Recomiendo:
0

Entrevista con el escritor Ángel Zapata

«La literatura está infectada de arribistas, de niños buenos y de conmovedores pajecillos»

Fuentes: www.literaturas.com

Ángel Zapata es un amotinado en el mundo de las letras. Este surrealista militante, que concibe la escritura como un ejercicio de libertad, se afana en dinamitar la literatura de consumo. Zapata, con una larga trayectoria como cuentista, acaba de publicar ‘La vida ausente’ (Páginas de Espuma), una compilación de once relatos que se rebelan […]

Ángel Zapata es un amotinado en el mundo de las letras. Este surrealista militante, que concibe la escritura como un ejercicio de libertad, se afana en dinamitar la literatura de consumo. Zapata, con una larga trayectoria como cuentista, acaba de publicar ‘La vida ausente’ (Páginas de Espuma), una compilación de once relatos que se rebelan contra las convenciones de la vida cotidiana, la apatía y el conformismo.

Andreu Stangenbrot.- ¿Se puede escribir en el siglo XXI en clave surrealista?

Ángel Zapata.- El tiempo del surrealismo no es el tiempo numerable, lineal, homogéneo y vacío que el Amo capitalista instauró en las fábricas -allá por el siglo XIX-, y que desde ahí se ha trasladado a la reglamentación de la vida cotidiana. Muy al contrario, el surrealismo apela a la temporalidad del Acontecimiento, que es la temporalidad del mito, de la poesía, del amor y de la revolución. También por eso el surrealismo no es anacrónico, sino profundamente intempestivo. Su tiempo no es el tiempo de «lo que existe» -un tiempo que hoy se encarna en la positividad plena de la mercancía-; sino el tiempo de aquello que insiste, sin consistir en otra cosa que en una apuesta por subvertir y transformar lo dado. Ningún surrealista podría vivir «con» o «para» su tiempo, precisamente porque aspira a hacerlo «en contra» de él.

Tradición y libertad

Andreu Stangenbrot.- ¿Cómo pesa la tradición literaria en un surrealista militante como tú?

Ángel Zapata.- Como sugieres en la pregunta, el surrealismo no es una estética ni una forma de literatura. Es una apuesta por la emancipación humana, una praxis de la libertad. Desde ahí le concedo valor no exactamente a la tradición literaria, sino a algunas tradiciones del pensamiento, la sensibilidad y la práctica emancipadoras que históricamente se expresaron como «literatura»… Y también -desde luego- a algunas otras tradiciones en la misma línea, que se expresaron por vías diferentes. En esta dirección, no deja de ser significativo el borrado y hasta la forclusión de numerosos legados por parte del capitalismo, como es el caso de la tradición de la lucha obrera en nuestro país, a lo largo de los siglos XIX y XX. Esta es una herencia hermosísima que ha desaparecido de nuestro Imaginario. Y quizá sean también todas estas tradiciones sistemáticamente borradas, toda esta «vida ausente», lo que más pesa en mí.

Andreu Stangenbrot.- Algunos de tus cuentos parecen más bien poemas. Defiéndete.

Ángel Zapata.- ¿Por qué tendría que defenderme? La narrativa entraña siempre una pendiente muy peligrosa que es la de limitarse a constatar, corroborar y apuntalar lo dado. Y esta es la pendiente, de hecho, por la que se ha despeñado la bochornosa contrarrevolución estética encarnada en la narrativa española de las últimas décadas, con poquísimas y muy honrosas excepciones. Poesía, por el contrario, es todo aquello que contesta la incapacidad de vivir, la apatía, el conformismo, el aburrimiento, el aislamiento, la angustia, la cólera sin sentido, la humillación, el dolor sordo y la continua impresión de insignificancia que constituyen la tónica de la vida bajo el capitalismo. Me alegra mucho que algunos de mis cuentos parezcan poemas, de verdad. Entre otras cosas, porque yo creo que el cuento no sólo debe ser poesía, sino además parecerlo.

Andreu Stangenbrot.- En «La vida ausente» rindes un homenaje a Umbral. A primera vista parece algo sorprendente en un autor que como tú reniega del barroquismo.

Ángel Zapata.- Es que el «barroquismo» es lo barroco convertido en esquema, en fórmula, en caricatura; y despojado, desde luego, de la potencia de rechazo y subversión que atraviesa esta estética. Lo barroco es la forma llevada hasta el exceso, no en menoscabo del contenido, sino -precisamente- en la medida en que el contenido se manifiesta como falta. La exuberancia barroca no es sino el negativo fotográfico de la falta de sustancia, de una falta en el plano de la sustancia; es un «lleno de nada» (algo furiosamente contemporáneo), y por eso también lo barroco es un vacío que no se atreve a decir su nombre y, en consecuencia, otro nombre de la libertad. En cambio el «barroquismo» es un barroco siervo, domesticado. Es la hinchazón retórica de un «yo» burgués que no tiene nada que decir. Y que hay que distinguir celosamente de la acción soberana de «decir nada»: de la pura afirmación de un decir libre, de un querer libre, en tanto núcleo de la realidad.

«Pecados veniales»

Andreu Stangenbrot.- ¿Nunca se te ha pasado por la cabeza escribir una novela?

Ángel Zapata.- Sí, alguna vez. Pero yo creo que todos los pecados «de pensamiento» son pecados veniales.

Andreu Stangenbrot.- ¿Tienes vocación de ser un escritor maldito o insumiso?

Ángel Zapata.- En mi opinión el malditismo es una pose. El malditismo es la insumisión degradada en espectáculo. Resulta algo ya sabido que muchos malditos terminan sus días en la Academia. Y la supuesta exclusión del maldito tiene mucho de Gloria invertida y de Academia al revés. El maldito es un académico del fracaso. Tal como hacen los banqueros con el mito del «riesgo», el consagrado apuntala su mérito en el hecho de que «pudo» fracasar; y el maldito, a la inversa, en que «pudo» alcanzar por sus méritos los laureles de la consagración. Un personaje y otro, está clarísimo, son el haz y el envés de una misma impostura. Los dos reverencian, cada uno a su modo, los valores de lo establecido. Y los dos dan un poco de grima. En cuanto a la insumisión, qué puedo decirte. Hoy la literatura está infectada de arribistas, de niños buenos y de conmovedores pajecillos. Pero para mí ser un «escritor insumiso» es sencillamente un pleonasmo.

Andreu Stangenbrot.- ¿Qué ha representado para ti la escritura de Medardo Fraile?

Ángel Zapata.- Yo me acerco al trabajo de Medardo atraído, en principio, por su brillante reactualización de ciertas vanguardias (las que beben, sobre todo, del trabajo de Gómez de la Serna, Mihura o Ros). Y poco a poco voy encontrando en él no sólo un escritor personalísimo, sino unos relatos con un calado humano, una audacia y una desnudez que sólo se dan en los artistas auténticamente grandes. A partir de ahí, mi admiración por sus cuentos no ha hecho sino crecer con cada relectura. La escritura de Medardo es para mí ese «origen siempre por venir» del que ha hablado la filosofía. Y mi propio trabajo como cuentista podría entenderse de hecho como una lectura interrogadora, «desviada» y deconstructiva, del suyo.

Escritores de la «soap-opera» televisiva

Andreu Stangenbrot.- ¿A qué te refieres cuando hablas de pseudovanguardias en la literatura española?

Ángel Zapata.- Pues a la aparición, en los últimos años, de cierta narrativa anticlásica cortada por el patrón de la «soap-opera» televisiva, y que por más que quiera presentarse como innovación no pasa de ser una variante de la literatura de consumo. En esta última línea se encuadran -entre otros- ciertos rebeldes de guardarropía que hoy cotizan al alza, y cuyo discurso superficialmente inconformista no encubre al final más que una apología de todo lo establecido, y un eco obediente del discurso del Amo. Gente convencida de que es muy rompedora al afirmar en la televisión que escribe «por dinero». Y que están -ellos sí- en el espíritu del siglo XXI, donde «por dinero» (500.000 millones de beneficio a fecha de hoy) las multinacionales norteamericanas pueden desencadenar impunemente la masacre de Irak. Hace ya unos años que este cinismo casposo es muy celebrado por las clases dominantes de este país, qué duda cabe. Y qué duda cabe también de que quienes lo practican terminan por hacer una espléndida carrera.

Andreu Stangenbrot.- ¿Admites la dualidad entre narradores artesanos y escritores artistas, por llamarlos de algún modo quizá impreciso?

Ángel Zapata.- No, no mucho. Pero partamos de algo previo: yo creo que la función de la literatura es explorar las posibilidades de la experiencia, la sensibilidad y la acción humanas. Y esto lo hace, en la misma medida, una parte de la literatura que se pretende artística, y una parte de la literatura que, en principio, elige amoldarse a las convenciones de un género. En literatura, la frontera entre arte y artesanía es extremadamente permeable. Después puede haber escritores más o menos intelectuales, de acuerdo. Pero no concibo a un escritor que -sea de un modo teórico o puramente experiencial- no esté atravesado por la interrogación de lo humano, por la zozobra de lo humano. Este es el punto, a mi juicio, que distingue al escritor del mero profesional del entretenimiento. Y por eso hay narraciones de género que pueden zarandear lo más desconocido de nosotros (luego son arte, y del mejor); y textos de alta cultura que nos dejan exquisitamente fríos (luego son una mera simulación formal de ese tipo de narrativa).

Poetas a cara o cruz

Andreu Stangenbrot.- ¿Qué te han hecho los poetas para odiarlos tanto?

Ángel Zapata.- Me hace mucha gracia esta mención del «odio» en tu pregunta. Y si te fijas, de unos años a acá nos hemos vuelto tan «políticamente correctos», tan pastoriles y tan clase media que ya nadie «odia» nada. La contrapartida, no hace falta decirlo, es que tampoco nadie ama ya nada, profundamente y de verdad. No sé. Yo soy hombre de amores encendidos y de odios enconados, lo reconozco. Pero juro solemnemente que estoy lejísimos de odiar a los poetas… como no sea a los malos poetas; que ni siquiera es que los odie, sino que no los considero poetas. En la narrativa caben muchos matices, lo decía antes. Y sin embargo no hay «mala» poesía, porque la poesía misma es una apuesta a cara o cruz.

Andreu Stangenbrot.- ¿Por qué tipo de humor apuestas en tus relatos?

Ángel Zapata.- Un intelectual y luchador trotskista recientemente fallecido, Ted Grant, decía que las principales virtudes del revolucionario son la paciencia y el sentido del humor. Breton, por su parte, ha teorizado brillantemente sobre la función y el alcance del humor negro surrealista, y ha hablado del humor como de un paradójico triunfo del deseo sobre las condiciones que impone la realidad. El humor, para mí, es un modo de quitarle la alfombra del suelo a lo que hoy se hace pasar por «normalidad». Un intento de mostrar la hostilidad grotesca y profundamente destructiva del sistema social que nos rodea (en el sentido militar del término). Y querría pensar que también una vía -por mínima que pueda ser- de mover a la conciencia y a la acción.