Navidad es una fiesta polisémica. En cierto sentido incómoda. Para los cristianos, es la conmemoración del nacimiento de Jesús, Dios hecho hombre. Para la industria y el comercio, ocasión privilegiada de ventas abundantes. Para muchos, minivacaciones de fin de año. Para el pavo, día de difuntos.La incomodidad proviene de la obligatoriedad de dar regalos a […]
Navidad es una fiesta polisémica. En cierto sentido incómoda. Para los cristianos, es la conmemoración del nacimiento de Jesús, Dios hecho hombre. Para la industria y el comercio, ocasión privilegiada de ventas abundantes. Para muchos, minivacaciones de fin de año. Para el pavo, día de difuntos.
La incomodidad proviene de la obligatoriedad de dar regalos a quien no amamos, conocemos mal o fingimos ser amigos. Trasladado el establo de Belén a los locales de los centros comerciales, sustituido Jesús por Papá Noel, la fiesta va perdiendo paulatinamente su carácter religioso. El Niño del pesebre, que evoca el sentido de la existencia, cede su lugar al viejo barbudo y barrigudo, que simboliza el fetiche de la mercancía.
Una mirada superficial diría que el consumismo hedonista nos aparta de la religiosidad. La Misa del Gallo, antes celebrada a la medianoche del 25 de diciembre, se reduce ahora a la inercia de las celebraciones, a las ocho o nueve de la noche, anticipándose a la madrugada que favorece la violencia urbana. El apetito por cenar y la curiosidad por abrir los presentes hablan más alto que las buenas y viejas costumbres: la oración en familia, los cantos litúrgicos, las narraciones bíblicas y el recuerdo de los acontecimientos paradigmáticos de Belén de Judá.
Una actualización de los sucesos bíblicos nos permite imaginar, a partir del contexto brasileño, al lector del «Diario de Belén», edición del 26 de diciembre del año 1, ante la siguiente noticia: «Familia de unos sin-tierra ocupó ayer la hacienda Estrella de David, en cuyo corral una tal María, esposa del carpintero José, dio a luz a su hijo Jesús. La policía de Herodes ya está sobre la pista de los sin-tierra, que han huido».
La abstracción del lenguaje, sin embargo, hace del seudolirismo navideño lo contrario de lo que significa el hecho histórico: el Verbo encarnado pierde su contundencia y cede el puesto al pesebre descontextualizado, mero adorno de la fiesta papanoélica.
En «Memorias de Adriano», Marguerite Yourcenar capta un momento singular de la historia de Occidente, el siglo 2º: los dioses del Olimpo griego y del Panteón romano iban en declive y la moral cristiana, impregnada de platonismo, todavía no se había impuesto a las conciencias.
Hoy vivimos algo parecido. Azotados por fuertes vientos esotéricos, en una época epifánica, en que las religiones tienden a ocupar el lugar dejado por las ideologías mesiánicas, asistimos a la crisis de las iglesias tradicionales, encerradas en un monólogo ininteligible en un contexto de pluralismo y tolerancia con el diferente. La perplejidad se asemeja a la de la profesora de piano clásico que ve a sus alumnos preferir los instrumentos electrónicos.
Proliferan nuevas modalidades de aspirar a lo Trascendente, desde la aeróbica litúrgica hasta las meditaciones orientales. En expresión de Rimbaud, nunca hubo tanta ‘gula de Dios’. I Ching, astrología, tarot, etc. Son vías por las que se intenta encontrar seguridad ante el futuro imprevisible. Ahora ya no hay tanto interés por las religiones de las grandes narraciones bíblicas, de la santidad ascética, de la autoridad sacralizada, de la moral coercitiva, de la escatología que nos hace caminar, titubeantes, sobre la cuerda invisible que une el cielo con el infierno.
Predominan las religiones del consuelo subjetivo, de la alegría del alma, de la curación instantánea, de los fenómenos paranormales, de la comunidad que se siente rescatada del anonimato, de bendiciones y gracias que emanan cual premios de quien cree en la versión posmoderna del dilema «la bolsa o la vida». Se fortalece la religiosidad de uso inmediato, sin culpas, macroecuménica, fundada en la creencia en un Dios que libera de jerarquías, que se manifiesta a través de las reglas del mercadeo y que tolera todas nuestras incoherencias.
Quizás nadie, en la literatura brasileña, haya captado como Machado de Assis el sentido de la Navidad, en su clásico cuento «Misa del Gallo». No hay misa propiamente, sólo la espera ansiosa en una vigilia que cambia progresivamente, ante los ojos de Nogueira, muchacho de 17 años, al anfitrión Conceição, que cumplirá los 30. Machado hace del corazón del joven narrador un profundo y acogedor pesebre, donde renace la vida en el milagro sutil del amor desinteresado. Un sabor de eternidad. De eterna edad. Aunque partido por el tiempo que fluye indetenible al ritmo implacable de las horas. En la sala, la misa en torno a la musa antecede y realiza la comunión, terminando en la belleza de un sencillo encuentro entre dos personas.
Eso es Navidad. Una fiesta sorprendente en lo más profundo de sí mismo, en la que las personas se hacen regalos unas a otras y entre las cuales refulge el amor como una estrella. Esta fiesta no tiene fecha y se celebra siempre que se da un encuentro en clima de afecto y de sabor a comunión. Allí las palabras son como lazo de regalo deshecho por las manos de un niño: a cada nudo deshecho una expectativa de sorprendente revelación.
Frei Betto es fraile dominico, asesor pastoral y escritor.
Traducción de J.L.Burguet