Corría el año 1963. Mi admirado profesor de Física don Pedro Quijada me hizo saber que quería hablar conmigo. Fue derecho al grano: «Como sabes, dijo, fundé el Liceo Vespertino, sin existencia legal, para que quienes no terminaron la enseñanza secundaria puedan finalizarla y pasar el Bachillerato que abre las puertas a la enseñanza superior.» […]
Corría el año 1963. Mi admirado profesor de Física don Pedro Quijada me hizo saber que quería hablar conmigo. Fue derecho al grano: «Como sabes, dijo, fundé el Liceo Vespertino, sin existencia legal, para que quienes no terminaron la enseñanza secundaria puedan finalizarla y pasar el Bachillerato que abre las puertas a la enseñanza superior.» ¿Y ahí?, pregunté. «Todos, personal de administración y profesores son voluntarios ad-honorem, precisó. Me falta un profesor de Física. Ahí es donde entras tú: eres mi mejor alumno, y quiero pedirte que hagas clases de Física por las tardes».
Así me transformé, a los 14 años, en profesor de Física de alumnos que más que doblaban mi edad. Las clases tenían lugar en el Liceo Neandro Schilling, en el que yo mismo cursaba 4º año de Humanidades. Era un establecimiento público, laico y gratuito como se usaba cuando Chile era un país pobre, y el «chico» Castillo, rector del Liceo, había tenido la generosidad de prestar gratuitamente las salas de clases.
El año 1964 llegó a la presidencia Eduardo Frei Montalva. El ministerio de Educación, ni corto ni perezoso, le dio existencia legal al Liceo Vespertino y nombró un rector democratacristiano. A don Pedro Quijada, -radical, masón y bombero-, que durante años hizo funcionar el Liceo sin recibir un peso, le ofrecieron hacer clases. Me acuerdo de las palabras con las que rehusó la afrenta. En el gimnasio del Liceo, donde inauguraron el nuevo establecimiento legal, dijo textualmente: «Yo no he pedido nada, y no quiero nada. Cuando un barco se hunde, se hunde con su capitán». Dicho lo cual dio vuelta los talones para nunca más volver.
Lo que te cuento regresó a mis meninges en razón de una Lira Popular que me envió Jorge, en la que recuerda a Alejandro Bello. El ‘teniente Bello’, pilotando un avión Sánchez-Besa, fue el protagonista de una improbable hazaña: desaparecer para siempre.
Jorge, -le dije-, por alguna razón las FFAA celebran y conmemoran puras derrotas. Del Desastre de Rancagua a la Batalla Naval de Iquique, pasando por el Desastre de Uspallata, el hundimiento del Angamos y la tragedia de Antuco, para no evocar la vergüenza del vapor Itata.
Jorge agregó el naufragio del vapor Cazador, ocurrido el 30 de enero de 1856 en Punta Carranza, cerca de Constitución. En un país cuya historia está repleta de desgracias -lo que tiene el mérito de abundar los días de celebraciones militares- el hundimiento del Cazador es considerado como la mayor tragedia en tiempos de paz que haya afectado conjuntamente al Ejército y a la Armada de Chile. No seamos tímidos: sigue siendo el mayor naufragio jamás ocurrido en América Latina.
El Cazador era una nave de la Armada destinada al transporte de carga. Construida el año 1848 en Francia, -año de revoluciones en Europa-, fue adquirido por el gobierno chileno poco antes de otra revolución, -la de 1851 que buscó derrocar a Manuel Montt y derogar la Constitución de 1833-, para trasladar tropas entre diferentes puertos del país: los gobiernos autoritarios nunca son lo suficientemente precavidos. El Cazador desplazaba 250 toneladas y alcanzaba la muy moderada velocidad de 9 nudos. Su tripulación de 65 marineros estaba al mando del capitán Ramón Cabieses.
El 26 de enero de 1856 la nave llegó a Talcahuano con el propósito de trasladar la 6ª compañía del Segundo de Línea a Valparaíso. Dicha compañía había pasado cinco años al sur de Concepción «pacificando» los restos de tropas fieles al general José María de la Cruz, quien había acusado a Manuel Montt de fraude electoral y desconocido su elección, temeroso de la pérdida de poder que ella significaría para su clan, la familia Vial.
El 30 de enero el vapor se hizo a la mar a las 11.30 hrs., rumbo a Valparaíso. Aparte la 6ª compañía y sus familias, había embarcado pertrechos militares, cañones y caballos. Tan distinguido pasaje fue incrementado con algunos funcionarios públicos y sus familias. Se estima que al zarpar el Cazador llevaba unos 420 pasajeros además de la tripulación: 94 soldados, 168 mujeres, 146 niños y 12 civiles. Posteriormente se estableció que el barco llevaba un número indeterminado de polizontes. El rigor militar ya era en esa época lo que es hoy en día…
Según la bitácora, el vapor zarpó con viento sur y mar llana. A las 13:00 hrs. el capitán ordenó poner media máquina y con ayuda de las velas llevó la velocidad a 9 nudos. Navegó entonces a seis millas de la costa, hasta que a las 20:00 hrs. encalló en los roqueríos de Punta Carranza.
El capitán Cabieses ordenó poner marcha atrás: la ciencia de los viejos lobos de mar no tiene límites. La maniobra partió el barco por la mitad, en el sentido longitudinal o eslora si me la quieres jugar marinera. Fue el instante en el que se escuchó la célebre frase «Sálvese quien pueda, los hombres y las botellas primero». Sólo 4 botes salvavidas -con capacidad para 50 personas cada uno- pudieron ser echados al mar, y dos de ellos se estrellaron en los roqueríos cercanos. Los otros dos botes se alejaron a mar abierto, y pudieron llegar a tierra al mediodía del día siguiente.
El desastre contó con solo 23 sobrevivientes, entre ellos… el capitán Cabieses, parte de su tripulación y dos militares. Eso de «Cuando el barco se hunde, se hunde con su capitán» son cosas de Emilio Salgari, cuentos de viejos marineros alcohólicos o reacciones de maestros dignos.
En los días siguientes el mar arrojó a la costa los cuerpos de las víctimas, en lotes de 12 a 15 cadáveres: madres sosteniendo aun entre sus brazos a sus hijos y parejas abrazadas entre sí.
El parte oficial -ahora dicen el «reporte»- del capitán Cabieses deja constancia que murieron ahogados 166 mujeres, 86 soldados de la 6ª compañía, 4 oficiales del Segundo de Línea, 42 tripulantes y 9 pasajeros, totalizando 307 víctimas, pero omitió mencionar a los niños y polizontes cuyo número superaba los 150.
Como era de esperar, la opinión pública condenó el comportamiento del capitán Cabieses, aun cuando en esa época de ensueño no habían encuestas de opinión. La justicia militar (agrégale el adjetivo calificativo «militar» a una palabra y esta pierde toda significación…) ordenó un Consejo de Guerra en Valparaíso en contra del capitán que, como Moisés, fue salvado de las aguas.
¿Adivinas lo que viene? El Consejo de Guerra absolvió de toda culpa al capitán Cabieses, y lo reincorporó a la Armada de Chile.
Precavidamente, lo destinaron a realizar levantamientos hidrográficos en aguas situadas al sur del archipiélago de las Guaitecas.
El 20 de febrero de 2004, el municipio de Chanco (de donde no viene el queso) instaló un monolito con una placa conmemorativa en la playa Santos del Mar, en homenaje a quienes naufragaron en sus costas ese aciago día del mes de enero de 1856. Se ve que el culto de las «animitas» no se limita a las carreteras.
Desde entonces han pasado algo más de 160 años y la justicia ha hecho enormes progresos. En los días de la presente modernidad, cuando alguien es culpable de un delito o mejor aun, de un crimen contra la sociedad, le condenan a penas de libertad. Lo de reincorporarle a las filas o a los negocios, y eventualmente darle una medallita, es una opción.
Como te decía en el título de la presenta parida, en el campo de flores bordado la impunidad está en el ADN.
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