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Presentación en Barcelona de "La observación de Goethe". Biblioteca Andreu Nin, La Rambla 32 (Barcelona). Jueves 4 de junio, 19 horas

La libertad y la igualdad y el torbellino de la locura

Fuentes: Rebelión

Para el filósofo gramsciano, militante del PSUC en años de dura persecución, Paco Fernández Buey que hoy hubiera cumplido 72 años. Gracias por la invitación. Gracias a Pepe y a Jordi, que saben del tema que nos convoca tanto o más de lo que yo mismo pueda decirles. Jordi Torrent, además, es el autor del […]

Para el filósofo gramsciano, militante del PSUC en años de dura persecución, Paco Fernández Buey que hoy hubiera cumplido 72 años.

Gracias por la invitación. Gracias a Pepe y a Jordi, que saben del tema que nos convoca tanto o más de lo que yo mismo pueda decirles. Jordi Torrent, además, es el autor del prólogo. Lo mejor del libro probablemente.

Algunas breves observaciones.

El título del libro tiene que ver con el siguiente paso de un escrito de Sacristán, uno de sus textos clásicos: «La veracidad de Goethe», un trabajo de 1963 que a José María Valverde le gustaba mucho (es la presentación de su traducción de la obra en prosa de Goethe), un texto tan vivo ahora como entonces. El paso que les quería leer:

(…) no hace falta mucho más para comprender por qué el autor del Werther... llegó a ser consejero secreto a secas, luego noble, presidente del consejo y por último, parásito oficial del ducado, sin obligación siquiera de asistencia a las deliberaciones del gabinete. Pero si todavía se quiere una veracidad más brutal se encontrará en la conversación del viejo Goethe con Soret.

La conversación.

Éste [Soret] se permite decir que si Goethe viviera en Inglaterra lucharía, como Bentham, para la supresión de los abusos sociales. Goethe le interrumpe. «Pero, ¿por quién me toma usted? ¿Que yo tendría que buscar los abusos y descubrirlos y hacerlos públicos? ¿Yo, que en Inglaterra habría vivido de esos abusos? Si yo hubiera nacido en Inglaterra, habría sido un rico duque, o mejor aún, un obispo con unas rentas anuales de treinta mil libras esterlinas». Tras esta declaración, nadie puede llamarse a engaño si se ha tomado en serio, como honesta sentencia (y no como lo que es: terror ante la noticia de la decapitación de Luis Capeto) la «profunda» observación de Goethe en el Carnaval Romano -precisamente el Miércoles de Ceniza para mayor ambientación-, según la cual, «la libertad y la igualdad no pueden disfrutarse sino en el torbellino de la locura».

Hasta aquí la cita. Creo que en Sacristán latió siempre, al mismo tiempo, y sin contradicción, una observación de Stephen Jay Gould, un científico, filósofo y divulgador científico, gran escritor además, con una enorme, una casi imposible erudición, muy apreciado y admirado por su compañero y amigo, a quien tantos echamos en falta, Francisco Fernández Buey. La cita de Gould:

Describir, comentar y criticar las informaciones, mil veces repetidas, y reflexionar sobre el verdadero papel del autor de Sobre Marx y marxismo y traductor de Quine en los, digamos, casos-asuntos de Gabriel Ferrater, Jaime Gil de Biedma y Manuel Vázquez Montalbán, con el PSUC -y el PCE y la tradición comunista hispánica e internacional- en el fondo del escenario, son las finalidades básicas de este libro del que hablamos que intenta, sobre todo, no aburrir al lector/a.

¿Por qué esos nombres? Porque en los tres casos se han afirmado, gritado, vociferado, asegurado, defendido y escrito textos acusatorios, incluso denigrantes, sin fundamento suficiente… o sin fundamento alguno para ser más preciso. El más reciente de todos: el que organizaron (organizar, creo, es verbo adecuado en este caso) al alimón Francesc Marc-Álvaro y Josep Termes, con algo de chulería y desde abismos insondables de ignorancia, imprudencia e indocumentación, en torno a las relaciones (nunca fáciles como ambos comentaron) de Manuel Sacristán y Manuel Vázquez Montalbán. Es el tema del tercer capítulo del libro.

En este caso se pretendió arrojar a Sacristán, sepultarlo más bien, en las acusaciones de dogmatismo, cerrazón, inflexibilidad y/o estalinismo. A escoger, a la carta, como si fuera un menú de mediodía de un día laborale.

(La acusación por cierto, no es asunto del pasado: hace pocos días se expresaba en estos términos nada menos que Gustavo Bueno. Le llamó estalinista radical).

En el caso de Gabriel Ferrater, la acusación fue que Sacristán había sido algo así como un confidente de la policía o cuanto menos alguien que en algún momento se llevó bastante bien con don Creix, uno de los torturadores estrella que hablaba catalán en su intimidad (y esta vez en serio), el mismo policía fascista que golpeó a Francisco Fernández Buey en la Capuchinada, el mismo franquista que intentó llevar al infierno de la muerte o de la delación al primer responsable político de Sacristán, al no olvidado Miguel Núñez, con el que, por cierto, se distanció luego políticamente sin que éste, Núñez, cuando le preguntamos muchos años después sobre las prácticas política del autor de Las ideas gnoseológicas de Heidegger sugiriera o defendiera descalificación alguna.

En este tema, en esta historia, el papel de Joan Feraraté, que pudo decir lo que quiso en su momento porque era como uno de los intocables (algo así, si me permiten la analogía algo forzada, como el Jordi Pujol de las «lletres catalanes»), el papel, decía, del hermano de Gabriel Ferrater es especialmente destacable. Después de la muerte de Sacristán, no antes, arrojó todo un lodazal de abyección, anticomunismo e imprecisión, con tintes y ropajes filológicos, sobre el comportamiento político del que luego fuera miembro del comité ejecutivo del PSUC frente a la policía fascista, inventándose -no se puede usar otro término- nudos, escenas y desenlaces de una trama por él construida. La historia se explica con detalle, tal vez con excesivo detalle, en el primer capítulo.

El segundo caso, también el segundo capítulo, es el de Jaime Gil de Biedma, un tío de doña Esperanza de los nervios (¿en el infierno político?) que nada tuvo que ver, por supuesto, con su sobrina de ultraderecha neoliberal. En síntesis: la acusación fue (es incluso en estos momentos) que Sacristán fue el responsable de que el autor de «Pandémica y celeste» no pudiese militar en el PSUC. ¿Por qué? Simplificando un poco pero no mucho: por homobofia. En el fondo de la narración lo de siempre: Manuel Sacristán era un buen lógico, no escribía mal del todo, era un filósofo destacable (se añade con mala intención: en aquel erial cultural), conocía «bastante bien» la obra de Marx (dicen gentes que apenas han leído el Manifiesto), no era incompetente como crítico teatral, musical o literario, sus traducciones no estuvieron mal del todo,… de acuerdo, de acuerdo, pero en asuntos políticos era un incompetente, un dogmático, un teoricista, un leninista-estalinista, alguien que acumulaba todos los prejuicios de la época e incluso 1917 más. Todos, ni de uno se escapaba de su cosmovisión y de sus prácticas. Especialmente el de la homofobia (española y olé) y además, por si faltara algo, contra un amigo suyo en Laye.

No es que Sacristán fuera un santo perfecto. Por supuesto que no: ¡le gustaban los toros por ejemplo y, además, no era un entusiasta de García Márquez ni habló nunca de Michael Dummett! Pero, más allá de ello, también en este caso la acusación es falsa. Las dos pistas básicas sobre lo ocurrido: lo manifestado en sus memorias por Luis Goytisolo, el hermano del reciente premio Cervantes, que mucho sabe y sabía del tema, y, en segundo lugar, las relaciones posteriores de Jaime Gil con el PSUC y con la resistencia comunista europea (especialmente la italiana) en los años sesenta y parte de los setenta. Gregorio Morán, el autor de El cura y los mandarines (donde no siempre acierta al hablar de Sacristán) también ha escrito algunas cosas sobre este nudo rectificando anteriores afirmaciones.

En este punto, en el segundo capítulo del libro, me permito destacar un apartado porque de hecho no es mío. Es, más bien, copia y comentario. Hablo de la sección en la que explico las ricas reflexiones de Francisco Fernández Buey sobre el tema en una carta que me envió durante un curso de doctorado que impartió en la Facultad de Económicas de la UB -¡la actual facultad de Economía y Empresa!- en 1994, curso al que tuve el honor de asistir. No se pierdan esta sección, vale la pena se lo aseguro. Empiecen tal vez por ella. Ni que decir tiene que el autor de la narración publicada soy yo y que los errores de interpretación, no los aciertos, son todos míos.

Poco más puedo decirles. Hay dos anexos en el libro. Uno sobre Sacristán, Morán y Landínez en torno al caso «Gil de Biedma», el que ahora les explicaba brevemente, y otro de notas complementarias para profundizar, si fuera el caso, sobre algunas aristas de la obra de Sacristán.

Sobre todo, como les decía antes, he intentando no aburrir. En algunos momentos, he escrito intentando ser, sin serlo, un autor de novela negra, como si fuera un Henning Mankel a la bc, (baturro-catalán). No me habrá salido, seguro. En contra de lo que se dice en el cartel que anuncia esta presentación yo no soy un escritor. ¡Ojalá lo fuera o me aproximara! Yo soy un profesor de ciclos formativos al que hubiera encantado entender la demostración de la conjetura de Fermat y que tiene en Manuel Sacristán y Paco Fernández Buey (y en un poeta que está presente entre nosotros: Jorge Riechmann) dos (es decir, tres) grandes maestros y en Pepe y Jordi dos grandes amigos, maestros también por supuesto.

Acabo con una cita-texto después de agradecer y felicitar a los amigos de La linterna sorda por la edición. ¡El libro, la cosa en sí y tal vez para sí, es muy, muy hemoso! Gracias, soy consciente del esfuerzo realizado. De tiempo y de dedicación.

El texto que les anunciaba es del traductor de El Capital por supuesto. Sobre Miguel Hernández, escrito en 1976. ¿Por qué ahora este 4 de junio? Porque hace ahora 73 años y dos meses de su muerte-asesinato y porque el autor de «Vientos del pueblo» era y es, precisamente, la contrafigura del intelectual al que Sacristán nunca dejó de criticar. El de parole, parole, parole, y sobre todo, el servil al sistema, el cortesano goethiano que vive de la extracción de plusvalía de gentes trabajadoras que, en el fondo, desprecia o menosprecia, lo más opuesto que conozco al decir y hacer de alguien del hoy celebraríamos su 72 aniversario, Francisco Fernández Buey. ¡También a él le gustaba mucho este texto de Sacristán! Lo usó para la contraportada de un mientras tanto, el número 63, dedicado a la obra de su amigo.

La autenticidad popular de la poesía madura de Hernández es tan consistente porque se basa en esta segunda, en la autenticidad popular del hombre muerto, como el Otro, entre dos o más chorizos, y como ellos.

Esa autenticidad, una palabra-concepto de sabor heideggeriano que no siempre entusiasmó al que investigara y escribiera en su tesis doctoral sobre la gnoseología del ex rector de Friburgo, esa autenticidad, decía, es también una característica central del compromiso político y del filosofar desde abajo de uno de los grandes intelectuales que ha sido capaz de regalarnos este país de países al que podemos llamar, aunque sea provisionalmente si quieren, España-que-no-araña; la Cataluña indignada y la Barcelona ahora esperanzada incluida armoniosamente en ese todo. Para honor de tots i de totes.

Gracias por su atención, por su inmerecida atención. El género humano recuerden es la Internacional, sin olvidar el «inter».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes