«Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa» Emma Goldman Partamos por lo obvio. El Chile del 2014 no es el mismo país que el de hace unos años atrás. Ese lugar común repetido hasta volverse cliché se enuncia en diversos discursos de las izquierdas y el progresismo; nos convoca a comprender que a […]
«Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa»
Emma Goldman
Partamos por lo obvio. El Chile del 2014 no es el mismo país que el de hace unos años atrás. Ese lugar común repetido hasta volverse cliché se enuncia en diversos discursos de las izquierdas y el progresismo; nos convoca a comprender que a través de la irrupción de nuevos actores socioculturales se desmontaron y reordenaron los encuadres que hasta entonces delimitaban las estrechas fronteras de la deliberación pública. Nuevos o silenciados discursos atiborraron la escena público/mediática, abriendo importantes posibilidades de transformación social y política. En un sentido inmediato, se cambió la agenda y, en un sentido de más largo aliento, se produjo una ruptura o giro epistemológico que reordenó las cartografías cognoscitivas que diagramaban lo posible y lo imposible y, por tanto, dibujaban los límites de la acción política. En breve, lo que ayer se hubiese signado como poco realista o incluso demencial, hoy muchas veces aparece como lo razonable.
Si bien estas transformaciones en el plano de lo deliberativo por sí mismas no aseguran los cambios en la textura social, no cabe duda de que el hecho que se pongan en circulación nuevos «sentidos políticos» resulta positivo para quienes apuestan por transformar el país.
No obstante, ante la irrupción de esta nueva escena, las izquierdas lamentablemente han tenido dificultades tanto para diagnosticar como para actuar en un territorio que se les ha revelado ignoto y plagado de incertidumbres. Aún, y es sano reconocerlo, nos encontramos a tientas, palpando y asimilando las profundidades de las nuevas grietas. Sin duda, esta situación se ve reforzada por el crónico conservadurismo de nuestras identidades , por la tozudez de querer leer al nuevo Chile con las herramientas teórico-políticas de tiempos pretéritos y porque aún no somos capaces de leer, primero, la hondura y, segundo, las lógicas de los cambios. Y, como es obvio, difícilmente lo haremos con las herramientas de siempre cuando se trata de un paisaje distinto. El nuevo Chile también exige nuevos marcos de comprensión. Y las izquierdas parecen moverse como un péndulo entre dos polaridades. Una, inscrita en la comodidad «y pureza» de la política de minoría, que tratando de eludir todo riesgo, lee todos estos nuevos fenómenos desde una desconfianza destructiva y, con ribetes de pesadilla Orweliana, imaginan que todo lo nuevo sería una reedición del viejo orden sistémico. Y otra, aquellos que en la borrachera del entusiasmo, simplifican lo complejo, aplicando viejas claves de aproximación a la contingencia y, desde una perspectiva celebratoria del nuevo ciclo político, se conforman con ser una mayoría electoral y no una mayoría político-cultural; o, en el paroxismo de la ingenuidad, sostienen que la mera acumulación de movilización y desconfianza hacia el sistema lo derrumbará.
Más allá de las diferencias que pueden haber entre estas dos polaridades, unos y otros comparten la vieja matriz de representación: la idea de hablar/representar a otros, al pueblo; que deviene en una noción de soberanía delegada, tanto el que piensa que el cambio se producirá (sólo) por un pacto electoral «desde arriba», como el que piensa que la revolución la hará la vieja vanguardia leninista, es decir, un pequeño grupo de iluminados que «se pone el proyecto transformador en el hombro» y que «conduce» al pueblo, a pesar de su «ignorancia», hacia la victoria.
A pesar de lo anterior, los demócratas sabemos que cuando algo no sirve, hay que cambiarlo. Y debemos partir de una vez por hacer los esfuerzos de imaginar una izquierda con vocación de mayorías que supere lo meramente testimonial, que dibuje un plan de poder que no sólo la limite a influenciar, que entienda la heterogeneidad como una característica a relevar y no como un peso a cargar, que supere los anclajes culturales derrotados por la violencia reaccionaria de las décadas pasadas (¡que asuma la derrota!), que no caiga en el mesianismo que conllevan las verdades cerradas, sino que interpele y dialogue críticamente con la ciudadanía, que no sólo conecte con quiénes ya sabemos están con nosotros sino justamente con quiénes sin tener intereses en contra de una sociedad distinta no se muestran a favor. Es momento de superar la vieja fraseología izquierdista y salir a convencer, más que sólo a vencer. Debemos concentrar nuestros esfuerzos en una estructura organizativa y estratégica que pueda articular trabajo de base y eficacia, movimiento ciudadano y dirección, sin perder nunca el espíritu radicalmente democrático que guía a los socialistas del siglo XXI.
Señalar qué izquierda queremos, presupone una pregunta anterior: ¿Qué es la izquierda? Como dice Frédéric Lordon «ser de izquierda es una situación en relación con el capital. Ser de izquierda es situarse de cierta manera respecto del capital. Y más exactamente, de una manera que, habiendo planteado la idea de igualdad y democracia verdadera, habiendo reconocido que el capital es una tiranía potencial, y que la idea no tiene ninguna posibilidad de adquirir alguna realidad, entiende que su política consiste en rechazar la soberanía del capital. No dejar que el capital reine, eso es ser de izquierda«. Por tanto, una política de izquierda busca colocar las decisiones que monopoliza el capital en manos de la ciudadanía, es decir, democratizar la democracia, y desmercantilizar la vida, dar contenido material al ser ciudadanos. Pablo Iglesias, líder de la reciente formada organización española Podemos, lo expresa así: «la democracia es un movimiento expropiatorio que busca quitar poder a quienes lo ostentan, para repartirlo entre quienes carecen de él«. Mejor dicho, imposible.
La izquierda que queremos, esta situada en un contexto de crisis de la democracia representiva en manos del capitalismo neoliberal. En una trama de alto distanciamiento de la política y la «gente común», diagnóstico que la «izquierda tradicional» realiza muchas veces, pero sigue reproduciendo esa separación desde sus estructuras orgánicas (y creencias políticas trascendentales), arguyendo una inflexión naturalizada entre formas y fondos. No obstante, como lo demostró contundentemente el siglo XX, las estéticas enuncian las éticas. Lo que no quiere decir, por supuesto, que construir mayorías no implique cabalgar en las contradicciones. Pero, y a estas alturas, es ineludible para una fuerza política, como lo es la (nueva) izquierda, que pretende democratizar profundamente la sociedad, articularse internamente de una sola manera: la más democrática.
La izquierda que queremos no puede convertirse en una estructura político-orgánica más que generé esa división entre los que hacen política y el conjunto de los ciudadanos, tenemos que esforzarnos (y mucho) en dotarnos de instrumentos de participación que aseguren alto niveles de protagonismo ciudadano, que no desconozcan las actuales tecnologías de la información y comunicación, las redes sociales, la telemática, el papel de la televisión en la construcción de las identidades y textos sociales, el de la sociedad civil no organizada, de los nuevos actores y movimientos sociales.
No sólo debe abordar las luchas por la redistribución, sino también reconocer desde nuevas construcciones no coloniales ni patriarcales, todos los tránsitos políticos disidentes al monólogo del capital. Las izquierdas deben defender y darle valor a las diferencias y pulsiones diferenciadoras; la izquierda que queremos atiende a las experiencias de América Latina y la originalidad de las mismas. Comprende que nuestros procesos no deben ser «calco ni copia» de los proyectos metropolitanos.
Sabemos que la política es demasiado importante para que esté en manos de una autodenominada clase política. De la política depende que haya hospitales y escuelas que funcionen, las condiciones materiales en las cuales se trabaja o estudia, en rigor de la política depende la estrategia de sobrevivencia de un colectivo humano, por lo mismo decimos que todo es política. Debemos convencernos de que el cambio en nuestro país, aprendida las lecciones de los últimos años y las distintas irrupciones sociales tiene su ritmo puesto «desde abajo» y va a dibujarse en directa relación con el aumento de los niveles de protagonismo ciudadano, por lo mismo la noción de soberanía delegada es insuficiente y no va en la dirección del progreso societal y espiritual que se requiere. Debemos ser una izquierda que valore los esfuerzos reformistas del actual gobierno, que dispute el carácter de las reformas, ampliando las convocatoria detrás de las mismas, por lo tanto, que las entiende en un horizonte de más largo aliento, que inscriba en un país con una cultura «institucionalista» como el nuestro, una dialéctica de poderes constituyentes y constituidos. La izquierda que queremos debe ser capaz de construir una voluntad colectiva nueva que se vuelva institución, cotidianidad.
La izquierda que queremos defiende la fiesta como una acción política y el afecto como la mejor estrategia orgánica, supera el desprecio por las formas de «expresión de las masas» incluyéndolas a su orden del día, una izquierda que no lee como «alienación» la risotada desbordada o las estéticas «kitsch», que disputa la palabra p/matria, y potencia los métodos movimientistas. Entiende que lo atractivo no es monopolio de la derecha o de la sociedad del espectáculo. Facilita las formas de participar en política, de acceder a ella. Prefigura en su vida interna elementos del futuro, constituye nodos de presencia de lógicas sociales otras en la contingencia, maneja herramientas políticas configurativas y reconfigurativas. Otorga más autonomía e independencia a las regiones (es regionalista), mayores márgenes de maniobra, sin rebasar los criterios lógicos de coordinación, coherencia y responsabilidad en una comunidad de escala nacional.
La propuesta es muy humilde, estamos convencidos de que la clave para que cambien muchas cosas en un país que (informe Auditoría a la Democracia del PNUD) «explica su desigualdad socioeconómica producto de las desigualdades políticas«, pasa por la ciudadanización de la política, por el protagonismo de la gente. Las condiciones para proponer un nuevo programa de empoderamiento ciudadano -de relaciones entre las personas e instituciones- están, fueron abiertas y empujadas estos últimos años por la movilización tanto de movimientos sociales, como de presencias colectivas. Una revolución ciudadana para Chile es posible; un carnaval democrático que subvierta las jerarquías e imprima una energía refundacional de/en los cuerpos, un rito de renovación de lo público que tenga su fuente originaria en la restitución del poder en el soberano y la hechura de una nueva constitución vía una asamblea constituyente.
Parafraseando a nuestra Gabriela Mistral, la izquierda que queremos es un proyecto con voluntad de ser.
Matías M Valenzuela Comisión Política de la IC y Francisca Muñoz Presidenta CNJ de la IC
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