La mentalidad es un modo de pensar o configuración mental de una persona o de una colectividad.
Pues bien, cuando hablo de la mentalidad española me refiero a la preponderante, a la que mueve los hilos de la sociedad, antes, ahora y habitualmente. Ésa ha cambiado poco, salvo en los asuntos relacionados con el sexo y los sexos: divorcio, libertad sexual, igualdad de sexos, etc que afecta a otros muchos aspectos del trato interpersonal y social. Porque en los planos político, político-social, territorial, jurídico y delictivo ha cambiado muy poco en los centros neurálgicos del poder judicial y en esa parte de la sociedad representada por el espectro virtual de los dos partidos que se han alternado en el poder a lo largo de estos últimos 44 años de democracia formal pero no auténtica.
Todas las naciones del continente europeo, salvo España y Suiza, han pasado en los últimos 100 años por dos grandes guerras. Las experiencias traumáticas consustanciales a toda guerra, vividas por las generaciones que las sufrieron directamente, transmitidas a las siguientes genéticamente y también psicológicamente por un sinfín de relatos pasados de padres a hijos y luego a nietos y luego a biznietos, indudablemente configuran en todas esas poblaciones una psique, una personalidad, al fin una mentalidad, muy distinta, de la de las poblaciones del mundo que no las vivieron. Tanto es así que desde un punto de vista antropológico hay una distancia tan acentuada de mentalidad entre ambas, como la que pudiera apreciarse hoy día entre un europeo y un africano del corazón del continente o un asiático.
En efecto, Suiza no participó en ninguna de las contiendas. Fue un espectador de excepción del cómo los obuses y las bombas se cruzaban muy cerca entre los dos bandos. Si bien participó de una manera nobilísima: entre 1916 y 1918, Suiza aceptó a 68.000 soldados enfermos y heridos, tanto franceses como alemanes y británicos que bajo el acuerdo de las dos partes y con la ayuda de la Cruz Roja, fueron trasladados a los pueblos de sus montañas para recuperarse y mantenerse al margen de la guerra. España no. España, no intervino ni en la primera ni en la segunda. En la primera se encontraba inmersa en una de las mayores crisis de su historia. La fractura social y política era evidente. Por entonces, España todavía estaba lamiéndose las heridas que le produjo la pérdida de las últimas posesiones de ultramar en 1898. En la segunda tampoco estaba en condiciones. Se encontraba en postguerra. De modo que España se libró de ambas guerras, pero fabricó la suya particular: una guerra civil, una guerra fratricida que las naciones de las dos contiendas nunca habían tenido o hacía mucho tiempo habían superado.
En tales condiciones la diferencia de mentalidad entre los 26 países pertenecientes a la Unión Europa y España que forma parte también de ella, es abrumadora. Aquí, tras las batallas habidas en las posesiones de ultramar y las colonias después, no se puede hablar de experiencias bélicas trasnacionales más allá de Alhucemas o las Chafarinas. La mente de los españoles no puede pensar ni sentir como piensan y sienten quienes salieron de dos infiernos y luego tuvieron que esforzarse en superarlos en sinergia entre todos los participantes. La mente de los españoles sigue sin haberse curado de resentimiento. La catarsis que sólo podría haberse producido por el enjuiciamiento de los delitos cometidos durante la guerra civil y la dictadura que el Derecho internacional considera imprescriptibles y la exhumación de miles de cadáveres que siguen en las cunetas, no se ha producido. Pues los descendientes de los ganadores, no sólo no han tenido interés en un armisticio sincero con los descendientes de los perdedores, es que desde la muerte del dictador mantienen invariable su posición y su voluntad dominadora. Entre otras razones porque son los mismos detentadores de las propiedades de las que se apoderaron durante y después de la guerra. La Ley de Amnistía de 1977 fue otra argucia para impedir el enjuiciamiento de los delitos de lesa humanidad cometidos por el dictador y sus secuaces. Así, la Constitución es un texto cuyo legislador blindó la mentalidad franquista. Los jueces de la Transición pasaron repentinamente de ser franquistas a demócratas. El Tribunal de Orden Público se convirtió en la Audiencia Nacional. Y luego los jueces con su mentalidad conservadora típica del rigor militar del dictador, han ido seleccionando las promociones subsiguientes desde el inicio de esta democracia de mínimos, una modalidad de democracia cercana a la farsa.
Así es que no habiendo una indubitada separación de poderes; habiéndose respetado el legado y la voluntad del dictador, incluida la restauración borbónica; siendo, en suma, la más activa, política, institucional y económicamente la mentalidad predemocrática, cualquier asunto o delito cometido por los representantes de los ganadores es tratado por la justicia con benevolencia, y no hay esperanza en la solución propia del siglo que vivimos de los territoriales. Conflictos que magistrados de los Altos Tribunales tratan con una absoluta falta de epiqueya: un concepto jurídico fundamental. Pues es, nada menos, la acción hermenéutica, interpretativa, que permite liberarse el juzgador de la «letra» de la Ley (de la justicia) en favor del «espíritu» (la equidad) de la misma.
A este paso, entre no haber intervenido España, como el resto de los países europeos, en las dos grandes guerras que aglutina su mentalidad por la dolorosa vía de vencedores y vencidos obligados a entenderse, por un lado; y sí por el contrario está presente todavía en la memoria la guerra civil entre connacionales, por otro; al no haber habido (pese a lo que se diga de la Ley de Amnistía citada) reconciliación alguna al término de la dictadura; y la falta de unos tribunales compuestos por magistrados de mentalidad «europea» conducidos por la epiqueya, jamás España podrá equipararse, y ni siquiera aproximarse, ni al espíritu ni a la voluntad democrática de toda, virtualmente, su población.
De modo que hasta que esa mentalidad (dispuesta sobremanera a retener las ventajas, las posiciones y los privilegios de clase que le dio el triunfo en la guerra civil y luego la dictadura) no entre en razón por sí misma o no sea doblegada por la razón y el espíritu de la libertad entendida en su sentido contemporáneo de las naciones realmente democráticas, en España seguirá rigiendo de hecho (esperemos que no de derecho) la mentalidad ultraconservadora, franquista o fascista…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista