A propósito de los históricos litigios que nosotros los Chilenos hemos enfrentado con nuestros vecinos, que nos llevaron a dos guerras y estuvimos a punto de otra, es razonable cuestionarse si siempre la razón estuvo de nuestro lado y si constituye un acto patriótico respaldar siempre lo que discurran nuestras autoridades y diplomacia. Hasta la […]
A propósito de los históricos litigios que nosotros los Chilenos hemos enfrentado con nuestros vecinos, que nos llevaron a dos guerras y estuvimos a punto de otra, es razonable cuestionarse si siempre la razón estuvo de nuestro lado y si constituye un acto patriótico respaldar siempre lo que discurran nuestras autoridades y diplomacia. Hasta la menor disposición, ahora, a comprender la demanda boliviana por una salida soberana al Pacífico resulta ofensiva para la «dignidad nacional», existiendo la idea de que no corresponde en estas materias cuestionar lo que hagan nuestros gobiernos y cancillerías. Se asegura que en nuestra condición de chilenos debiéramos consentir hasta con los abusos y crímenes cometidos por nuestros soldados en aquellas guerras fratricidas que nos llevaron a conquistar vastas extensiones de territorio que, indudablemente, pertenecían a nuestros vecinos del norte.
Ahora ya no tanto, pero en algún momento se afirmaba que hasta los disensos políticos debían ventilarse al interior del país, en la pretensión de que el mundo nos observara unidos y fuertes ante cualquier situación internacional. Hasta se creyó que en el rescate de Pinochet el país debía adoptar una sola posición, en el derecho que nos asistía de regresarlo a la patria y ser juzgado por un tribunal nacional. En la defensa de nuestros intereses, derechistas e izquierdistas, acérrimos contrincantes, incluso, son llamados a adoptar una posición unida en defensa de los «intereses del país», coincidan éstos o no con la justicia internacional.
¡Qué desastre habría sido para la suerte del mundo si todos los alemanes hubieran respaldado a Hitler hasta las últimas consecuencias, y no hubiese escapado con vida ese puñado de disidentes que luego se dio a la tarea de reconstruir el país! ¡Cuánto le debe el mundo a que un general De Gaulle manifestara su discordancia frente al entreguismo francés en esa guerra mundial! ¡Cuánto hubiera tardado la independencia de nuestros países si desde el propio seno de nuestros pueblos no se hubieran alzado los libertadores desafiando el sentimiento patrio de la época, que debía ser, por supuesto, la fidelidad con la Corona Española!
En la aceptación de que las fronteras no son más que demarcaciones arbitrarias y casi siempre impuestas por la fuerza, lo razonable no es defenderlas a cualquier precio y en desafío de un principio tan relevante como el de la «justicia y la equidad entre todas las naciones». Por algo, el mundo se ha dado una legislación internacional, ha creado tribunales para resolver las contiendas entre los países, para hacer frente, justamente, a la irracionalidad de los más diversos patrioterismos. Para oponerse, asimismo, a que los límites cartográficos condenen a la disgregación a naciones de una misma identidad, o arrecien contra los habitantes originarios y provoquen fenómenos tan dramáticos como las masivas migraciones a causa de convenciones arbitrarias, tratados y acuerdos impuestos para oponerse a los derechos de los kurdos, saharauis y tantos otros pueblos que carecen hasta hoy de territorio propio y soberano.
Con el progreso cultural, el desarrollo de las comunicaciones, la globalización del comercio y otras expresiones del presente, resulta cada vez más atrabiliario, por lo mismo, adoptar el patrioterismo, negarse a establecer «integración» y vínculos cada vez más estrechos con los países vecinos como, asimismo, cualquier solución de fuerza para dirimir nuestras controversias. Se debe avanzar en el propósito de restringir al mínimo nuestros efectivos militares y gastos de defensa, tan opuestos al objetivo de destinar estos recursos a la educación, la salud, la vivienda digna y hasta la nutrición de los seres humanos.
Las ideologías libertarias, el pensamiento progresista, no pueden estar contestes con las invocaciones patrióticas y xenófobas que siempre se nos hacen desde el poder. Aunque muchas veces nos duela asumirlo, no es justo guardar silencio o buscar dividendos electorales en relación a estas demandas que se nos hacen del otro lado de las fronteras. No es propio de la inteligencia humana el sesgo, la connivencia con los intereses más que con los principios.
La «traición a la patria» ha servido de excusa para justificar los peores horrores en la historia de la Humanidad. Es preciso, entonces, que se asuma el ejemplo de aquellos seres extraordinarios, como Tomás Moro, que estuvieron dispuestos a dar la vida a fin de representarles a las autoridades sus despropósitos. Que tuvieron el coraje de estar a contrapelo con el populismo, la demagogia y la marea arrolladora y siempre fatal del patrioterismo. Definitivamente, la patria no puede estar determinada por el lugar en que se nace o se vive; debe dar cuenta, más bien de los valores que se profesan universalmente, como las causas que se asumen en defensa de la común redención de la Humanidad. Patria es el sitio que escogen los misioneros y los revolucionarios para ejercer su compromiso con los que sufren y son discriminados a causa de las reglas que fijan los colonizadores y las hegemonías de cualquier signo.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 820, 26 de diciembre, 2014