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La masacre de Trujillo: el Estado no supo pedir perdón

Fuentes: razonpublica.com

Condenado por este crimen atroz y obligado por una Corte internacional, el Estado pidió perdón a los sobrevivientes. Pero no confesó su culpa, no lo hicieron las cabezas de los entes responsables, no ha castigado a los autores, ni ha reparado suficientemente a las víctimas. La masacre Entre 1988 y 1991 más de trescientas personas […]

Condenado por este crimen atroz y obligado por una Corte internacional, el Estado pidió perdón a los sobrevivientes. Pero no confesó su culpa, no lo hicieron las cabezas de los entes responsables, no ha castigado a los autores, ni ha reparado suficientemente a las víctimas.

La masacre

Entre 1988 y 1991 más de trescientas personas fueron asesinadas en la población de Trujillo, Valle del Cauca.

Esta masacre ilustró bien las estrategias utilizadas en la guerra colombiana para ocultar el caráctersistemático de la violencia. Además de esto, en Trujillo

  • se empleó por primera vez la motosierra,
  • se generalizó la desaparición forzada, y
  • se dejó sin identidad a la mayoría de los cadáveres.

Lo sucedido en Trujillo quiso explicarse inicialmente como producto de las viejas violencias y sus antiguos actores, y muchas voces trataron de esconder la masacre bajo el manto de las luchas tradicionales de partidos y gamonales.

Las culpas del Estado

El tratamiento por parte del Estado a la masacre de Trujillo, cuando estaba empezando, dio carta blanca para continuarla durante tres años, y otorgó aval a los grupos paramilitares del país entero para llevar a cabo sus atrocidades.

El Estado colombiano no hizo nada distinto de

  • garantizar la impunidad,
  • proteger a sus agentes homicidas,
  • perseguir a las familias de las víctimas,
  • declarar demente al testigo principal de los hechos,
  • abandonar a unos y otros a la venganza desalmada de los asesinos, y
  • permitir el transcurso de los años sin juzgarlos ni llevarlos a prisión.

Trujillo es un caso emblemático de las violencias históricas de Colombia, de la contradictoria reunión de sus actores en conflicto y de la atrocidad. En Trujillo se entrecruzaron las violencias, se alimentó el terror y trascendió con toda su intensidad la perfidia de la impunidad, la masacre de la inocencia.

En este pueblo comenzó un espiral de violencia frente a la cual la voluntad superior del Estado no se usó para detenerla sino para alimentarla.

Confesión y perdón

Más de veinticinco años después y gracias a un acuerdo entre el gobierno y los representantes de las víctimas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el Estado colombiano reconoció una vez más su responsabilidad en los hechos de violencia en esta región.

En esta ocasión, a las 34 víctimas inicialmente registradas se sumaron 42 que también van a ser reparadas por el gobierno.

Sin embargo, para un país que espera reconstruirse en el post-acuerdo a través de la memoria histórica, hay que decir que el perdón pedido por el saliente ministro de Justicia a los pobladores de Trujillo el pasado sábado 23 de abril fue incompleto y vacío.

Al hablar de perdón y reconciliación suele evocarse como ejemplo el trabajo emprendido durante la segunda mitad de la década de 1990 por la Comisión para la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica. Esta Comisión se propuso reconstruir el tejido social mediante una justicia restaurativa que, más allá de la sanción penal, pusiera punto final al régimen del apartheid. Aunque la experiencia no es exactamente la misma en Colombia, algunos principios de ese antecedente deben tenerse en cuenta, entre ellos el lema de la misión sudafricana: «sin perdón no hay futuro, pero sin confesión no puede haber perdón».

Pues bien, en el caso de Trujillo el Estado colombiano pide perdón pero no se confiesa, y las palabras del ministro dejan mucho que desear. El lenguaje del ministro fue simple y anodino para la memoria y no hizo mucho para construir la verdad. Con excepción de la mención que hizo del padre Tiberio Fernández, principal víctima de la masacre, las palabras usadas en este acto podrían repetirse en cualquier caso similar como retórica insulsa.

Además, el gobierno no reconoce los hechos como producto de una política de Estado, y ni siquiera asume la explicación parcial que hizo el Grupo de Memoria Histórica, según la cual el Estado habría sido víctima de una «cooptación regional y local».

Para el perdón y la reconciliación es necesaria la manifestación explícita del ofensor de su pesar o arrepentimiento. La investigación de las causas y la determinación de la naturaleza de la violencia pasan por la perspectiva de las víctimas, pero también por la de los responsables. La construcción de una nueva memoria colectiva debe dar cabida a la participación de los ofendidos, pero también al testimonio contrito de los perpetradores del crimen. Sin embargo, brillan por su ausencia los nombres de los autores directos, materiales e intelectuales de la masacre de Trujillo, así como de los cómplices y auxiliadores.

Los que se conocen se declaran inocentes, están prófugos, permanecen ocultos en la maraña de la impunidad o murieron sin asistir a un juicio. Y frente a ello poco ha hecho el Estado para transformar la situación y develar la verdad.

Preguntas pendientes

La madeja por hilar es larga pero yace entreverada y hay que desenredarla. Muchos han cerrado los ojos o han volteado la mirada para no ver lo que está claro. Algunas preguntas, no obstante, merecen ser respondidas:

  • ¿Más allá de la participación de Diego León Montoya o Henry Loaiza en la matanza, cuál fue la participación de Orlando Henao como cabeza de los narcos en el norte del Valle?
  • ¿Cuál era la relación entre este y Carlos Castaño?
  • ¿Cuál fue la relación de estos criminales con los agentes del Estado que desviaron o negaron la investigación judicial de la masacre?
  • ¿Quiénes y por qué se apresuraron a decir públicamente que en Trujillo no había masacre sino viejas rencillas entre gamonales; que no había desaparecidos sino «enmontados con la guerrilla»?
  • ¿Por qué se actuó como se hizo en la investigación penal y se permitió la fuga de varios implicados?
  • ¿Dónde estuvo la Fuerza Pública y dónde los aparatos del Estado durante tres años de masacre continuada?

La restauración pendiente

Es difícil reconstruir el tejido social sin restaurar la dignidad humana y civil de las víctimas o sin la garantía eficaz de medidas reparadoras. Por ello es fundamental la búsqueda e identificación de los que aún están desaparecidos en Trujillo, el hallazgo y entrega de los despojos mortales a sus familias, la restitución completa de tierras y propiedades a los desplazados, y la reparación integral de todas las víctimas.

No hacer esto es cortar el proceso sin llegar al final. Pero aún es tiempo de corregir el camino y encontrar resultados. Si el Estado pretende juzgar y sancionar a los responsables de los hechos, como lo ha dicho el ministro de Justicia, debe tomar decisiones concretas.

Para empezar, la investigación de lo sucedido no puede seguir a la deriva y sin dientes. En este caso debería prestarse la misma atención que recientemente han ganado procesos judiciales como los adelantados por los asesinatos de Rodrigo Lara Bonilla, Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo.

Este no es un asunto de discursos mediados o exigidos por acuerdos de solución amistosa ante tribunales internacionales. Deben exhibirse hechos concretos que muestren la voluntad del Estado para castigar los responsables de la masacre y asegurar la confianza de los vecinos actuales de Trujillo, así como su convicción sobre la no repetición de lo sucedido.

Acciones recientes como los atentados contra el monumento a las víctimas y las amenazas contra la asociación de familiares o sus líderes, no cierran el círculo de la violencia, sino que lo perpetúan.

Enderezar el rumbo con verdad, justicia y reparación

El acto de arrepentimiento por la masacre de Trujillo ofreció al gobierno nacional la posibilidad de marcar el derrotero para la verdad, la justicia y la reparación en el post-acuerdo. Pero lo desaprovechó.

Hizo lo de siempre: repitió las frases del presidente Samper en 1995, sin mostrar resultados. Además, no debió encargarse la tarea a un ministro que al día siguiente se retiraba del gabinete, sino ser asumida por el presidente en persona, acompañado por el fiscal general de la Nación, el ministro de Defensa, el comandante general del Ejército y el director nacional de la Policía, porque hombres de estas instituciones participaron de una forma u otra en la masacre.

Al final, quedó la impresión de que el acto del pasado 23 de abril se trató de un «saludo a la bandera»; una pantomima obligada por un ente internacional. No empezamos bien, pero ojalá se haga efectivo el compromiso para enderezar el rumbo.

Toda la valentía y el esfuerzo empeñado por el gobierno nacional en los diálogos de La Habana no servirán de nada si la verdad, la justicia y la reparación solo aparecen como palabras huecas en discursos vacíos e incompletos.

Adolfo León Atehortúa. Docente investigador de la Universidad Pedagógica Nacional. Autor del libro El poder y la sangre. Las historias de Trujillo (Valle).

Fuente: http://www.razonpublica.com/index.php/politica-y-gobierno-temas-27/9409-la-masacre-de-trujillo-el-estado-no-supo-pedir-perd%C3%B3n.html