La migración es la cara oculta de las políticas neoliberales que se aplican con tanto ahínco. Ante el desmedido enriquecimiento de algunas zonas del mundo y el inmenso empobrecimiento de otras partes de la tierra, ¿cómo nos podemos extrañar del proceso de migraciones hacia los países enriquecidos, del purgatorio o el infierno hacia el «paraíso» […]
La migración es la cara oculta de las políticas neoliberales que se aplican con tanto ahínco. Ante el desmedido enriquecimiento de algunas zonas del mundo y el inmenso empobrecimiento de otras partes de la tierra, ¿cómo nos podemos extrañar del proceso de migraciones hacia los países enriquecidos, del purgatorio o el infierno hacia el «paraíso» prometido que constantemente pintan en esos países empobrecidos las televisiones modernas?
Las personas no hipotecan su futuro y se juegan la vida en el paso de las fronteras sólo porque ambicionan mejorar un poco. Lo hacen porque los cambios en su país los han dejado sin trabajo, sin tierras, sin oportunidades: tierras de cultivo convertidas en fábricas dedicadas a la exportación o en plantaciones de régimen industrial, o inundadas por presas gigantes. Muchas personas se sienten impulsadas a huir de su tierra devastada, atraídos por la llamada del mercado laboral y por el consumo del Norte.
Actualmente existe un consenso creciente en la comunidad de los estados para levantar los controles fronterizos que pesan sobre el flujo de capitales, la información, los servicios y, en sentido más amplio, todo aquello que implique una mayor globalización de la economía. Pero cuando se trata de personas migrantes y refugiados, los Estados del norte reclaman todo su antiguo esplendor afirmando su derecho soberano a controlar sus fronteras.
Hace poco más de un siglo, Europa exportó su enorme crecimiento demográfico y su ejército de pobres a otros continentes. Dieciocho millones de emigrantes dejaron Gran Bretaña, lo que correspondía a seis veces el número de habitantes de Londres, entonces la ciudad más grande del mundo. Ahora queremos «regular los flujos» para importar solamente «una nueva subclase funcional», adaptada a nuestras demandas, que sostengan nuestro «tren de vida».
Gran parte de los trabajos son repetitivos, tediosos, penosamente agotadores, mentalmente aburridos, increíblemente mal pagados, en condiciones laborales absolutamente precarias y que suelen tener una molesta connotación de inferioridad social. Para este tipo de «trabajos» es necesaria la gente pobre en las economías del Norte. Y es siempre necesario que haya un suministro y una reposición constante de esos trabajadores y trabajadoras, una «subclase» en continuo y respetuoso sometimiento (Kenneth Galbraith, 1992).
Esta nueva subclase funcional no es (no puede ser) exigente en cuanto a salarios y otras condiciones como lo serían los trabajadores y trabajadoras locales, y aplaca además sus exigencias el hecho de que no tiene los derechos de ciudadanía, especialmente no puede participar en decidir sobre la organización de la sociedad en la que trabajan, pues no puede votar. No se compara con los más afortunados, sino con su propia situación anterior. Esta comparación, junto con la necesidad de obtener recursos económicos inmediatos para seguir sosteniendo a las familias en el país de origen, ha tenido un efecto tranquilizador y desmovilizador constante.
Por eso el suministro de trabajadores y trabajadoras extranjeros para aquellos trabajos, con condiciones laborales que los trabajadores y trabajadoras nativos no están dispuestos a admitir, ha sido algo aceptado y perfectamente organizado a través de los denominados «cupos». Lo que demuestra, si es que alguien lo ha dudado alguna vez, que la migración sólo es considerada en las instituciones internacionales como «mercancía».
El objetivo es obvio: se busca hacer de la migración no sólo un depósito de mano de obra flexible, barata y adaptada a las necesidades del mercado laboral de los países enriquecidos, sino como contingente y auténtico ‘ejército de reserva’ del que el capitalismo se aprovecha para precarizar y eliminar derechos laborales básicos» (CC.OO., 2003, 22). Lo utiliza como arma de choque para romper las condiciones laborales, pauperizando la oferta: «los de fuera trabajan más por menos», amenazan los colectivos empresariales. Este «nuevo desorden económico internacional» utiliza el control de los flujos migratorios para ahondar en la estrategia de dualización y dependencia en la que se mantiene no sólo al Sur del Sur, sino al Sur del Norte. Sirve, en este sentido, como mecanismo de ajuste central de la economía global, contribuyendo a facilitar el ajuste salarial en los países del norte.
Esto ha llevado a la construcción jurídica de una noción de migrante como persona trabajadora extranjera sometida a una condición de inestabilidad y vulnerabilidad, centrada en el reclutamiento de las personas migrantes «necesarias y convenientes», lo que exige el rechazo o la devolución de quienes no entran en la categoría de los denominados «migrantes deseados». Sólo admitidos en los nichos laborales en los que no se cuenta con mano de obra nacional ante las condiciones laborales de los mismos; que sólo vienen para hacer su trabajo, y deben volver a su país de forma inmediata -por lo que todos los demás, que no están en esas condiciones, son declarados «ilegales»-. Cuando resultan innecesarios, se les envía de regreso a su país, se les interna en «campos de extranjeros» o, como es más frecuente, se les niega la entrada.
La «gestión de la migración» desde los países enriquecidos se ha centrado en una obsesión a caballo entre la perspectiva unilateral del beneficio de nuestro mercado y la perspectiva de seguridad policial (control de fronteras y orden público). Los campos de internamiento ilegales para extranjeros es uno de los mecanismos de esta política de seguridad en materia de inmigración de los países enriquecidos que, últimamente, subcontrata a los países limítrofes. La generalización de esta forma de control y represión, donde se interna a migrantes en situación «ilegal» y solicitantes de asilo, condenándoles a un limbo jurídico y vital de duración indeterminada, en condiciones infrahumanas -según todas las fuentes-, implica que ya no se trata de una excepción, sino que se han institucionalizado como herramienta de gestión de los flujos migratorios. La función de los mismos es la de alejar, ocultar la realidad migratoria; lograr, en definitiva, que la migración resulte invisible.
Al deslocalizar estos nuevos «guantánamos» los países enriquecidos sirven ante todo a sus propios intereses. Por un lado, venden ante sus votantes una política de seguridad ligada al riguroso control de fronteras; por otro lado, presentan una imagen de respeto (aparente) a los tratados internacionales y los derechos fundamentales, pues ellos no son los que directamente los incumplen; además, les permite responsabilizar a los países de origen o de tránsito, condicionando su «ayuda al desarrollo» a que esos países acepten esos campos; a su vez, se reservan la posibilidad de recurrir a ese arsenal de mano de obra migrante flexible y barata.
Porque no olvidemos que la gestión de los flujos y de la frontera, tal y como hoy se practica, tiene como efecto desestabilizar a todas las personas migrantes, en situación «legal» o no. El cierre de fronteras ha provocado un amplio desarrollo de la migración clandestina. Cuando se cierran las fronteras y permanecen o aumentan las situaciones que provocan la migración, ésta pasa a ser irreprimible, y la salida inevitable. La migración ilegal constituye una válvula de seguridad indispensable para un sistema económico cuya característica principal es la adquisición de fuerza de trabajo al precio más bajo posible. Los países enriquecidos se aprovechan de esta migración «ilegal» para ser competitivos en sectores enteros de la economía informal como variable de ajuste a la baja de los salarios en la dura competencia económica (Naïr, 2006).
Está claro, por tanto, que toda política centrada únicamente en regular los flujos migratorios está condenada al fracaso, si no afronta realmente las causas que los producen. Porque, aunque siempre han existido movimientos de población, hoy son consecuencia de un aumento excepcional de las diferencias de nivel de vida causadas por una globalización neoliberal salvaje. Este ha de ser el centro y el eje de toda política que quiera realmente afrontar la migración de una forma adecuada. Éste es el único camino. Éste es el único futuro.
CC.OO. (2003). Guía para la defensa del trabajo en la globalización. Madrid: Fundación Paz y Solidaridad «Serafín Aliaga» de Comisiones Obreras.
DÍEZ GUTIÉRREZ, Enrique J. (2007). La Globalización neoliberal y sus repercusiones en la Educación. Barcelona: El Roure.
GARCÍA CANCLINI, Néstor. (1999). La globalización imaginada. Buenos Aires: Paidós.
KENNETH GALBRAITH, John. (1992). La cultura de la satisfacción. Los impuestos, ¿para qué? ¿Quiénes son los beneficiarios? Barcelona: Ariel.
NAÏR, Sami. (2006). (2006). Y vendrán… Las migraciones en tiempos hostiles. Barcelona: Planeta.
PORTOLÉS, J. (1997). Ilegales. Nombres, adjetivos y xenofobia. Mugak, 2, 17-21.
SASSEN, Saskia. (2001) ¿Perdiendo el control? La soberanía en la era de la globalización. Barcelona: Bellaterra.
* El autor es profesor de la Universidad de León. Autor de La Globalización neoliberal y sus repercusiones en la Educación. (2007). Barcelona: El Roure.