Los griegos inventaron la democracia dejando bien claro a quien dejaban fuera: mujeres, esclavos, artesanos, campesinos, extranjeros, mendigos… Era la democracia de los ricos que no se hacían líos con el que no era como ellos. El mundo globalizado también reclama para su gobierno la democracia, pero es más cínico, sus discursos son urbi et […]
Los griegos inventaron la democracia dejando bien claro a quien dejaban fuera: mujeres, esclavos, artesanos, campesinos, extranjeros, mendigos… Era la democracia de los ricos que no se hacían líos con el que no era como ellos.
El mundo globalizado también reclama para su gobierno la democracia, pero es más cínico, sus discursos son urbi et orbi como si acogieran a todos. ¿No se queda nadie fuera? No, responden los legisladores del mundo. Aquí cabemos todos. ¿Hay alguien que se lo crea?
Qué lástima que ya a finales del siglo pasado alguien se bajara del cuento y por las calles comenzara a airearse la consigna: «parece democracia y no lo es». La realidad es terca y puede más que la fábula sobre las libertades legadas, en nuestro caso, por la transición. Mucho más que la mirada al frente, con sardónica sonrisa, del demócrata de toda la vida.
Muchos siguen en el cuento. Pero algunos encararon tempranamente el abismo abierto entre la letra y la realidad. Hoy son muchos los jóvenes que vocean en la calle lo que a una generación anterior le dejó asombrada: «Parece democracia y no lo es».
Lo siguen gritando a conciencia, con profundo conocimiento de causa, han visto a quien se le hace un sitio en la ciudad y a quien no. Han visto de frente el rostro del amo que pone y quita el techo y el pan. Han visto morir asesinados mendigos, inmigrantes, homosexuales, rojos, trabajadores… Han visto que quien no es español rico, blanco, católico y heterosexual está en el punto de mira. Y lo peor, han visto que quien no baja la mirada ante ese ojo asesino, también corre peligro.
A muchos les ha costado la vida. Desde el año 91, son 75 los muertos contabilizados por el informe Raxen a manos de grupos racistas y/o neonazis. Cifra que conviene tomar sólo como una muestra, pues: «En España, a diferencia de Alemania, el Reino Unido y otros países de la Unión Europea, no se dispone de ninguna estadística oficial de delitos de intolerancia y crímenes de odio que permita conocer y evaluar el alcance del problema» Nuestra democracia también en esto es diferente.
El informe se cierra con el nombre de Carlos Javier Palomino: «11 de noviembre de 2007. Madrid. Menor de 16 años, asesinado de una puñalada en el corazón con arma blanca; junto a la víctima al menos otros siete jóvenes también resultaron heridos, uno de ellos de gravedad, tras un ataque de un ultra a un grupo de antifascistas en la estación de metro de Legazpi, en Madrid. La Policía detuvo al presunto autor del apuñalamiento, identificado como Josue E.de la H., de 24 años, militar, informando que se dirigía a una manifestación de las juventudes de Democracia Nacional»
Carlos Palomino no ha sido el último. Hace cuatro días, en la madrugada del viernes 11 de septiembre, en el municipio de La Cabrera, (Madrid), Gigi Musat, albañil de profesión y rumano de nacimiento, estaba sentado en un banco junto a un amigo (también obrero y minusválido a consecuencia de una caída de un andamio), fue atacado por un grupo de cinco salvajes que lo asesinaron a patadas. Lo último que oyó fue: «Rumano de mierda, te vamos a quemar». La noticia aparece entre páginas de sucesos. Aterra. Cinco valientes patriotas coceando a un joven trabajador. Una muerte así no cae de un árbol que parte una tormenta. Una muerte así no es un suceso. Aterra que no se vean las diferencias. Aterra preguntarse si la vida de este joven habrá sido realmente la última en ser cortada. Aterra.
La noticia no la han dado los medios hasta hoy. Ellos sabrán por qué. Hay en estos días mucho dolor y mucha indignación contra la barbarie xenófoba de corte fascista. Los jóvenes que la denuncian lo han expresado, pero ya no pueden hacer más. Mientras, se está celebrando el juicio contra un soldado envenenado de ideología fascista, la bestia no ha dejado de matar. Aterra. Es imposible que el tamaño de este odio se desvanezca sin emplearse a fondo en sus raíces.
Dicen que el juicio a Josué Estébanez será largo y no debe importar eso, hay mucho que ver. Carlos Javier Palomino, no mira solamente a su asesino: un soldado nazi que se cree en su derecho a desatar su instinto criminal. Mira a los partidos políticos de ideología nazi y a los poderes políticos que los legalizan. Mira a las asociaciones fascistas y a las instituciones administrativas que permiten manifestaciones contra los inmigrantes en los barrios obreros donde viven. Mira a los jueces que han condenado a tantos otros como Josué a penas insignificantes. Mira a las fuerzas del orden que detienen, maltratan y humillan a quienes no se duermen con el cuento del demócrata de toda la vida. Carlos Palomino mira a sus amigos y oye a los policías que les siguen gritando desde los coches: «¡Guarros, arriba!».
Mira a los periodistas que crean en la opinión pública el perverso sentimiento de que su muerte, como la de otros cientos más, son sucesos, que acontecen en peleas de barrio, del mismo modo que el franquismo explicaba como altercados callejeros un intento de manifestación para clamar por la libertades.
La mirada de Carlos alcanza a quien enseña a sus crías a salir adelante pisando a los demás. Mira a quien mira hacia otro lado cuando la bestia pronuncia una gracieta como ésta: «Palomino, devuélvenos el cuchillo». Algunos la ríen.
Carlos no bajará la mirada hasta que no se fije lo intolerable. Sus 16 años subirán desde los sótanos del metro, sin que ya nadie pueda apagarla. Dicen que la de Gigi Musat contaba estrellas en el cielo de la plaza. ¿No os cuesta, demócratas de toda la vida, contener las lágrimas?