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La lenta pero sostenida corrosión del sistema polí­tico

Fuentes: El Mostrador

En la historia de los países los períodos de incertidumbre producen desarticulaciones notables entre aquello que la sociedad piensa o quiere y lo que la política hace u ofrece. Normalmente son épocas de confusión social, en que los poderes políticos se autonomizan de sus bases de apoyo o control, las palabras pierden su valor, y […]

En la historia de los países los períodos de incertidumbre producen desarticulaciones notables entre aquello que la sociedad piensa o quiere y lo que la política hace u ofrece. Normalmente son épocas de confusión social, en que los poderes políticos se autonomizan de sus bases de apoyo o control, las palabras pierden su valor, y las instituciones se convierten en voluntades aisladas que se mueven sin mayor cohesión.

Si se observa con atención el panorama político nacional, Chile se está sumergiendo en uno de esos períodos. El desorden de los partidos, la relativización de las instituciones, la promiscuidad en los roles políticos, la baja calidad del debate. Pese a tener buenas condiciones para enfrentar los problemas que plantea la crisis global, el país parece incapaz de construir un sentido de orden colectivo y un proyecto nacional con dos o tres ideas fuerza que sostengan su coherencia como sociedad.

Lo anterior no significa que no existan buenas causas o buenas ideas. Simplemente carecen de cohesión al desvanecerse el ethos colectivo de la cooperación para un desarrollo nacional, el que sí cruzó el sistema político nacional durante la década de los 90′. En Chile, el poder ha quedado desnudo de argumentos doctrinarios, y la economía y la política son finalmente ejes autónomos entre sí.

De manera casi imperceptible el país está transitando hacia un escenario social de desafección y crisis. No por falta de estabilidad social, sino por inercia y falta de coherencia política. Ha perdido el rigor de la mínima responsabilidad social colectiva, y, como en el tango Cambalache, todo parece dar lo mismo. En esas condiciones, el éxito tiene una inercia arrolladora expresada en una popularidad que todo lo vence. Pero el fracaso cuando llega es una resaca estridente, normalmente teñida de populismo o autoritarismo.

El éxito económico ha permitido repartir beneficios. Desde protección y asistencia social, hasta ganancias garantizadas a las empresas. Pero ellos no inducen cambios de fondo en el funcionamiento del modelo económico y social ni en la política de propietarios. El modelo continuará siendo de amplia desregulación en el manejo de recursos naturales y un estatismo subsidiario sólo allí donde la iniciativa privada no alcanza o simplemente no se atreve.

Mientras haya recursos seguirán habiendo ingresos mínimos garantizados tanto para los más pobres como para las empresas eléctricas, las de agua potable o las concesionarias viales. Cuando se acaben, lo que en la volatilidad del capitalismo financiero actual puede ocurrir de manera muy acelerada, volveremos a la política de los propietarios. Entonces el papel mediador asumido por el Estado (y la política) se debilitará pues no habrá qué repartir.

El debate político que sobre estas y otras cuestiones debiera llegar con el año electoral presidencial, no llega. Ni tampoco logra asentarse el imaginario cultural de una república de amplia democracia, laica y liberal de cara al segundo centenario.

En la realidad el país exhibe un profundo bagaje de elementos reprimidos, palabras malditas, verdades a medias, vicios privados y públicas virtudes, así como elusiones políticas permanentes que atormentan el subconsciente nacional, hasta transformar a nuestra sociedad en un arquetipo psicótico de conservadurismo en todo, menos en lo económico. Hoy todo puede ser un negocio, incluso la política.