KS. Muerte a los viejos se presenta desde el inicio como una novela atípica. Del trabajo conjunto de Massimiliano Geraci y Franco “Bifo” Berardi ha surgido un relato urgente y militante, en el buen sentido de ambas palabras, que describe con lucidez las posibilidades de un futuro inmediato pospandémico. En este sentido, la novela publicada por Materia Oscura evita convertirse en la simple trasposición de las ideas elaboradas por Bifo en sus últimos libros y rehúye el tono didáctico a la hora de señalar la descomposición del mundo que conocemos. De hecho, la historia soslaya gran parte del tema de la epidemia de Covid-19 y sus consecuencias biopolíticas más inmediatas para presentarnos directamente algunas de las modificaciones de la psique social en el año 2032. Según nos explica Bifo en el pequeño prólogo inicial, a la pandemia de Covid-19 le habría sucedido una época de caos económico, guerras locales, movimientos migratorios masivos y colapso medioambiental que dejó un planeta agonizante con una población sometida y temerosa. Estas alteraciones mentales serían el producto del trabajo de reprogramación del cerebro planetario realizado por las compañías tecnológicas y financieras para el control y pacificación de la población. Esta brevísima presentación sumada al propio título de la novela nos preparara para una lectura pesimista enmarcada en un contexto bastante creíble. Es más, la verosimilitud de muchas de las descripciones, de las situaciones y de los personajes acaba acercándonos a una reflexión sobre nuestro presente un tanto amarga.
El punto de partida de la historia es una especie de efecto secundario inesperado de la Covid-19 (suponemos que se trataría del resultado de la mezcla de enfermedad, vacunas y tratamientos improvisados) que habría dado lugar a una mutación en las personas mayores que les permitiría una mayor longevidad. Este milagro de la medicina se presenta a través de la vivencia de un profesor de instituto solitario, Isidoro Vitale, que se convierte en el antihéroe de la trama detectivesca. Vitale trata de buscar el origen de unos asesinatos de ancianos llevados a cabo de manera aleatoria por pandillas de jóvenes. Hasta el momento en el que comienza el relato, el profesor sobrevivía sumido en una rutina absurda, obligado a repetir una y otra vez sus lecciones frente a un alumnado completamente ensimismado en sus conciencias hiperconectadas. De modo que el regalo de la inmortalidad es experimentado como una especie de ensañamiento médico que condena a los ancianos a seguir trabajando manteniendo tareas en desuso o inútiles y resistiendo débilmente al desmoronamiento social.
Con el nombre del profesor los autores rinden homenaje al protagonista de la novela Diario de la guerra del cerdo de Bioy Casares, Isidoro Vidal, que narra un conflicto similar entre jóvenes y ancianos. La atmósfera onírica y decadente de la primera es sustituida en KS por cierta densidad lisérgica cercana a la alucinación. Del mismo modo, mientras Diario de la guerra del cerdo muestra justo el momento en el que la apacible vida cotidiana de un jubilado se quiebra inesperadamente, en KS nos encontramos inmersos en una sociedad en la que todas las relaciones entre humanos se han vuelto hostiles. Eso sí, en ambas historias los chavales atacan, como señala Bioy Casares, “más por diversión que por saña”, sin querer ser conscientes del sufrimiento de sus víctimas[1]. En cualquier caso, el futuro imaginado por Geraci y Bifo es, por comparación, más turbio y desalmado. El lector sintoniza rápidamente con la tristeza y la impotencia del profesor Vitale ante la desolación que se va tragando las ciudades y las casas, metiéndose en las habitaciones y las intimidades hasta destruir cualquier refugio.
Vitale toma cada mañana sus píldoras para controlar el dolor físico y la angustia y lo hace con la misma naturalidad que tenían los personajes de las novelas de Philip K. Dick cuando deseaban programar su estado de ánimo diario. En este futuro distópico el consumo de psicofármacos es el único modo de aliviar el sufrimiento que genera la ausencia de vínculos humanos. Ante el crecimiento de la infelicidad, el conglomerado tecno-sanitario pone al alcance de la población toda una serie de drogas y retiros bucólicos en paraísos artificiales. Sin embargo, la trampa química solo es capaz de retardar la caída en el paroxismo destructivo de los diferentes personajes. En este sentido, el relato es sumamente pesimista y acaba siendo una suma de fracasos en el esfuerzo por sobrevivir individual y colectivamente en medio del caos. Por ejemplo, a lo largo de la historia todas las conversaciones quedan inconclusas: los interlocutores desaparecen o se ignoran entre sí, las cartas no llegan al destinatario y las palabras no son capaces de transmitir el dolor más íntimo. Las personas se convierten en mónadas sufrientes. A pesar de los intentos por compartir algo de afecto, los actores se encuentran aislados e incapaces de mirar a los ojos o de tocar el cuerpo de la otra persona. La soledad se vive como una enfermedad crónica porque las caricias con las se podrían romper las barreras se convierten en manos crispadas o amenazantes.
Desde esta perspectiva, es especialmente interesante las descripciones que realizan los autores sobre las diferentes formas de experimentar el propio cuerpo y como va creciendo la desafección de éste en paralelo a la desaparición de la comunicación cara a cara y las relaciones físicas. Como Bifo ha señalado en varias ocasiones, la depresión puede tener origen en una conciencia embebida en el vacío de la existencia, pero se concreta como una enfermedad cuando se produce la pérdida del contacto corporal con quienes nos rodean. Al desaparecer los besos, los abrazos y las caricias se va negando nuestra exterioridad constitutiva generándose una desconfianza hacia el mundo y los demás. Porque la única forma que tenemos de acceder al mundo es a través de la piel que “alimenta el cerebro de percepciones del mundo y, a cambio, este suministra a la piel de sensitividad, inclinaciones estéticas y tendencias: deseo[2]”. Sin embargo, en una sociedad como la nuestra obsesionada con la higiene y la profilaxis, en la que se aumenta progresivamente la distancia con las cosas y las personas, el tacto va siendo despreciado como un sentido inquietante y la proximidad repentina del mundo empieza a vivirse como una intrusión.
A través de esta distopía Geraci y Bifo tratan de mostrar como a pesar de la sofisticación tecnológica, química y cultural con la que se intentan satisfacer todas las necesidades y apetencias de los humanos, en los cuerpos pervive cierta forma de deseo que acaba manifestándose de manera violenta y destructiva. Ese deseo irredento se muestra como una avidez brusca que devora objetos y personas, hasta que su insaciabilidad se vuelve contra uno mismo. Se manifiesta entonces como un impulso o una fuerza que arrasa con los restos de la racionalidad de los diferentes personajes, que les vuelve incapaces de proyectar soluciones o imaginar posibilidades, que les impide dormir, soñar y compartir. Embebidas por los dispositivos tecnológicos, las personas desechan y reprimen la parte más creativa de la mente, aquello que podríamos denominar racionalidad poética. Y, así, su vida se vuelve estéril y el mundo se torna un espacio inhabitable.
Como en muchas novelas de ideas, la trama de esta novela no ofrece muchas sorpresas y desde el inicio se puede anticipar gran parte de los sucesos. Los hechos se presentan claramente al principio y, como mucho, se puede especular sobre el grado de implicación o conocimiento de los diferentes personajes. Los autores prefieren centrarse en las reflexiones del profesor y en las peripecias más o menos realistas y desastrosas en las que acaba participando. De hecho, en algunos momentos los acontecimientos se vuelven innecesariamente retorcidos en un afán por construir una panorámica de todos los estratos tecno-económicos y coercitivos. Del mismo modo, consideramos innecesaria la resolución explícita de algunos de los conflictos formulados que se produce en la quinta parte del libro. Hubiésemos preferido un final más abierto que permitiera cierta especulación e, incluso, cierto consuelo.
Dentro de esta historia en la que se enredan muchos personajes es especialmente conmovedora la forma en la que se muestran los más jóvenes. Quizás para evitar un juicio que podría resultar recriminatorio, los autores dejan hablar a los chavales en una serie de monólogos íntimos en los que se expresan de manera desordenada, amontonando las palabras, aunque en ocasiones resulten salvajemente poéticas. A pesar de lo chocante que parece al inicio, su forma de comunicarse y comportarse acaba por ser realista dado que muchas de las características violentas y deshumanizadas que muestran son reconocibles en actos y gestos actuales. Los jóvenes deambulan completamente perdidos por ese futuro cibernético. En la novela su transformación cognitiva y emocional se ha consumado y se han convertido en fantasmagorías incapaces de interactuar entre ellos sin mediación de la tecnología. Sus mentes permanecen conectadas entre sí a través de una máquina que los exprime y desprecia. En sus cuerpos el placer y el dolor se han vuelto equivalentes e igualmente vacíos. Sus palabras construyen mitologías deshilachadas, de un sentido vago y desconcertante. Como nos explica Bifo, cuando el lenguaje se adquiere en entornos mediatizados por la tecnología, cuando se pierde el ambiente afectivo y el contacto físico de la familia “el vínculo entre las palabras y la realidad se debilita, se hace frágil y precario[3]”. En definitiva, cuando se rompe la relación entre el acariciar y el hablar el mundo se vuelve un simple espacio repleto de objetos, las palabras tan sólo señalan y se despojan de sentido.
Para ver hasta qué punto nos acercamos al desastre que Bifo y Geraci nos describen no tenemos más que pensar un poco en la forma en la que nuestras relaciones personales se están deteriorando: lenguaje y cuerpo se pierden a la vez. La alteración del contacto con los demás se opera a partir la transmisión espasmódica de imágenes y de mensajes sintéticos, rápidos y fragmentarios que carecen de asidero cuando sustituyen el encuentro, el diálogo y el contacto piel con piel. Así, la novela nos muestra una humanidad que será incapaz de comprenderse de manera individual y colectiva, como si el cableado del cerebro social al que se refiere Bifo como “mediado por protocolos lingüísticos inmateriales y dispositivos electrónicos[4]” hubiese alterado tanto la cognición humana como para hacer emerger una nueva especie. Esos niños huérfanos, silenciosos, agresivos, hiperactivos y doloridos hablan una jerga alucinatoria por la que se filtra una lucidez temblorosa y cruda. Como si se tratara de una horda de Kaspar Hausers desangelados tratando de comprender y actuar en una realidad que se ha convertido en intemperie.
[1] Hay más homenajes a la novela de Bioy Casares, como en la escena en la que es asesinado el librero Malatesta: GERACI, Massimiliano y BERARDI, Franco “Bifo” (2021), KS, Muerte a los viejos. Segovia: Materia Oscura Editorial, p. 71.
[2] BERARDI, Franco “Bifo” (2017), Fenomenologia del fin. Sensibilidad y mutación conectiva. Buenos Aires: Editorial caja negra, p. 68.
[3] Ibid., p. 260.
[4] Ibid., p. 34.