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La impunidad de la tortura

Fuentes: Rebelión

Resumen de la intervención en las Jornadas sobre la Prevención de la Tortura celebradas en Barcelona el 3 y 4 de febrero de 2006

La impunidad de la tortura la convierte en una cuestión política. Si la tortura no quedara sistemáticamente impune, estaríamos frente a un problema fundamentalmente legal: se trataría, en el marco de un Estado de derecho, de velar por la adecuada aplicación de las leyes que permitieran combatirla eficazmente. Pero los torturadores casi nunca son condenados, y las pocas veces que lo son, no cumplen las penas (que, además, suelen ser ridículas). Y esta impunidad sistemática (o sistémica, puesto que es una estrategia del sistema tendente a quebrar toda forma de disidencia) solo es posible con la complicidad de los tres poderes -el legislativo, el ejecutivo y el judicial–, junto con la del llamado «cuarto poder»: los medios de comunicación, que con su silencio y sus tergiversaciones contribuyen de forma decisiva a ocultar esta gravísima lacra social (y política, sobre todo política) a los ojos de la opinión pública.

Por lo tanto, quienes pretendemos erradicar la tortura no estamos trabajando por mejorar una democracia imperfecta, pero democracia al fin y al cabo, como creen algunos: estamos luchando, simple y llanamente, contra el terrorismo de Estado, y nuestra lucha solo puede adquirir pleno significado y plena eficacia en el marco de una batalla política, que, en última instancia, es una guerra sin cuartel contra el neoliberalismo, es decir, contra el capitalismo.

Esta batalla se libra en varios frentes, y uno de los más importantes es el de las ideas, es decir, el de las palabras. El mero hecho de hablar de «democracia» en un país en el que se tortura impunemente, es un insulto a los miles de víctimas directas del terrorismo de Estado. El mero hecho de aplicar el término «terrorista» exclusivamente a quienes se defienden del terrorismo de Estado, es un insulto a la razón (e incluso al diccionario, donde se dice claramente que terrorismo es la dominación mediante el terror, no cualquier acción que cause dolor y/o alarma social desde la clandestinidad). Esto no significa, ni mucho menos, que todas las reacciones contra el terrorismo de Estado sean justificables; pero llamar, por ejemplo, «terroristas islámicos» a quienes se defienden como pueden del terrorismo judeocristiano, es una forma de terrorismo lingüístico. Por no hablar de la demonización de ETA y de su supuesto «entorno». Como dice Alfonso Sastre, llamamos «terrorismo» a la guerra de los pobres y «guerra» al terrorismo de los ricos.

En un momento en el que la dominación se ejerce con las palabras tanto como con las armas, tenemos la obligación moral y política de desarrollar, articular y difundir un discurso alternativo. Y de respetar a quienes, víctimas de las palabras y de las armas del poder, no se resignan a defenderse solo con las palabras.