Hace más de veinte años, un conocido periodista español publicaba un libro sobre la historia del Partido Comunista de España (PCE) donde afirmaba que había iniciado el trabajo sobre «un enfermo grave» y lo había terminado, cuatro años después, haciendo «la autopsia de un cadáver». No era muy original, ni tampoco era la primera vez […]
Hace más de veinte años, un conocido periodista español publicaba un libro sobre la historia del Partido Comunista de España (PCE) donde afirmaba que había iniciado el trabajo sobre «un enfermo grave» y lo había terminado, cuatro años después, haciendo «la autopsia de un cadáver». No era muy original, ni tampoco era la primera vez que se servía un cadáver semejante: ya lo hicieron en 1923, apenas nacido el comunismo español, con ocasión de la dictadura de Primo de Rivera; y en 1939, cuando cayó sobre España la victoria de la militarada fascista y de los sucios correajes legionarios que ensangrentó el país, y lo hicieron en muchas otras ocasiones durante la larga dictadura franquista, cuando, una y otra vez, sus dirigentes del interior eran encarcelados y asesinados. Ha sido una muerte tan anunciada como desmentida por la vida, pese a todo tipo de persecuciones: el Partido Comunista de España ha tenido, incluso, el dudoso privilegio de ser declarado ilegal no sólo en su propio país, sino en otros, como en la vecina Francia. En todas las ocasiones, sus enemigos siempre creyeron que el cadáver del PCE había pasado ante su puerta. Sin embargo, de su fundación se cumplen ahora ochenta y cinco años.
A mediados de los años ochenta, aquel periodista no destacaba por su perspicacia, si atendemos al tiempo transcurrido desde entonces y a la evidencia de que el PCE sigue ahí -debilitado, sí, todavía parcialmente oculto tras la alianza electoral que supuso la creación de Izquierda Unida-, dispuesto a seguir colaborando con otros destacamentos revolucionarios en la denuncia del capitalismo real, del imperialismo, y en la articulación de una alternativa a la explotación que no puede ser otra que el socialismo. Sigue en pie, pese a golpes demoledores, como la desaparición de la URSS y el hundimiento del socialismo europeo, y pese a la feroz campaña anticomunista mundial posterior a 1991, con groseros libros negros incluidos. De hecho, algunos entusiastas de este mundo de mercaderes extendieron en 1991 el acta de defunción no sólo del comunismo español, sino de todas las organizaciones que se reconocen en el camino iniciado por la revolución de octubre de 1917. Pero la historia sorprende siempre: los propios comunistas españoles lo saben bien.
Ese PCE de nuestros días, que no teme enfrentarse a sus propios errores, que quiere examinar su trayectoria, que quiere reinventarse siguiendo la tradición revolucionaria que, hace siglo y medio, iniciara Marx con El manifiesto comunista, y que continuara después Lenin con la esperanzada llamarada bolchevique de 1917 que después llegaría a China, Cuba o Vietnam, ese PCE, tiene un largo camino que recorrer. Es cierto que algunos de sus errores han sido graves. Recordemos dos: uno, la reticencia de 1931 ante la proclamación de la república, cuando los comunistas españoles reclaman los sóviets desdeñando aquella joven sonrisa que llegaba con la bandera tricolor. Enmendarían el error. El segundo, cuando Santiago Carrillo, investido de un poder desmesurado (que nunca debería tener ningún secretario general), impone a la dirección comunista y, después, a toda la organización, en 1977, la aceptación de las condiciones de Adolfo Suárez para legalizar al PCE, lo que se tradujo en el resignado acatamiento de la monarquía y de la bandera rojigualda. Carrillo, imbuido de la omnipotencia soberbia de algunos viejos dirigentes, hizo demasiadas e innecesarias concesiones en la transición de la dictadura a la democracia, aunque es probable que creyese que dominaría los demonios que dejaba entrar por la puerta de atrás del partido: grave error, porque trajeron una de las más graves crisis del comunismo español, a inicios de los años ochenta, crisis que trabajosamente se superaría bajo la dirección de Julio Anguita. De hecho, no es casualidad que de la veintena de personas que dirigían el partido en 1982, dos terceras partes lo abandonaran enseguida, casi siempre en busca de caladeros más seguros, tras la desastrosa derrota electoral de ese año. Hoy, soportando la responsabilidad de otros, los comunistas deben cargar con ese fardo, aunque es dudoso que sea suyo. Por fortuna, esos errores han quedado atrás, y, en este nuevo siglo, no hay duda de que el Partido Comunista de España sigue reconociéndose en la bandera republicana y apuesta por una forma de estado que no puede ser otra que la república democrática. Ahí sigue estando el PCE.
Esos errores que señalo no son los únicos, pero el partido de Rafael Alberti y de Miguel Hernández, de Dolores Ibárruri y de las trece rosas, sigue siendo el instrumento que, como apuntó otro poeta, Neruda, nos da «la libertad que no tiene el solitario». A veces luchando contra ellos mismos, los comunistas españoles mantuvieron la resistencia contra el fascismo, intentaron escudriñar la vida e indagar el universo, a sabiendas de que las cosas no serían fáciles. Ahí está, viendo pasar el tiempo, el PCE perseguido por la dictadura fascista, denigrado a veces por sus antiguos militantes; deseosos algunos, incluso, de ver cumplidas sus profecías de destrucción para justificar su alejamiento actual, como el propio Carrillo; abandonado por otros, ateridos por el frío o el cansancio, el tránsito o la derrota: pero ahí está, intentando conjugar la necesidad de ser útil aquí y ahora, para los trabajadores, para los explotados, con la urgencia de preparar el camino del socialismo.
Así que cuando, a inicios del siglo XXI, el mundo se enfrenta a tantos desafíos, y la ferocidad capitalista intenta imponer en el planeta un nuevo diseño imperialista hecho a la medida de los más fuertes, de los más corruptos, el PCE debe hacer honor a su condición de instrumento adecuado, imprescindible, para responder a la envergadura de las ausencias que soportamos. Y debe hacerlo sabiendo que las redes del capitalismo son muchas, y van desde los tentáculos de la corrupción hasta las trampas de la pasividad, desde el espejismo de la renuncia hasta el pozo del conformismo, desde la burocratización hasta el desengaño, y debe trabajar honestamente cuando los comportamientos de muchos se adaptan a un mundo postmoderno que abomina de la honradez y la justicia.
Debe hacerlo, también, sabiendo que, como decía un dirigente obrero vasco de finales del siglo XIX, «en las instituciones, debemos poner a los militantes más honrados, y vigilarlos como si fueran ladrones». Esas sabias palabras deben tenerse muy en cuenta porque uno de los riesgos más evidentes y más eficaces para anular cualquier fuerza revolucionaria son los engranajes y las cadenas de las instituciones, porque la conquista de escaños y responsabilidades no debe ser nunca un fin, sino un medio para cambiar la vida, para cambiar la historia. De manera que, cuando el PCE inicia la discusión del que será su nuevo Manifiesto Programa, el partido se reinventa: ahí está, intentando descifrar la vida, inventariar el universo de nuestras carencias y nuestras esperanzas, dibujando un futuro que dé sentido a la palabra libertad, acariciando el socialismo, viendo pasar el tiempo, dando la libertad que no tiene el solitario.