A pesar de que el tránsito de la normalidad a la excepcionalidad resulte por definición algo, como poco, excepcional, la gran capacidad de algunos mitos, concretamente la del self made man o de su versión rimbombantemente empoderada, la de los superhéroes, es de hacernos creer precisamente todo lo contrario. Pilar ideológico del capitalismo en general […]
A pesar de que el tránsito de la normalidad a la excepcionalidad resulte por definición algo, como poco, excepcional, la gran capacidad de algunos mitos, concretamente la del self made man o de su versión rimbombantemente empoderada, la de los superhéroes, es de hacernos creer precisamente todo lo contrario. Pilar ideológico del capitalismo en general y de su versión neoliberal en particular, el culto al poder y a la libertad desacomplejada e incondicionada del individuo emerge mágicamente tras una operación de prestidigitación a la que poco importa el escamoteo de conejos o de monarcas de cartón. Ambiciosamente psicótica, lo que pretende y en gran medida logra es nada más y nada menos que hacer desaparecer el mundo. Se construye así un relato donde junto a animales orejudos y naipes marcados unos cuantos millones de humanos quedan flotando en un misterioso éter, desprendidos de toda atadura terrenal y social, sin gravedad alguna que no sea la del tono de una conciencia machacona que repite sin cesar: ¡si quieres, puedes!
Pero resulta que como brillante y tragicómicamente demuestra Vince Gilligan en Breaking Bad y aún más intensamente en su precuela Better Call Saul, si hay algo reacio a eclipsarse es justamente el mundo. Para convencernos de ello, de la cabezonería de un continente obcecado en hacerse cargo de sus contenidos, qué mejor que contar la tortuosa historia de aquel abogado, Saul Goodman, ilustre asesor del ya legendario profesor de química de instituto convertido en capo de la mafia, máximo exponente -más si cabe que su cliente- de la figura del antihéroe tan característica de la narrativa serial contemporánea. Un personaje patético, entrañablemente bufonesco, que tropieza una y otra vez en su peculiar recorrido profesional y sentimental, y con el que nos reiremos a veces de él, muchas otras del mundo y siempre de los ilusos que bajo el hechizo del amo prestidigitador le otorgaron fecha de caducidad. Un personaje genial mediante el cual el creador de esta serie logra retratar con maestría la falacia ideológica del todopoderoso individuo convirtiéndola a su vez en un fantástico operador del relato cinematográfico serial.
Comprometido en exprimir narrativamente esta aberración, Vince Gilligan sumará a la figura cínica del «perdedor» que no se asume -el mal llamado idealista- otras dos variantes del cinismo contemporáneo: la del «perdedor» que sí se asume -el mal llamado realista- y la del ganador que no lo hace -el bien llamado paranoico-. Estos dos personajes -respectivamente, Mike, el cobrador de aparcamiento que no dudará en hacerse mercenario con tal de mantener a su nieta y nuera, y Chuck, el brillante abogado hermano mayor de Saul recluido en su casa por una supuesta hipersensibilidad electromagnética- conforman junto al abogaducho una constelación de extraños mosqueteros a años luz de sus biempensantes precursores, agujeros negros capaces de aspirar y desintegrar hasta a la más sensata, firme y profesional, Kim, en su lógica autodestructiva. Una espiral de inevitables interacciones, de pequeños acontecimientos cuyo fatalismo queda formalmente expresado, al igual que en Breaking Bad, mediante unas escenas introductorias -de belleza apabullante- en las que se introduce una situación de tensa calma que el capítulo se encargará de explicar y dramatizar. Todo está ya escrito en este mundo absurdo, el de ositos flotando a la deriva en una piscina particular, el de zapatillas que cuelgan de cables eléctricos en el desierto, siempre filmados desde encuadres y colores tan improbables como la historia misma que borbotea en su seno. Improbabilidad y absurdidad por un lado, inevitabilidad y normalidad por otro, polos que expresan una contradicción irresoluble, la que proviene de la fricción cotidiana entre seres vulnerables y un mundo de hormigón que ellos mismos se encargan de apuntalar.
Así, la vulnerabilidad, eje en base al cual se construyen todos los personajes de esta serie, se convierte en motor del descalabro dramático, en la responsable de un universo que como los ositos anda la deriva y como las zapatillas cuelga de un hilo. En efecto, a una humanidad de seres sin superpoderes, indefensos, mortales al fin y al cabo, a los que se les niega estructuralmente algo tan vital y urgente como el reconocimiento de su vulnerabilidad – por no hablar del acceso a los dispositivos de cuidados intensivos y recíprocos que ello requiere-, a una humanidad así, pues, no le queda mucha más opción que la del desvarío colectivo. Las escenas de Saul con su hermano, las de Kim con Saul o las de Mike con su familia, sin duda las más soberbias de esta serie, marcan un contrapunto de tierna serenidad aunque estructuralmente siempre inacabada, frustrada en este estrafalario universo, el nuestro y el de Gilligan.
En ello reside, y con eso terminamos, la gran proeza de este relato serial. Presentar las variantes del cinismo contemporáneo como grito de desesperación, lógico, casi inevitable para una individualidad pretendidamente autosuficiente pero que en los hechos clama por la necesidad de reconocimiento, no de su éxito sino de su fragilidad.
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