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La izquierda como adjetivo

Fuentes: Rebelión

Cuando la verdad sea demasiado débil para defenderse tendrá que pasar al ataque Bertold Brecht Expongamos la tesis que se pretende demostrar. En sociedades sin política, en territorios devastados por la capacidad de reproducción y multiplicación del capital en su actual grado imperial, dominada la geografía, el tiempo y el espacio -lo que denominan realidad- […]

Cuando la verdad sea demasiado débil para defenderse tendrá que pasar al ataque

Bertold Brecht

Expongamos la tesis que se pretende demostrar. En sociedades sin política, en territorios devastados por la capacidad de reproducción y multiplicación del capital en su actual grado imperial, dominada la geografía, el tiempo y el espacio -lo que denominan realidad- por la posibilidad de extender –ad infinitum– la explotación y las imágenes simbólicas espectaculares que la acompañan, ausente la tensión dialéctica impulsora de una lógica de combate en el seno de la izquierda anticapitalista, sólo queda el adjetivo. O el protocolo y los rituales de mesa. Del sujeto organizado y el verbo transitivo, es decir, de la conciencia de clase (la potencia transformadora) y el acto (la toma del poder) hemos pasado a la (re)construcción de la subjetividad como refugio de la identidad de las multitudes (pabellón de insomnes) y a la resistencia verbal (en el mejor de los casos) como forma estética/ética de intervención pública. El panorama es, por tanto, desolador. Un paisaje donde los restos de la izquierda socialdemócrata -por no decir los epígonos peor formados de la historia del movimiento revolucionario- navega (stultifera navis) entre ruedas de prensa y reuniones, entre los últimos avances psicológicos del marketing y la parafernalia cultural camino del abismo, su reino. El estado de mercado occidental es, sin duda, una sociedad postindustrial sin política.

El adorno, la mercancía sofisticada (sea conceptual o física), ha adquirido la entidad de hecho esencial, central, de todas las discusiones (mejor sería decir conversaciones) y de todas las (in)existentes relaciones. Los hilos que tejían la estructura de los movimientos políticos anticapitalistas (partidos, sindicatos y asociaciones) se han convertido en redes múltiples donde la (inter)acción apenas existe. La organización, en el sentido fuerte del término, ha dejado paso a un repertorio de números de teléfono y direcciones de correo electrónico que circulan atravesando la red como estrellas fugaces. La forma clásica de organización de lo sustantivo, de las personas y las cosas, ha sido barrida (con la contribución de todos) sin que otra alternativa articulada se vislumbre en el panorama. El modelo del partido bolchevique («la idea leninista de la organización presupone el hecho de la revolución, la actualidad de la revolución», escribe Lukács) que conquistó el poder es denostado como vestigio arqueológico. La diferencia entre una revolución y un foro social es evidente. Cuando los foros empezaron a cuestionar con firmeza el sistema de opresión, cuando sus manifestaciones incomodaron (no es otra la expresión correcta) a los dirigentes mundiales, el capital levantó una defensa militar en Génova. Hubo un muerto, Carlo Giuliani, pero pudieron ser cientos. El ajedrez tiene sus reglas Y, o se cambian de raíz, o se juega a otra cosa.

Lo moderno y necesario es, para una parte importante de la izquierda altermundista (ahora se llama así, según la santificada terminología de Le Monde diplomatique), la creación de una estructura desarticulada y flexible, los nudos y las resistencias grupusculares. Esta parte de la izquierda -que asocia en su imaginario de cristal la idea de organización con la experiencia soviética- olvida que el capital, cuando necesita aglutinar fuerzas para cualquier batalla (y son muchas) recurre a los principios elementales de la unidad organizativa: cohesión interna, disciplina, disponibilidad, vanguardias conscientes en los medios de comunicación, etc. Desde los lejanos tiempos de la construcción del cristianismo como fenómeno ideológico y de la iglesia como estructura de poder Tú eres Pedro y sobre esta piedra construirás mi iglesia hasta el terrible y transparente En una fortaleza asediada toda disidencia es traición de Ignacio de Loyola, el capital -con su componente íntimo de alineación religiosa- ha considerado siempre el modelo de estructura férrea como un elemento imprescindible para su expansión y éxito. ¿Es posible concebir un régimen abierto y (casi) asambleario -plural y capaz de recoger las distintas sensibilidades, diría G. Llamazares- en los consejos de administración de las grandes corporaciones del complejo tecnológico-militar que rigen la economía mundial? ¿Puede alguien imaginarse una nube de mosquitos en la estructura operativa, de choque, del capitalismo? Hubo un tiempo -Saint-Just y Trostky son ejemplos- en el que las organizaciones eran, a la vez, políticas y militares.

Algunos dirán, siguiendo el viejo esquema de «ni OTAN ni Pacto de Varsovia» tan desarrollado por el prealtermundismo durante la campaña anti-OTAN de 1986, que las soluciones no pasan por experiencias conocidas (jacobinos, bolcheviques, foquistas) sino por (re)pensar las fisuras del capital y su modus operandi para destruirlo (con un manifiesto, imaginamos) y que tan horrible y trágica para la humanidad (como si fuera algo tangible) era la perspectiva de la OTAN como la del «imperialismo» soviético. Es posible que estos argumentos (menores) contengan una parte de razón (histórica) pero lo seguro es que tras la desaparición de la URSS, la fase imperial de la explotación ha tomado un camino sin retorno, un giro desconocido hasta a fecha. El argumento siguiente no es mayor y debería ser criticado, pero más de uno puede -con justicia- considerar que los derechos sociales, colectivos, se defienden mejor con un silo de misiles SS-20 apuntando a Wall Street (como ha hecho EE.UU. con sus intereses -desde la doctrina Monroe- en Latinoamérica) que desde una mesa de negociación con los sindicatos de servicios bebiendo agua mineral de marca. La merma de derechos adquiridos que supone el tratado constitucional europeo podría ser una buena prueba de ello. Para no perder la senda y volver al principio, las mencionadas armas de disuasión serían, en este caso, lo sustantivo (las herramientas últimas de la organización) y las mesas de negociación plurales lo adjetivo. Visto que en el estado de mercado no existe Política (nada que afecte al progreso de la colectividad se lleva a cabo sin el nihil obstat del capital y sus representantes), el adjetivo y los colores predominan. Rosa palo, azul turquesa, naranja suave y verde (con y sin praderas). La paleta cromática explica con claridad la relación de fuerzas existente. Para el capital, no existe diferencia -con perdón- entre el Stabat mater de Pergolesi y el Ave María de David Bisbal. El capital cultural y el capital simbólico de Bourdieu, instrumentos de la navaja crítica para la definición del concepto de clase, empiezan a ser, también, vestigios de otra época. El capital es uno y se dice de muchas maneras, como el ser de Aristóteles. Todo es adjetivo. Desde la sensación térmica a las sensibilidades en el seno de la izquierda. Si viviera el maestro italiano y sus magníficos acordes sonaran en las radios, es posible que al cabo de unos días preguntara a su casa discográfica por la implantación de su obra en las tiendas de Extremadura. El capital es universal. Como universales son sus ramificaciones.

En el escenario de los juegos florales, el intercambio de ideas -lo que hoy se denominan ideas, es decir, tópicos de carácter circular sin desarrollo argumental- aparece en el tercer acto, cuando la trama está expuesta y apuntado el final. En las sociedades espectaculares sin política, la banda sonora, el decorado y las luces ocupan el lugar del texto, de los sustantivos y los verbos. Ningún espectador, en su sano juicio, puede recordar las palabras de un líder político o sindical escuchadas ayer. Pero recordará el color de la corbata, el peinado o el chiste fácil que sirve como destello o percha de enganche televisivo. El discurso no se emite para ser entendido, criticado o estudiado; antes al contrario, está «puesto a disposición del público de manera comprensible» para servir de soporte a la mise en scene. Las viejas discusiones materialistas (superadas) sobre forma y contenido han dejado paso a la discusión sobre las formas de las formas. El capitalismo en esta fase global (obvio resulta recordar que el capitalismo siempre fue global desde la invención del cheque y la letra de cambio) es forma, o por decirlo en dos palabras, el capitalismo es el modelo de reproducción de la forma. El sistema de valores impuesto por la fuerza de las armas (EE.UU. domina el mundo desde su incuestionable potencia militar) es también un adjetivo. Y como todos los adjetivos, afilados como un estilete, pueden matar. Los sustantivos y los verbos son, pese a la apariencia, intrascendentes a la hora de retratar el panorama.

Sociedades sin política, flores de plástico sin el recuerdo de la naturaleza, políticos (títeres) carentes de una concepción general de las cosas a merced del oleaje de los estudios de mercado y las estadísticas, coches que parecen sofás, sofás -tan acogedores, sintéticos, ergonómicos y cálidos- que parecen amantes, amantes (de silicona -ellas- y anabolizantes -ellos-, o al revés) que invitan desde cualquier tribuna publicitaria al placer sexual sin sexo. Sexo sin contacto físico, explotación cotidiana sin víctimas visibles, imágenes de destrucción permanente retransmitidas urbi et orbi como si fueran escenas una nueva producción de Hollywood, capitalismo de producción sin fábricas en las ciudades de los viejos estados-nación. El estado de mercado es un carcelario código de barras donde lo accesorio, el adjetivo, ocupa el lugar central del discurso. No es oro todo lo que reluce, piensa la urraca desde la rama del árbol.