La letra con sangre entra es la máxima más conocida de la pedagogía autoritaria de todos los tiempos y en Colombia ha tenido una larga trayectoria, puesto que fue el principio rector de la educación católica que se impuso en este país después de 1886 y cuyos efectos nefastos todavía los sentimos los colombianos en nuestra vida cotidiana, educativa y cultural. Antioquia es uno de los lugares donde se convirtió en sentido común esa pedagogía autoritaria, hasta el punto de que alguna vez en la entrada del edificio antiguo de la Universidad de Antioquia aparecía en su frontispicio esta afirmación: «Si algo completa la decoración de esa sombría fragua donde se forjan los hombres del futuro es esa leyenda que los pobres muchachos tendrán siempre a la vista: ‘La letra con sangre entra’». Un texto crítico que indicaba hasta donde había penetrado el principio filosófico cardinal del autoritarismo educativo.
El niño, joven y adulto debía ser educado mediante la violencia, ejercida por padres, familiares, sacerdotes, mandos militares y profesores, en el hogar, en la escuela, en el cuartel, en la iglesia. Al alumno había que inculcarle mediante el suplicio y la tortura diaria que debía ser un modelo “ejemplar” de buen cristiano, obediente, sumiso y rezandero, de donde se desprendía la convicción de que eso garantizaba que en el futuro inmediato la sociedad mantuviera el orden y el respeto a las autoridades civiles, eclesiásticas, a los patronos y a los mandamases. La efectividad de ese resultado dependía, en ultima instancia, del maestro en el aula de clase: debía castigar al niño para no tener que enderezar al hombre. Se exaltaba al maestro castigador y se despreciaba al que no lo era, por ser débil y complaciente. Este no servía, no era el adecuado en esta lógica represiva de la pedagogía autoritaria. Se transmitía la idea de que el conocimiento y los valores que debía adquirir un estudiante eran proporcionales al sufrimiento que experimentara, entre más sufría mas aprendía y más obediente y respetuoso sería.
Y aunque pasando el tiempo este precepto pedagógico que le rendía culto al castigo fue entrando en crisis, se corporizó como sentido común en gran parte de la sociedad colombiana, incluso ya no tanto para aplicárselo a sus propios hijos, sino como norma de control de los cuerpos y espíritus del conjunto de habitantes de un Departamento en particular o del país en general. A quienes desobedecían había que aplicarle el cepo y suplicios ejemplarizantes a la vista púbica para que no solo el que era castigado se arrepintiera y no volviera a incurrir en faltas y desobediencia, sino, lo que era más importante, para que mediante el miedo los otros aprendieran y entendieran las consecuencias que generaba cometer cualquier falta o infracción que cuestionara el orden establecido.
Ahora conocemos una verdadera “revolución filosófica” gestada en Antioquia en materia de pedagogía, que sale de la Finca del Ubérrimo, esa academia en la que se irradia sabiduría, luz y conocimiento hacia el mundo entero, frente a la cual las escuelas filosóficas de todos los tiempos, de Sócrates en adelante, resultan insignificantes. El gran principio pedagógico que allí se acaba de concebir, y que llevaba años cocinándose, puede formularse sintéticamente con esta fórmula: La letra con vomito entra. Una formula genial que sintetiza magistralmente lo que es la pedagogía traqueta, y que tiene una relevancia similar a las que dieron origen a teorías tan revolucionarias como la evolución de las especies, la relatividad o la gravitación universal.
Miremos como se concibió tan maravilloso aporte a la pedagogía de todos los tiempos. El hijo de la “inteligencia superior”, Tomas Uribe lo contó hace pocas semanas y hay que cuestionarlo por haber mantenido en secreto durante varias décadas tan maravilloso experimento, que nos ha privado de ponerlo en práctica para que los colombianos no se salgan del camino y sigan la senda del respeto y se conviertan en colombianos de bien… bien traquetos.
El origen se encuentra en este hecho, que relató Tomás Uribe, sobre lo que le había sucedido a su hermano Jerónimo, cuando rechazó un jugo que el papá le había dado porque no le gustaba su textura: «Un día le sirvieron un jugo de fresa con banano. Lo tomó y se vomitó en el vaso. Mi papá se lo hizo tomar y hasta ahí nos llegó el capricho de no me gusta esto o aquello». Como prueba fehaciente de la eficacia de este precepto pedagógico, quien lo soportó, y al parecer lo disfrutó, agradece eternamente que ese día se le haya aplicado porque a ese comportamiento lo catalogó como “formativo”, y justificó los “castigos formativos”.
Además de los beneficios pedagógicos del nuevo emblema, La letra con vomito entra, debe destacarse que tiene derivaciones en otras formas de saber, porque recordemos que existe la orinoterapia, con múltiples beneficios. Así podemos hablar de la vomitoterapia, un aporte de los traquetos paisas a la medicina universal. Esta nueva terapia debe ser asimilada por América Latina y el mundo entero, si se recuerda que los colombianos la venimos disfrutando desde siempre, pero con más frecuencia en los últimos veinte años. Sí, desde el 7 de agosto de 2002, el pedagogo superior que fungió como inquilino de la Casa de Narquiño nos ha hecho comer a los colombianos nuestro propio vomito, y gran parte lo han disfrutado, y nos dice que su gesto ha resultado benéfico para la salud personal y la de todo el país, pero sobre todo por las enseñanzas morales que les ha dejado a los colombianos, una gran parte de los cuales aprendió a obedecer a quienes llevan motosierra en mano.
Claro, entiéndase que lo del vomito como letra es una metáfora y significa al traducirlo a la realidad cotidiana, que a los colombianos que no obedezcan, que se nieguen a reconocer las virtudes educativas y sanatorios del vomito ‒castrochavistas y terroristas tienen que ser‒ hay que castigarlos ejemplarmente, como aquellos niños que nuestro dulce y humanitario Ministro de Guerra, Diego Molano ‒un aventajado alumno de la pedagogía uribista‒ denomina máquinas de guerra y por eso hay que bombardear y masacrar. Porque el dilema que deja la letra profunda de nuestro pedagogo del ubérrimo es el siguiente: o se comen su propio vomito, y se aguantan, o los fumigo a plomo, para que aprendan, se eduquen y respeten, como debe ser, a la lumpemburguesía traqueta que es la dueña de esta finca que se llama Colombia.
Y ese es el precepto moral que se aplica al pie de la letra, extraído del manual de la pedagogía traqueta, como lo percibimos en el trato dado durante el paro nacional a quienes protestan: plomo venteado, según lo ha ordenado el “pedagogo del Ubérrimo”, a los desobedientes que se niegan a comerse su propio vomito, mientras que las “gentes de bien” saborean sus manjares en platos de oro y en sus ratos libres abalean a negros e indígenas en las propias ciudades, como se ha visto en Cali, porque se han atrevido a poner sus sucios pies en los barrios en donde solo son admitidos como sirvientes que entran por la puerta de atrás y nunca deben ser vistos ocupando las calles ni los espacios públicos. Ni más faltaba y por eso hay que obligarlos a que se sigan comiendo su propio vomito, porque no pueden mancillar la sagrada propiedad privada ni a sus habitantes vestidos de un blanco inmaculado y cadavérico.