Se tramita por estas fechas en el Senado de la República el proyecto de Ley No 107 de 2010 sobre Reparación Integral de las Víctimas, acumulado al N° 85 de 2010 «Por el cual se establecen normas transicionales para la restitución de tierras». Proyecto que ya hizo su tránsito exitoso por la Cámara de Representantes […]
Se tramita por estas fechas en el Senado de la República el proyecto de Ley No 107 de 2010 sobre Reparación Integral de las Víctimas, acumulado al N° 85 de 2010 «Por el cual se establecen normas transicionales para la restitución de tierras». Proyecto que ya hizo su tránsito exitoso por la Cámara de Representantes de donde salió el 13 de diciembre de 2010.
La importancia de este proyecto es que constituye uno de los más unánimemente sentidos reclamos de la sociedad. De la sociedad victimizada y la afecta al campo popular en todo caso se aclara, porque poderosos sectores sociales la consideran una injusticia y enfilan baterías contra ella. Constituye un imperativo para el establecimiento político y para las clases dominantes atender esta demanda de justicia que cuenta con una amplia solidaridad y acompañamiento internacional. Es tan claro esto, que el mismo presidente Santos ha manifestado que si no hiciera sino eso en su gobierno, sentiría que había cumplido una gran labor. Es más, dijo que con esta ley se pretende saldar una deuda moral con las víctimas de la violencia.
El problema de la manifestación presidencial, es el cómo, cuándo, a quiénes y cuánto; parámetros que son los que determinan la sinceridad y consecuencia de esas palabras. Porque el peligro siempre latente, es que se pretenda hacer «una ley de víctimas» para saldar nominalmente una deuda ante la historia y limpiar una imagen -bastante deteriorada por cierto- ante el mundo, pero como tantas cosas provenientes del Estado, sin reales contenidos de verdad, justicia y reparación, y menos garantías de no repetición.
Y el otro problema de la expresión del Presidente, es que eso de la «deuda moral», contenga una intención simbólica en la reparación, hacerla justamente «moral», escamoteando así lo que la deuda tiene de político, de económico y de social. Como si creando una categoría social con ese nombre «víctimas», ya estas quedaran honradas. La reivindicación de las víctimas debe ser integral y lo más completa posible. No simbólica como se oyen voces desde el campo oficial y la derecha militarista que así lo insinúa, en aras de «la paz», de que no se rompan la «armonía ni los consensos sociales». Verbo y gracia, que en una masacre cometida por las fuerzas oficiales, el desagravio a las víctimas consista en inmortalizar sus nombres en una placa escondida en el remoto caserío donde los sacrificaron.
La justicia para las víctimas es además consustancial a la justicia transicional y al post conflicto según enseñan los estudios en la materia, al igual que señalan el precio en violencia y descomposición social que sufren los países donde no se asume esa deuda. Y sabido es, el actual gobierno colombiano tiene como elemento angular de su ideario de inserción del país en las corrientes del capitalismo internacional y globalizado, la presentación de una nación «pacificada». Valga decir, sin riesgos de seguridad para la inversión extranjera en minería y en el agro, para los empresarios, ni para las masivas corrientes de turistas que han de visitarnos, según el lugar y papel que desde los centros del capitalismo mundial se nos asignó.
II. Caracterización del Proyecto de Ley de Víctimas y Restitución de Tierras
Lo aprobado por la Cámara de Representantes, hoy materia de discusión en el Senado ya permite un juicio crítico sobre la ley en curso.
Lo primero que hay que decir es que el Gobierno, consciente de su trascendencia e inevitabilidad – máxime si está pensando en términos de post conflicto-, se apropió del proyecto. Es iniciativa suya -nos referimos al actual, no a su génesis que está en el reclamo de la sociedad victimizada-, acordada con la bancada de la llamada Unidad Nacional, después de que hizo hundir el proyecto de Ley de Víctimas del Partido Liberal y el Polo Democrático Alternativo que se tramitaba en el Senado de la República en el 2009. Sobra decir, más progresista y justiciero éste, como que atendía el elemental requisito de consultar la voz de las víctimas a través de sus organizaciones.
Es significativo anotar que fueron los temas cruciales: fecha a partir de la cual debería operar la reparación, cuantía de ésta, reconocimiento de víctimas de agentes del Estado y la restitución de las tierras, los cuatro puntos que determinaron que el compromiso de la derecha mayoritaria para sacar una ley «razonable», se reversara y se decretara su hundimiento. Obviamente, tras esa bancada estaban los grupos de presión: gremios, medios, militares y desde luego el ex presidente Uribe Vélez. Esto, era de esperarse, fue encubierto por una razón más «aséptica», menos ideológica: la angustia por la sostenibilidad fiscal.
Los elementos más salientes -y críticos- de lo hasta ahora aprobado, son:
1. Reparación económica. La que se contempla es irrisoria, condicionada y hasta a plazos. Es decir, resulta teniendo el carácter simbólico y nominal que aquí se ha criticado, lo que en manera alguna satisface el reclamo de las víctimas porque el daño sí fue real y cuantificable. Este aspecto tampoco consulta los estándares internacionales sobre la reparación como restablecimiento en el goce de las condiciones materiales de vida perdidas y compensación por las que son imposibles de restablecer. Consciente el legislador de lo insuficiente de la reparación que se reconoce, deja en libertad a las víctimas para obtener una integral por vía judicial. Pobre consuelo ciertamente.
Pero lo que haría ya definitivamente burla la mezquina reparación contemplada, sería que ella estuviera sometida a la flamante «Ley de Sostenibilidad Fiscal» aprobada a iniciativa del gobierno, según la cual este tipo de leyes que contemplan prestaciones económicas, así como la satisfacción de los derechos económicos y sociales de la población -entre ellos los reconocidos vía tutela- están condicionados a que la situación fiscal lo permita. Es decir…….
2. Seguridad. La Ley, salvo por los contenidos declamatorios que son de absoluto rigor, se olvidó de una de las situaciones más graves que aquejan a las víctimas: que los victimarios están, al igual que antes, organizados y actuantes, y que en la medida en que aquellas reclamen -y más si triunfan-, son asesinadas. Han resultado de un enorme patetismo amén de demostración dramática de la sólida pervivencia de las estructuras paramilitares y la impunidad con que actúan, los episodios donde las víctimas reciben en ceremonia oficial del alto gobierno los títulos de sus tierras o la restitución de su posesión, y son asesinadas horas después.
Es decir, la seguridad de las víctimas no está casi que contemplada y menos resuelta en la ley. Y no lo está, por la potísima razón de que el repetido discurso del ex presidente Uribe Vélez y del actual, su entonces Ministro de Defensa sobre el desmonte total del paramilitarismo, resultó como se sabía y denunció por la oposición, una burda farsa. Tanto, que no quedó más remedio para guardar las apariencias de que no se mentía tan olímpicamente, que cambiarles el nombre. Ahora se llaman Bacrim. Sólo que, igual matan.
Entonces la pregunta obligada en materia de restitución de tierras el aspecto más positivo y justiciero de la ley, es: ¿cómo retornar si allí esperan amenazantes los paramilitares que agenciaron el despojo?
3. Memoria Histórica. Sabido es que la victimización tuvo y tiene múltiples dimensiones. Unas fueron muy personalizadas. Era matar a alguien por alguna razón en la mente del criminal y punto. Pero otras, las más, tenían el claro y diseñado propósito de destruir un proceso o una organización social. La fobia y la furia de los ideólogos del paramilitarismo contra cualquier forma de organización popular era tal, que en sectores populares de la capital de la República, Bosa, Soacha, Ciudad Bolívar, miles de jóvenes fueron asesinados, sólo por pertenecer a organizaciones sociales, léase teatrales, deportivas, culturales o inclusive religiosas. ¡Qué no decir de las que implicaban algún tipo de contestación!
¿Y que trae la ley sobre este necesario restablecimiento que pasa por la reconstrucción de la Memoria Histórica? ¿Y qué sobre rehacer el tejido destruido con las organizaciones comunales, deportivas, barriales desparecidas? ¿De los liderazgos idem? Esto comporta una mutilación en el alma de las comunidades que las hace otras, las vacía de lo que eran sus historias, sus tradiciones, los lazos que había entre ellos, sus formas de relacionarse. Y aunque lo perdido se perdió, se debe intentar rescatar esos valores, usos y costumbres que constituían su ser social. Porque una comunidad no es una aglomeración de personas asentadas en un espacio común.
No trae nada, salvo otra vez la parte declamativa.
4. Reparación Política. Y si lo acabado de exponer es así, ¿qué decir de cuando se trata de reparar políticamente a quienes confrontan al Estado por no estar de acuerdo con el modelo de dominación ejercido por la clase en el poder, y que el Estado decidió exterminar? Demasiado paradigmático y conocido es el caso de la Unión Patriótica, que tendría que tener un capítulo aparte en la Ley de Víctimas, con el tipo adicional de reparación que aquí se contempla. Nada de eso hay en el proyecto que se discute.
5. Responsabilidad Estatal. Como ya se reseñó antes, un «logro» de los sectores progresistas en el Parlamento, fue que se contemplaran las víctimas de agentes del Estado, o sea el Estado victimario, lo cual era inadmisible para algunos estamentos. Sin embargo, el precio de eso fue como era apenas previsible, que contradictoriamente se consignara que «La reparación no podrá interpretarse como reconocimiento de la responsabilidad penal del Estado» y que a ella se accede sólo «en virtud del principio de solidaridad».
El reconocimiento de que hubo victimarios del Estado, sin lo cual la ley no pasaría de ser irrisión, era forzoso como que la irrupción de la categoría «víctimas» y su posicionamiento en el imaginario colectivo y en el movimiento de derechos humanos, no se refiere a otras que a las agraviadas por agentes estatales ya directamente, ya a través de su estrategia paramilitar. No a las víctimas de la guerrilla, ni de la delincuencia común, ni del narcotráfico, ni de las catástrofes naturales, sobre las cuales nunca se ha visto un movimiento social, ni se conocen reclamaciones masivas. Y en lo que respecta al imperativo estatal de reparar a las víctimas del paramilitarismo, si de algo sirvió la ley 975 de 2005 llamada de «Justicia y Paz», fue para poner en evidencia a través de la confesión de los cabecillas postulados, que dicho fenómeno desde su diseño hasta su implementación y ejecución, fue una estrategia contrainsurgente de la fuerza pública cuyo fin era sembrar el terror en la población civil de las zonas donde hacían presencia los destacamentos guerrilleros.
6. Fecha a partir de la cual obra la reparación. El articulado aprobado en la cámara contiene un despropósito. Tanto, que parece imperativo al Senado remediarlo. Se trata de limitar la reparación a los hechos cometidos antes del primero de Enero de 1991. Grosera y provocadora manera -condenada al fracaso de todos modos-, de querer liberar al Estado de uno de los mayores crímenes que pesan sobre él: el exterminio de la Unión Patriótica. Según relata la prensa del momento, «Diez minutos le tomó al Gobierno poner de acuerdo a los ponentes del proyecto de ley de víctimas para sacar adelante la propuesta de dejar el año de 1991 como límite para la reparación a los afectados por el conflicto» (1). Y para colmo, este exabrupto lo quiso justificar el Ministro de Interior Germán Vargas Lleras con una razón del peor cinismo político: «Es para rendirle un homenaje a la Constitución de 1991» (!!!) Desde luego la iniciativa legislativa hundida contemplaba un límite mucho mayor.
III. Los retos de la ley: la ofensiva de la extrema derecha
Hay que reconocer sin embargo que la ley tiene aspectos positivos. El primero de ellos así parezca una tautología, es que sea irreversible su promulgación. Que haya una conciencia colectiva establecimiento incluido, sobre la magnitud, gravedad e injusticia del fenómeno, y correlativo deber de repararlo.
El segundo aspecto favorable, el más valioso de la ley, es que crea Tribunales Especiales para la devolución de las tierras a los despojados, en cuyo favor operará la inversión de la carga de la prueba: serán los actuales tenedores y propietarios quienes deberán demostrar la legitimidad de sus títulos, presumiéndose la buena fe de quienes invoquen la calidad de despojados.
El problema mayor para un más o menos feliz alumbramiento y aplicación de una ley de justicia para las víctimas y restitución de tierras, es que ella exige fatalmente de unos consensos mínimos al interior del establecimiento, de la clase dominante a la que tanta responsabilidad cabe en el estado de cosas que se pretende remediar. Y con ocasión de los impuestos que se anuncian -injustamente a toda la sociedad- para recaudar las ingentes sumas de la reparación, y muy especialmente de la restitución de tierras, la extrema derecha amenaza romper esos consensos y ha iniciado una agresiva y desembozada campaña contra la ley.
Y son precisamente las tres figuras más representativas de ese pensamiento, los ex ministros Fernando Londoño Hoyos y Andrés Felipe Arias junto al ex asesor presidencial José Obdulio Gaviria, quienes lideran esa ofensiva. Y para que no quede duda de cuáles son sus afiliaciones y el tipo de intereses que defienden, justifican la violencia cuando los propietarios y empresarios del campo «propietarios y poseedores de buena fe» vayan a ser obligados a devolver sus tierras.
Es verdad inconcusa, que el desplazamiento de millones de colombianos y consiguiente despojo de millones de hectáreas, fue un propósito del narco paramilitarismo para hacer una a su manera gran revolución económica y social en el país. Y que esas tierras están hoy en poder de testaferros, aliados y favorecedores de esa empresa criminal. ¿Ha alguien oído hablar del para empresariado? ¿De las cuencas del Jiguamiandó y del Curvaradó? ¿De las inmensas y millonarias plantaciones de palma aceitera? Pues bien, esos son los personajes e intereses inconfesables que Londoño, Arias y Gaviria representan, y cuyas tierras «adquiridas de buena fe» anuncian defenderán aún al precio de la guerra civil.
Largo y tortuoso ha sido el camino de las víctimas por su reivindicación. Y cuando vemos que los enemigos de su causa no son apenas tres influyentes pero en últimas contingentes personajes, sino que ellos catalizan un pensamiento regresivo profesado por poderosos gremios, medios de comunicación, militares activos y en retiro y el gran empresariado industrial, comercial, bancario y cómo no, agrario, es cuando descubrimos que los peligros con que amenazan, son nuevas y terribles asechanzas en cualquier recodo del camino.
Dándose entonces inclusive por supuesto que del Congreso de Colombia salga una magnífica ley a la medida de las aspiraciones de las víctimas, aún en este caso habría qué decir que sigue siendo largo y tortuoso el camino de las víctimas. Porque la existencia de la ley no es todavía su aplicación cabal y oportuna. Y porque los nuevos «despojados», darán la pelea. Ya lo probaron con los cuerpos ensangrentados aferrados al título de propiedad que felices acababan de recibir.
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