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La invención de Oriente y el mito del Islam

Fuentes: Rebelión

«Puesto que somos el resultado de generaciones anteriores, somos además el resultado de sus aberraciones, pasiones y errores, y también, sí, de sus delitos. No es posible liberarse por completo de esta cadena. Podemos condenar tales aberraciones y creernos libres de ellas, pero esto no cambia el hecho de que somos sus herederos»[2] Friedrich Nietzsche […]

«Puesto que somos el resultado de generaciones anteriores, somos además el resultado de sus aberraciones, pasiones y errores, y también, sí, de sus delitos. No es posible liberarse por completo de esta cadena. Podemos condenar tales aberraciones y creernos libres de ellas, pero esto no cambia el hecho de que somos sus herederos»[2]

Friedrich Nietzsche

1. Propósito.

El Oriente ha sido, desde los confines mismos de la Antigüedad, tierra de mitos y leyendas, que en la futura Europa hallaban el eco de una diferencia constituyente, de modo natural, de la propia identidad.

En este escrito planeo demostrar que nuestro afán por los mitos sigue vivo, y que el grueso de las imágenes que tenemos del mundo musulmán se han forjado, en verdad, de manera previa a su llegada, o por razones que poco o nada tienen que ver con aquel. Es en esa naturaleza mítica de Oriente donde debemos buscar las explicaciones corrientes que escuchamos como prueba de su carácter reacio a adoptar las marcas de la civilización -es decir, la forma de vida, los hábitos, la cultura y la organización social de Occidente-. De este modo, el Islam deviene el heredero involuntario de todas las marcas de superioridad cultural -y, por ende, política- que Europa ha construido desde hace casi dos mil quinientos años, para justificar su expansión hacia el orbe entero.

2. El Oriente que los griegos inventaron.

Ya desde los tiempos homéricos era patente para los relatores griegos la diferencia entre las tierras cultivadas y habitadas por hombres que se alimentaban de pan, y aquellos míticos páramos, donde no había lugar para el hombre, y que constituían un auténtico reino del caos. Recuérdese, por caso, el retorno de Ulises a Ítaca, viaje plagado de bestias, divinidades, costumbres y prácticas ajenas al conocimiento humano. Pero ningún hombre como él se cruzará en el camino del vencedor de Troya[3]. Pues, en definitiva, para Homero, en los márgenes del mundo, lo real y lo irreal se confunden, y la identidad se refugia en una, al menos, descriptible condición humana, mientras que lo que rodea al propio mundo pareciera encontrarse, ya sea por arriba o por debajo de esa condición

Esta diferencia habría de sufrir un cambio radical durante las Guerras Médicas, cuando una palabra, «bárbaro», pasó a equivaler a un tipo de hombre: el persa, y a un territorio, Asia, en lo que habría de constituir la primera «visión política de la alteridad»[4]. Pues la identidad griega es inseparable del ascenso de la polis, que afirma la superioridad de las relaciones «políticas» y de la ley codificada sobre las relaciones parentales y de afinidad.

En este contexto, el bárbaro es quien desconoce la polis, la vida bajo las reglas impuestas por la comunidad, y está condenado a vivir sometido a un rey, en el «despotismo» y la «esclavitud generalizada». Es esta debilidad, explica Heródoto, la causa de la derrota persa en la guerra. Señala Heródoto:

«Resulta evidente -no por un caso aislado sino por norma general- que la igualdad de derechos políticos es un preciado bien, si tenemos en cuenta que los atenienses, mientras estuvieron regidos por una tiranía, no aventajaban a ninguno de sus vecinos en el campo militar; y, en cambio, al desembarazarse de sus tiranos, alcanzaron una clara superioridad. Este hecho demuestra que, cuando eran víctimas de la opresión, se mostraban deliberadamente remisos por considerar que sus esfuerzos redundaban en beneficio de un amo; mientras que, una vez libres, cada cual, mirando por sus intereses, ponía de su parte el máximo empeño en la consecución de los objetivos» [5]

En suma, en tiempos de lucha con los persas, la «grecidad» adquiere su rostro definitivo, el primer rostro de la cultura occidental: mientras que el griego vive en libertad, acepta sólo el reino de la ley y, prudente, toma sus decisiones colectivamente, en el seno del ágora, el persa vive de modo perpetuo en la desmesura (hybris), consecuencia lógica de seguir ciegamente los dictados de una voluntad despótica[6].

No hace falta recalcar que la mayoría de estos tópicos son todavía hoy parte de la agenda de justificaciones del imperialismo: el derrocamiento de Saddam Hussein, sin ir más lejos, se hizo tanto en contra de la posible fabricación de armas de de destrucción masiva como -cuando éstas, sencillamente, fallaron en aparecer- para dar al pueblo iraquí «una verdadera democracia».

3. La Edad Media: Las Cruzadas, instrumento de expansión.

Durante la Edad Media, se consolidó en Occidente un nuevo poder, hasta el punto de alcanzar una fórmula institucional que perduraría durante dos milenios. Mientras en Oriente el Islam llegaba a su apogeo, en Europa la Iglesia, que había sobrevivido a la decadencia y caída del Imperio romano y a la instalación de los primeros reinos romano – germánicos, estaba hacia el año mil en condiciones de disputar la hegemonía política a los poderes temporales[7].

Eran estos tiempos de expansión territorial, y pronto, cuando se alcanzó cierto nivel de saturación, se volvió evidente que las tierras y los hombres a disposición en la propia Europa no eran suficientes para las ambiciones de los sectores dominantes. En aquel peligroso momento, en que el pillaje inter – feudal podría haberse vuelto endémico, fue la voz de la Iglesia, interesada en mantener un statu quo que le era favorable la que dirigió la mirada de la entera Cristiandad -excepción hecha del mundo bizantino, blanco accesorio del ataque-, de nuevo hacia el Oriente, cuyas riquezas serían la necesaria válvula de escape para la etapa de acumulación en curso.

Sólo que esta vez no se trataría de merecimientos, sino de Jihad, o sea, de Guerra Santa. La expulsión de los musulmanes y la recuperación del Santo Sepulcro -así como de todas las tierras que pudiesen colocarse bajo la bandera feudal- no eran vistas como consecuencia inevitable de un conflicto por lo demás inexistente, sino como el liso y llano cumplimiento de la voluntad de Dios, que sólo su Vicario podía escrutar. La convivencia preexistente con el Islam fue rota en todas las fronteras, y una división cultural permanecería latente entre católicos y musulmanes hasta los tiempos actuales.

4. La Ilustración: recuperación de los temas clásicos y cristalización de una mirada colonial.

Pero fue recién en tiempos de la Ilustración cuando el acervo de tópicos y rencores heredados cristalizó en un conjunto coherente de pensamiento, que trazaría en el mapa del mundo una frontera política y cultural perdurable.

Ya en el Renacimiento, intelectuales como Maquiavelo y Bodin insistieron en una de las especificidades del vértice político en Asia: la inexistencia de estratos intermedios -esto es, de una nobleza hereditaria propietaria- reforzaba el tópico de la «esclavitud generalizada»[8]. Para Bodin, la clase de despotismo resultante era esencialmente extraña a Europa[9]. En el siglo XVII, Bacon y el médico francés Bèrier reforzaron estos tópicos, pero en el siglo XVIII, la expansión colonial hizo de conceptos políticos inicialmente reducidos a Turquía y a la zona de los Balcanes los cimientos de una teoría global comparativa de lo que Montesquieu llamó el «despotismo oriental», proyectado desde el inicio al entero continente asiático, incluidas China e India[10]. La carencia de propiedad privada, la condición social de igualdad civil de los habitantes, la sustitución de la ley por la religión -recordemos la ya mencionada importancia de la codificación de la ley en la constitución de la polis-, la ausencia de una nobleza intermedia hereditaria, resultaban inevitablemente en la inmovilidad histórica de estos territorios[11].

La mayoría de estos conceptos arraigaron aún más en la filosofía de la mano de Hegel y, sobre todo, de Marx, con su concepto de modo de producción asiático. Recientemente, la crítica demoledora de Perry Anderson, en la cual hemos basado mucho de lo aquí comentado, ha demostrado que el conjunto de rasgos señalados para dicho modelo son, a lo sumo, vías alternativas y no convergentes, cuando no absolutos desaciertos[12].

Con Hegel y con Marx -pero, más penosamente, con quienes heredaron la tarea de adecuar su pensamiento a los nuevos tiempos- la tan mentada «universalización de la historia» devino, en el fondo, su occidentalización: en especial, resulta clara la gravedad de la inercia histórica del Oriente en el modo de producción asiático -una categoría marxiana bastante poco feliz-, que sólo podría quebrarse al precio de una intervención externa del capitalismo expansivo. Anderson concluye -y acompañamos su pensamiento- que «la evolución de Asia no puede reducirse en modo alguno a una categoría residual uniforme, construida con los sobrantes del establecimiento de los cánones de la evolución europea […] Únicamente en la noche de nuestra ignorancia adquieren el mismo color todas las formas extrañas»[13].

5. Conclusiones: La invención de Oriente.

El Islam es el heredero histórico de una serie de tropos y figuras político-literarias sobre el Oriente en general, producidas con anterioridad a su llegada, las cuales fueron regularmente funcionales a la legitimación de las agresiones europeas.

Desde Occidente, los territorios «asiáticos» -es decir, al este de cierta frontera invisible que cambiaba con los años, las migraciones, y los intercambios culturales- fueron vistos a partir de un único prisma casi un milenio antes del nacimiento de la nueva religión.

Si bien los términos se readecuaron, Europa siempre vio en el Oriente un espacio sobre el cual tenía el legítimo derecho -y agregaría, el deber- de predominar, debido a su intrínseca superioridad cultural y moral, a su «libertad», a su organización política y social, a su religión -la única asumida como verdadera-, etc.

Ya fuera para una fallida aculturación, para la ocupación política y el establecimiento de un sistema tributario de tipo feudal, para la moderna expansión colonial o para saciar la renovada e infinita necesidad de mercados que el capitalismo en su fase imperialista sufría, el Oriente -y especialmente el cercano, lindante con las formaciones sociales europeas- ha sufrido de modo continuo la agresión europea. Irreductiblemente distintos -lo cual habla de firmeza, no de un carácter «primitivo»-, los pueblos que allí habitan han resistido dos mil años, pero el legado de la experiencia colonial y las heridas resultantes -y aquí la lista iría de Bosnia al Líbano, de Turquía a Cisjordania, de Serbia y Montenegro a las planicies del Golán- siguen abiertas, y la sangre que mana de ellas ha dejado de ser simplemente musulmana -tal vez por ello nos interesamos en el tema-.

La renovada agresión que vemos hoy casi sin genuino azoramiento, realizada en nombre de la «Guerra contra el Terrorismo», sólo promete a los herederos de Príamo, Darío y Saladino más sangre ¿Pero recordarán los herederos de Agamenón y Ulises que la desmesura siempre recibe castigo? Pues, en cada suburbio bombardeado con las «inteligentes» bombas norteamericanas o israelíes, en cada familia ultrajada, en cada minoría desplazada, encontrará Bin Laden[14] un nuevo joven recluta, dispuesto a cargar explosivos con andar sereno en una mochila, a estrellar aviones contra un edificio de un centenar de pisos, o sabrá Dios -el de cada quien- a qué otro sangriento designio.

Ezequiel Meler, [email protected]



[1] Dedico este trabajo a mis interlocutores de los últimos tiempos: Julián Giglio, Laura Cucchi, Silvina Cormick y, last but not least, a Juan Pablo Fasano.

[2] Nietzsche, Friedrich: Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida, Madrid, EDAF, 2000, P. 66.

[3] Un clásico sobre este tema es Finley, M. I.: El mundo de Odiseo, México, FCE, 1966. Más cerca en el tiempo, es ineludible Hartog, F.: Memoria de Ulises. Relatos sobre la frontera en la antigua Grecia, México, FCE, 1999.

[4] Hartog: Memoria de Ulises…, p. 122.

[5] Heródoto: Historias, Madrid, Gredos, 2000, V, 78, p. 138-139.

[6] Hartog: Memoria de Ulises, p. 118.

[7] Es muy interesante en este sentido la tesis de Alain Guerreau, sobre la función de hegemonía de la Iglesia respecto del entero orden feudal. Véase, al respecto, Guerreau, A.: El Feudalismo. Un horizonte teórico, Barcelona, Crítica, 1984, especialmente el capítulo 6, pp. 229 y ss.

[8] Anderson, Perry: El estado absolutista, Madrid, Siglo XXI, 1994, pp. 407-408.

[9] Ibídem, p. 408.

[10] Ibídem, p. 410, p. 477.

[11] Ibídem, p. 479.

[12] Ibídem, nota B, pp. 476-568, pero muy especialmente la página 507.

[13] Ibídem, p. 568.

[14] O quien sea que lo releve, pues la innovación organizativa de Al Qaeda -es decir, la unificación en una sola fuerza militar de los grupos fundamentalistas más significativos, la globalización de conflictos antes territorialmente acotados, y el ataque a los intereses y a la sociedad civil europea- parece a todas luces imperecedera, aún si el liderazgo actual es desmantelado. Al respecto, véase Meler, Ezequiel: «Al Qaeda y el nuevo terrorismo fundamentalista. Un acercamiento político distinto», en www.rebelion.org, 22 de febrero de 2006.