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La legitimación del crimen

Fuentes: Argenpress

La dignidad puede estar relacionada con la memoria. Pero los acontecimientos colombianos parecen construirse para la indignidad y la desmemoria. Y con una oscura naturaleza de impunidad. Cuando un país, o, en otra dimensión, un pueblo pierde la dignidad, se camina por la cuerda floja de la barbarie. El crimen se ha vuelto una manera […]


La dignidad puede estar relacionada con la memoria. Pero los acontecimientos colombianos parecen construirse para la indignidad y la desmemoria. Y con una oscura naturaleza de impunidad. Cuando un país, o, en otra dimensión, un pueblo pierde la dignidad, se camina por la cuerda floja de la barbarie.

El crimen se ha vuelto una manera de legitimar proyectos económicos, de fuerza e imposición de un pensamiento único, como el paramilitar. Hoy en día parece honroso -por lo menos para algún sector- apelar o haber apelado a la violencia, si se buscaba con ella -es un decir- la expulsión y aniquilación del otro, del rival, del opositor.

Se quiere presentar como ‘justa’ la expoliación de millares de campesinos; y como un movimiento de salvación a aquellos que, en otros días, ejercieron una violencia inimaginada, la de la motosierra, la decapitación, la muerte atroz de la víctima. Todo parece señalar que en la historia que ellos escriben y escribirán serán los nuevos héroes.

Tal vez, como lo pensaron los nazis, aquellas hordas criminales, hoy merecedoras de una ley de Justicia y Paz, dirían que sus acciones eran tan horrorosas que nadie las podría creer. Quién iba a creer, por ejemplo, que unos tipos, vestidos de militares, fueran capaces de jugar un partido de fútbol con la cabeza de una de sus víctimas como balón.

Sí, aquello era una especie de ficción paranoide, de película de sicópatas. Sin embargo, era real. Atrozmente verdadera. Sucedió, por ejemplo, en febrero de 1997, en Bijao del Cacarica, Urabá antioqueño. Los paramilitares -y algunos militares- habían copado el caserío. Obligaron a un lugareño a bajar unos cocos. Marino López, se llamaba. Después, cuando él les reclamó su cédula, le acusaron de guerrillero.

El hombre les dice que no es guerrillero. Lo golpean, lo insultan. Uno de los paramilitares toma un machete y le ocasiona varias cortadas. El herido intenta huir, se lanza al río. Los de afuera le gritan que será peor. Marino, intimidado y sangrante, vuelve a tierra y en el momento en que sale del agua un paramilitar le corta la cabeza. Y con ella arman un ‘picadito’. Un balón de horror es chutado de acá para allá, de allá para acá, en un infernal cotejo.

Es un horror exacerbado y una crueldad extrema de la cual, incluso quien la vio, no desea darle crédito. Es la pérdida de cualquier moral, de cualquier signo de respeto. Es la deshumanización o bestialización, que se va tornando virtud. Se dice, sin sonrojos, que el paramilitarismo era -es- una suerte de redención.

En este país, de víctimas a granel, y en el cual éstas no valen nada y están siempre invisibles, la dignidad se vino a pique. No tanto aquella que nunca han tenido sus gobernantes, siempre de rodillas ante el amo imperial, sino, peor aún, la del ciudadano de a pie.

Pasa que aquí no hay crímenes atroces. Y si los hay, de no tener indulto u otra garantía de impunidad, se les dará pena reducida. Bueno, también pasa que al victimario se le puede ir la memoria, sufrir un alzheimer, mostrarse ya como un anciano prostático, que debe posar ante las cámaras como un patriarca. Sucedió, digamos, con Ramón Isaza, el más ‘viejo paramilitar’ colombiano. Ah, hay que recordar que aquí los paramilitares (excepto uno que otro) y los guerrilleros se mueren de viejos.

Es un extraño país este en el cual todo indica que hay una legitimación del horror. Y del crimen. Así podría deducirse de una encuesta reciente en la que parece que en una interesante cantidad de colombianos ‘llevan un paraco’ en su corazón. El proyecto paramilitar también se aplica y opera en las mentes. No es solo para cortar cabezas.

Y esa legitimación, ayudada por medios de comunicación acríticos, contribuye a la amnesia colectiva y a la indignidad. Qué otra cosa puede pensarse, por ejemplo, con lo sucedido en la audiencia del paramilitar alias El alemán, jefe de un grupo siniestro, señalado de desaparecer y asesinar a cientos de campesinos.

El pasado 5 de junio, mientras un grupo de víctimas o de familiares de ellas, preparaba un acto para preservar la memoria y luchar por la dignidad, en Medellín, aparecieron los partidarios de alias El alemán para arrojar flores y confetis y cantar vallenatos y lanzar vivas al presunto héroe, que, además, se asomó por una de las ventanas del Palacio de Justicia a agradecer el festejo de sus adeptos.

Cuentan que la feria carnavalesca estuvo organizada por reconocidos jefes paramilitares de Urabá, que además -dicen los que vieron- fotografiaron y filmaron a las víctimas, en un acto de auténtica intimidación y, por supuesto, de desparpajo.

Como van las cosas, se está a punto de llegar a una conclusión: las víctimas serán las culpables de todos los horrores y de todos los crímenes.