Las modernas constituciones políticas se han venido declarando abiertamente garantes de lo que llaman derecho a la intimidad , entendido como un complemento más junto a esa sarta de derechos y libertades con los que el sistema ha dotado a las masas para entretenerlas, mientras los privilegiados se dedican a hacer de él un negocio […]
Las modernas constituciones políticas se han venido declarando abiertamente garantes de lo que llaman derecho a la intimidad , entendido como un complemento más junto a esa sarta de derechos y libertades con los que el sistema ha dotado a las masas para entretenerlas, mientras los privilegiados se dedican a hacer de él un negocio comercial y los gobernantes prosiguen con el suyo al amparo de un mundo de derechos formales. La intimidad no es esa esfera propia de la persona, que nadie puede invadir bajo pretexto alguno porque es de su exclusiva pertenencia, sino una parcela de la existencia para disfrutar en precario y que, con invocación del interés general o comercial, puede ser invadida por el poder del Estado o por los más avispados. No obstante, al amparo constitucional han surgido organismos públicos destinados a velar porque la intimidad sea un derecho, pero quedando prácticamente en evidencia que ese derecho solo se ventila entre particulares; de manera que en lo tocante al que ejerce el poder y al mundo del negocio la intimidad personal real ni existe ni nunca ha existido. Queda claro que el respeto al mundo interior de las personas solo se impone en la esfera social entre personas y dudosamente frente al grupo, pero es inexistente en lo que afecta al poder. La intromisión en la esfera privada de los gobernados a veces va más allá de lo necesario para realizar la función de gobierno, sin que la ciudadanía y los propios afectados tengan capacidad alguna para poner límites.
Buscando argumentos en torno a la inoperancia, en gran medida los límites no se establecen por la tendencia a la pasividad propia de las masas en los asuntos políticos; de otro lado, porque los ejercientes del poder no están en disposición de autolimitar sus prebendas y, en cuanto al ciudadano, se queda conforme con la parte del derecho que es derecho e ignora esa otra parte que es mito . Esta proyección bicéfala del derecho a la intimidad -mito, para los ciudadanos, y represión, para el poder- sirve de exponente de ese sentido que el sistema pretende dar a algunos derechos constitucionales. La idea no es otra que establecer la clara distinción, en virtud del interés general, de que el ejercicio del poder no tiene límites frente al individuo, mientras que para este, al envolverle en derechos, todo lo demás tienen que ser obligaciones. El llamado interés general vela por hacer más sencilla la actividad de gobernar, disfrutando el intérprete de una especie de patente de corso otorgada por el Derecho, dispuesto a plegarse a casi todo en virtud de la maleabilidad de la ley. Que los aparatos represivos del Estado se adentren en la esfera de la intimidad de las personas está justificado por ese cajón de sastre en el que se ha convertido el interés general . A veces, cuando se trata de investigar una conducta inapropiada del individuo, no solamente se escudriña aquello que pudiera ser el entorno de lo que afecta al caso concreto, sino a toda su vida, hasta en lo profundamente personal, para completar el proceso. Incluso se saca a relucir detalles de su infancia y adolescencia, que nada tienen que ver ni con el hecho investigado ni ya con la persona del presente; de manera que el hoy parece quedar permanentemente anclado en el pasado, si es que le interesa al investigador para sus fines, en caso contrario se soslaya.
A veces, resulta que el aparato policial de los Estados civilizados, para allanar y descargar de trabajo a la justicia, no duda en utilizar cualquier arte o artimaña para desmontar las argucias del implicado en cualquier acto reprimible, basándose en el principio de presunción de culpabilidad , y eso le permite invadir su intimidad. Echa mano de antecedentes que entiende desfavorables, indaga sin limitaciones buscando claves inculpatorias y especula más allá de los hechos. Ello al objeto de forzar más tarde la convicción de la superioridad de que, ya sea desde el punto en cuestión o desde otro colateral, el sospechoso es culpable de algo, quedando previamente sentenciado. A tal fin no hay respeto a la intimidad, puesto que se entra a saco en la vida del individuo en cuestión, al amparo del esclarecimiento de la verdad.
Ya en el terreno de competencia de la justicia, utilizando la ley y al amparo de la legalidad que exige la práctica de su función, el asunto adquiere mayores dimensiones, para en su caso ir más allá de lo controvertido e invadir el último reducto de la intimidad de la persona, si es que todavía subsiste. La supuesta intimidad no solo palidece, sino que se desmonta totalmente hasta dejar a la persona al desnudo ante el juzgador, sin posibilidad de ocultar sus vergüenzas. Lo que tendría sentido si atañe exclusivamente a cuanto se refiere a los actos de contravención de la norma, pero ya no tanto en lo que afecta a la estricta intimidad. Sin embargo nada parece decir la ciudadanía, quien debería hablar y ser escuchada, solo el propio poder opina cuando hay flagrante e injustificada extralimitación de la tarea de hacer justicia, ya sea pronunciándose en términos de contaminación, invasión o nulidad, pero siempre a destiempo, porque el daño ya está hecho.
Sin embargo no es la justicia investida de sagrados atributos , junto con sus colaboradores, quienes gozan de ventajas desproporcionadas en orden a investigar sobre la intimidad de las personas, también la administración pública aprovecha para invadirla a diario, no solamente acudiendo al interés general, sino invocando cualquier argumento peregrino para justificarse. Usada esta facultad por buena parte de las administraciones, se sobredimensiona, por ejemplo, en el caso de los asuntos fiscales . En el marco de las atribuciones legales, el administrado ha de colaborar dejando incluso al descubierto ante lo público lo que es esa esfera de su intimidad amparada, según se dice, por las constituciones. De esta manera se le exige que ponga de manifiesto sus cuentas al detalle, que justifique lo que compra y lo que vende, en qué emplea su dinero o en definitiva lo que hace con su vida. Y en la actividad participan no solamente organismos públicos sino entidades privadas de todo tipo, a las que se otorga el título de colaboradoras del erario. En otros asuntos propios de las demás administraciones simplemente, al que cae en sus redes, se le exige poner fin a la intimidad porque así lo decreta quien se blinda con el principio de autoridad .
Por último, haciendo extensivo el desgaste que está experimentando en la práctica el llamado derecho a la intimidad desde la perspectiva institucional, el asunto ha llegado a ser aprovechado incluso por las empresas privadas. Quienes auxiliadas por los avances tecnológicos, junto con la tolerancia oficial, dan cuenta y razón de todos lo movimientos íntimos de las personas en base a inocentes aparatos legal o ilegalmente emplazados en la zona de la intimidad. Juegan con simples datos que, torticeramente utilizados, arrasan con cuanto afecta a la intimidad, porque al final resulta que ponen a la luz el mundo interior de las personas, ya sea sin nombre o entrando en detalles, con el fin de comerciar.
Dicho esto, el derecho a la intimidad , al amparo del privilegio que goza lo público y las ventajas a las que se acoge el empresariado en lo que afecta a los datos de las personas que se muestran a su alcance, parece avanzar con movimiento uniformemente acelerado para desembocar en el mito . De ahí que se hable de la intimidad como si realmente existiera como derecho, pero por unos u otros argumentos en la práctica se agota como tal derecho y pasa a ser simple apariencia legal en el terreno del poder y en el propio de los comerciantes. Sin embargo para los individuos de a pie es un derecho para ejercer entre iguales, lo que no incluye a los miembros de esa escala superior . Ante este panorama, una mayoría ciudadana no dice nada y a la otra le resulta indiferente, porque en general carecen de fuerza para poner límites al poder de uno y otros. Probablemente a mantener tal actitud de pasividad vienen contribuyendo los influenciadores, los contestatarios oficiales y los directores de la orquesta ya que no están interesados en poner el tema en el guión teatral y consideran que es preferible dejar las cosas como están.
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