, y fecundo, y doloroso». Porque ella lo dice. ¿En qué se notan, por ejemplo, la fecundidad, la complicación o lo doloroso de ese «amor»? Insisto: no basta afirmar las cosas. En novela, hay que hacerlas «ver». Id.- «…y me partió el corazón». ¿Cómo no? Id.- «su voz era tan afilada…», «silencioso desprecio…», «había apretado sus labios…». Todo al nivel del felpudo. Pág. 162.- «Seguramente me vendré abajo…», «Puedo llegar a ser un pintor importante. Es difícil de explicar…» . Para la autora, por lo que se va viendo, imposible. Pág. 163- «Ibas muy bien, pero te paraste…», etc., etc. El nivel es, ya, el de la estera del sótano. Id.- … «Y sabías que iba a ocurrir, que te ibas a parar…» Aquí son todos profetas y adivinadores del pensamiento. Id.- «Cuando todo se derrumba…». El drama que pregona en estas páginas, sin conseguirlo, es totalmente incongruente con lo que ha venido medio contando hasta ahora. De nuevo fracasa la narradora en el intento de hacer interesantes y misteriosas unas vidas que, durante ciento sesenta y tres páginas, se han mostrado como superficiales, frívolas y vulgares. «Cuando todo se derrumba» ¿qué? Véanse estas páginas. No puedo traer todas sus líneas aquí, aunque lo merecen. Págs. 163-164.- A caballo entre estas páginas, otra prueba de que la autora no tiene la menor idea de lo que es un pintor, sobre todo actual, ni el arte de la pintura. Pág. 164.- Todo el segundo párrafo ocuparía un lugar destacado en una antología del osobuco literario, especialmente en este punto: «el sexo y el arte se separaban para siempre y cuatro caballos me despezaban, tirando de mí a la vez hacia los cuatro puntos cardinales». En lo relatado hasta ahora no hay nada que justifique estos clamores a la transilvana ni los que siguen. Id.- «…porque era el hombre de mi vida (¡¡!) y lo iba a perder». Vulgaridad expresiva aparte, ¿de dónde sale todo esto? Véanse esta página y las siguientes. Por muy estrictamente que me pliegue al método de la crítica acompasada, tampoco puedo traer aquí, línea por línea, este pasaje, especialmente desdichado. Pág.166.- El genio y futuro suicida ha venido a dar lástima y convencido de que «os iba a encontrar juntos en la cama, poniéndome los cuernos, los cornudos suelen dar mucha lástima cuando lloriquean». Id.- Al cabo de tantos aspavientos, frases plenipotenciarias y fallidos intentos de profundizar en la nada, un amenazante «Ese era el plan B». Al lector sólo le queda hacer rogativas para que no exponga el plan A. Pág. 167.- Y nuevas e imperdonables trampas: para ahorrarse unas explicaciones que no sabe cómo dar, pues resultan algo más arduas que las huecas declamaciones, dice: «-No sé muy bien qué pasó después» o: «-No recuerdo bien lo que pasó aquella mañana». Para suspenso cum laude en un taller-parvulario Id.- Nuevo hallazgo expresivo: «sentí su ausencia como si me estuviera arrancando la piel». Me parece evidente que Almudena Grandes no utiliza una frase de la que no esté segura de que se ha empleado ya millones de veces en la literatura de acarreo. En la página siguiente: «se desmoronaron como una torre de naipes». Reflexión al margen: mientras haya editores que no sólo publiquen estas cosas, sino que, además, mediante procedimientos propios de los inductores al consumismo, las hagan circular en cantidades propias de la industria; mientras haya críticos que se plieguen a los dictados del marketing; mientras haya directores de suplementos y revistas culturales que atiendan más a los ingresos por publicidad que a la literatura; mientras haya periodistas que ignoren o simulen ignorar que las cosas son así, y políticos que se apunten a lo que suena, sin importarles dónde y por qué procedimientos suena, el vertedero que es hoy la novela española seguirá creciendo.

Pág. 168.- Sigue careciendo de verosimilitud, de autenticidad, todo cuanto dice de sus intentos por «conservarlos a los dos». Ni siquiera empieza por hacerse mormona. Id.- Continua haciendo literatura, en el mal sentido de la palabra: «Cogió la pistola, se la metió en el bolsillo del pantalón, y un escalofrío repentino (todos los escalofríos lo son, Almudena), como una gota de agua helada, atravesó mi espalda muy despacio». Esto es otro error: el efecto de un escalofrío nunca es lento. Por otra parte, tendría que haber precisado si atravesó la espalda en diagonal, del hombro izquierdo a la nalga derecha, por ejemplo, u horizontalmente, dejando el culo a salvo. Son detalles que el lector necesita para hacerse cargo de la situación. No se pierda de vista que, con lo del escalofrío, intenta sugerir que presintió -una vez más, profetisa ex eventu y tramposa- el suicidio. Págs. 168-169.- El lector sigue sin ver dramatizado, presentizado, el drama que la autora quisiera que advirtiese; que cuenta, pero no novela. Pág. 169.- «¿Te ha dicho que va a ser un gran pintor?» Esta pregunta no la hace nadie que esté en su juicio. ¿Se imaginan?: «¿sabes, tío? Yo voy a ser un gran pintor.» Pág. 170.- Luego de tantas arbitrariedades y grotescos intentos de elevar el tono de un relato que, desde el principio, no lo tiene de ninguna clase, Almudena se rehace y vuelve al terreno que, como diría Pozuelo Yvancos, tan bien domina: Id.-«…jódete imbécil». -«¡Qué gilipollas!» Id.- «…le ha colocado otro [cuadro] delante de mis narices a un amigo suyo». Pág. 171.- «estaba borracho como una cuba». Original comparación. Págs. 171-172.- «comprendí que estaba hecho pedazos». Pág. 172.- El capitulo segundo de esta cuarta parte termina rosa. «-Te quiero Jose… -entonces sí me besó, me abrazó, pegó su nariz a la mía, y cerró los ojos-. Te quiero». Rosa y hortera.

Y el tercero comienza trágico: Pág. 173.- «Así terminó todo» (no ha explicado las razones que la han llevado a tal situación). Continua: «Todo terminó en aquel momento, el arte, el sexo, el amor, la alegría. Mi primera muerte se tomó más tiempo: Los restos de mi antigua inocencia, de mi antigua esperanza, se irían extinguiendo poco a poco, gota a gota, durante una agonía larga…», etc. Tragedia que no impide que, cuatro líneas después, diga: «…le ayudé a hacer la maleta, comimos juntos, echamos un apresurado y casi festivo polvo de fin de carrera, y no paró de decirme que me quería». Tanta inconsecuencia (el sexo que se había terminado no tiene nada que ver, al parecer, con el festivo polvo, que, calificado humorísticamente por la incansable folladora de «polvo fin de carrera», tampoco es incompatible para quien quiere echarlo con lo que intenta presentar como una situación trágica. Id.- Concluye la página con la afirmación, por parte del bien dotado, de que ya se le ocurriría algo, porque a mí «siempre se me ocurre algo». Queda por ver. A quien podemos estar seguros de que no se le ocurrirá nada es a la autora. Pág. 174.- La correspondencia que mantienen los «enamorados» no es, ciertamente, comparable con la de los personajes de Les liaisons dangereuses, sino la de un cateto emigrado a Australia con la novia que dejó en el agro, en la que lo más ocurrente es la afirmación de que «la echaba de menos». En cuanto al otro, el lánguido de ánimo y de pescadilla, nos informa Lulú Grandes: «No habíamos vuelto a vernos desde que me pidió que no le dejara solo con la pistola de su padre en el bolsillo». Esta es la suerte de anfibología que suele evitar el buen escritor de novelas. ¿Qué quiere decir? ¿Qué le pidió que no le dejara solo el día que tenía la pistola o que no le dejara solo si tenía el arma en el bolsillo? En cualquier caso, me parece muy mal que todos los padres de estas novelas tengan pistola. ¡Qué mal ejemplo! Pág. 174-175.- La amante, apasionada, pero que no desperdicia la ocasión de echar un polvo, aunque sea apresurado, dice, sin que el lector pueda saber por qué, que «no podía querer a Jaime sin querer a Marcos, ni podía llorar a uno sin recordar al otro. Gratuito.

El tema de la mujer que tiene relaciones con dos hombres a la vez no es nuevo. No recuerdo el título -ni el autor- de la novela que dio lugar a una película protagonizada por Carole Lombard, Friedrich March y Gary Cooper; ni tampoco el de otra, también llevada al cine e interpretada por Ava Gardner, Stewart Granger y David Niven; sí, perfectamente, el de aquélla, comparada con la cual mejor se advierte la condición pedestre de la de Grandes: Les mandarins, de Simone de Beauvoir, en la cual, con la altura requerida por los personajes, El Castor analiza desde dentro -se trata de un roman a clé– sus relaciones paralelas con Jean Paul Sartre y Norman Mailer. Me pregunto qué hubiesen escrito Pozuelo, Gracia, Basanta, Ayala Dip y compañía. de este magnífico retablo de la vida intelectual francesa de la posguerra, cuyas figuras centrales fueron Albert Camus y el autor de La Nausée. Se trata de un tema que requería un pulso narrativo y una capacidad de penetración en las almas, que Grandes no posee ni poseerá jamás, y mucha menos ganas de las que evidencia tener ella de hacer un libro comercial, destinado a un público consumidor de seriales televisivos, bombardeado con una publicidad, directa y subliminal, que canta unas excelencias que no va a encontrar ni se va a dar cuenta de que no ha encontrado. Para asegurar su complicidad y para, tengo la impresión, parecer moderna y juvenil, traspasa con creces los límites del buen gusto y de la moderación. No se puede dudar de que lo deja todo de lado, empezando por los fundamentos psicológicos y argumentales, para ir directamente a la carnaza, venga o no venga a cuento. Lo grave es que, en un país de la rica tradición literaria de España, dentro de la que se produjo nada menos que el nacimiento de la novela moderna, alguien así esté pasando por novelista. Pág. 175.- Como escritora, y supongo que como persona, Grandes es muy basta. Por eso, cuando quiere hacer una pirueta intelectual o de ingenio, el tiro le suele salir lo que se dice por la chimenea de la casa de al lado. Aquí, por ejemplo, escribe que se cita con el de la pistola «a una hora tonta, inocua, las seis de la tarde». Ganas de ofender a una hora tan respetable como otra cualquiera. No es de extrañar que se haya producido una protesta por parte de la Asociación de Amigos de las Seis, conminándola a rectificar. Id.- Inocua y tonta o no, al pistolero le sirve para darle noticias del otro. Dice Malena Grandes: «comprendí en seguida que no me estaba diciendo la verdad». Si el lector busca en la novela, o en el resumen de ella que aquí hago, se dará cuenta en seguida de lo que ni siquiera creo que sea un ardid: se trata de simple e invencible impotencia. En cuanto puede, la narradora se atribuye dotes de adivinadora del porvenir y de lectora del pensamiento, pero cuando de verdad tendría que demostrar, no ya dotes paranormales, sino discernimiento, capacidad de razonar, de sacar consecuencias, de argumentar, se vale del triste recurso de escribir cosas como «no sabía lo que estaba pasando», «era lo más raro que me había sucedido nunca», «resulta inexplicable», «no sabría decir ahora», no recuerdo, etc., etc. Pág. 176.- Extrañas consecuencias: Marcos y ella encuentran dificultades para entenderse; tanto, que él habla «como si el eco de su voz le asustara de pronto». Pero se van a ver una película a la Filmoteca y se produce el milagro: «Después de verla, ya pudimos hablar, comportarnos con naturalidad, hacer bromas…» Lástima que no diga el título del taumatúrgico y terapéutico filme. Pero el prodigio mayor es que, después de aquel feliz momento, «Marcos dejó de tratarme como si fuera un bidón», etc. Por supuesto, ella sabe que todo cuanto hace él, lo hace para lo mismo que ella: «para combatir la misma clase de desesperanza». Pág 177.- Nueva torpeza: dice que se besaban, «como si él fuese un soldado [de las tropas liberadoras] y ella una muchacha desconocida». Desconocida ¿por quién? Ser desconocido no es una cualidad o defecto intrínseco al ser humano. Pág. 178.- Búsquela el lector curioso, a ver si entiende -yo no lo he entendido- por qué se autodescribe como uno de los medios seres de Ramón Gómez de la Serna. Pág. 179.- «…mi vida estaba suspendida de un hilo frágil…» Además de vulgarmente expresado, todo es increíble, injustificado, arbitrario… Pág. 180.- En justa reciprocidad telepática: «me equivocaba y Marcos lo sabía». ¡Qué tontorrona resulta esta expresión -«y lo sabía»-, que aparece muchas veces, como he dicho, en esta presunta novela. Todos lo saben todo, hasta que son unos genios. El que no lo sabe es el lector. Id.-Ella pide nuevas del emigrado. «Y procuré prepararme para lo peor». El genio, en su lenguaje culto, se las da: «Jaime está viviendo con una tía de treinta y cinco años, separada de un constructor millonario y forrada de dinero» [que] «le trata como si fuera un oso de peluche» […] «Está muy buena y es tonta del culo» […], «viven en un chalet enorme, donde Jaime se ha montado un estudio de la hostia, pero de la hostia…» Habla exactamente igual que el otro y que ella. Y supongo que como Almudena Grandes. Pág. 182.- Sigue el informe: «La tía esa es de una familia de mucha pasta». Entonces, Jaime… -resume ella, triste, pero como siempre culta- «está de puta madre». Id.- Para marcharse, tiene que bajar siete pisos, y los baja como si estuviese rezando el rosario, misterios dolorosos. «En el tercero, comprendí que nadie me había hecho nunca tanto daño». Lo que le sirve al lector para enterarse, a siete páginas del final, de que alguien le había hecho daño. Págs. 182-183.- Tan absurda y caprichosa como fue antes su separación de Jaime -precipitado polvo incluido-, sus antecedentes y consiguientes, es ahora la conducta de él y la reacción de ella, que no sabe explicar sus sentimientos ni su actitud. Y, como siempre, recurre a un socorrido «no sabía por qué, pero sabía que era amor lo que sentía». Esta no sabe nunca por qué sabe las cosas, pero las sabe: antinovela. Pág. 183.- Sigue bajando la escalera. El rosario está a punto de terminarse: «al llegar al segundo, me pregunté a mí misma qué esperaba, dónde habría podido llegar Jaime, qué podría haber hecho si no con su polla acojonante y su ingenio fabuloso». Un ingenio, hay que decir, del que no ha dado una sola prueba a lo largo del libro. No es usted, señora Grandes, sino el lector quien tiene que decir si era ingenioso o no, después de «oirlo». Pág. 184.- Tampoco debe pretender que la creamos bajo palabra de lo que dice ahora: «…pero yo le amaba, le seguía amando». Id.- «Aprendí a ser una mujer como las demás y al principio me asombré de lo fácil que parecía». Pero ¿cuándo ha sido una mujer excepcional? Id.- «La primera vez que me acosté con un hombre que no era Marcos, que no era Jaime, me sorprendió que su cuerpo fuera tan simple, que tuviera solamente dos brazos, dos piernas, dos manos, una boca y ninguna sombra detrás.» ¿Hace esta mujer extraordinaria, a lo largo del relato, algo más que hablar de pollas, de acostarse y de follar? Por otra parte, debería saber que no es tan fácil encontrar un cuadrúpedo, cuadrúmano, bicéfalo, bipolle y cuatrioval. Pág. 185.- «Cada dos por tres». Id.- [Marcos ya no la necesitaba], «se había convertido en el pintor más importante de su generación y lo sabía» (enésima vez. ¿Qué quiere decir?). Una suerte. Ella es la peor escritora de todos los tiempos y no lo sabe. Id.- Y, a continuación, una frase por la que debería ser multado un narrador: «tenía un éxito increíble». ¿Como muy grande, quizá? Pág. 188.- Otra frase, que refleja el sentido marujil que Almudena tiene del éxito: «su obra se convirtió en una noticia digna de aparecer en los telediarios». Págs. 189-190.- Va a una reunión y, ¡cómo no!, allí le ponen una película pornográfica, que le hace evocar tantos momentos de… Nueva frase convencional: Pág. 190.- «La mejor época de mi vida». Pág. 191.- Describe esa época, es de suponer que según su escala de valores: «una cama grande, un balcón soleado, el olor del aguarrás y de tres cuerpos sudorosos, el humo del hachís, el ruido de los besos, de la risa». Hay que reconocer que, para ser excepcional, se conformaba con poco. Lo que sigue hasta el final ya es como el descenso dentro del maelstrom de la vulgaridad, el quiero y no puedo, la culminación de la nada, del vacío, de la arbitrariedad. Pág. 197.- La explicación, la justificación del acojonantemente pollado, de que él no la ha traicionado -tampoco Marco, añade hablando por el otro, al estilo de los personajes grandesianos- constituye un homenaje -un monumento- a la contradictio in terminis: la inconsecuencia en estado puro. Id.- En cuanto a las razones por las que él no tuvo más remedio que apartarse de Marcos -«tenía que dejar de verle, cortar con todo, porque su obra me aplastaba, me machacaba, me estaba matando»- constituye otro intento fallido de otorgar porque sí profundidad a lo que no puede tenerla y una demostración de desconocimiento de la psicología del artista. (Léase, para entender lo que es la profundidad del proceso psicológico de un artista que no quiere ser engullido por la personalidad de otro, Abel Sánchez, de don Miguel de Unamuno). Pág. 197-198.- Lo dicho en el punto anterior vale para los consejos de Marco y su aceptación por el otro. Lógicamente, Almudena Grandes, cuanto más se quiere elevar, más deja ver sus limitaciones. Id.- «Marcos me sacó del hoyo». Si a la trivialidad del pensamiento, se añade que lo expresa mediante una terminología convencional, el resultado es el peor que podría ser. Págs. 198-199.- De los sentimientos de Jaime por Marcos a que se refiere Jaime no ha sabido, hasta ahora, nada el lector. Y estamos en la última página. Pág. 199.- Caso de que este auténtico desecho literario hubiese sido al menos una novela mediocre, el final abierto con tintes de happy end hoollywoodense le hubiese sentado como a la conferencia episcopal la preparación de un atentado.