Por fin, salvo los recalcitrantes, los contumaces y los estrábicos del intelecto, el resto de la humanidad hoy día reconoce y sabe que ya no hay absolutos; que todas las religiones, todas las ciencias, todas las filosofías, todas las ideologías, todas las metodologías, y no una determinada religión, una determinada ciencia, una determinada filosofía, una […]
Por fin, salvo los recalcitrantes, los contumaces y los estrábicos del intelecto, el resto de la humanidad hoy día reconoce y sabe que ya no hay absolutos; que todas las religiones, todas las ciencias, todas las filosofías, todas las ideologías, todas las metodologías, y no una determinada religión, una determinada ciencia, una determinada filosofía, una determinada ideología, una determinada metodología… son verdaderas; o bien que ninguna es verdadera aun reconociéndoles a todas la utilidad de convenir que lo son. Que se puede creer al mismo tiempo, en todo y en nada. Y que, por el contrario, precisamente porque todas son verdaderas o ninguna lo es, la ortodoxia, lo apodíctico (lo necesariamente verdadero en filosofía) y lo absoluto han muerto…
Sabemos que la verdad y el pensamiento único son un error; que la verdad está sólo en el hecho, en el suceso que vemos con los ojos del cuerpo, y a duras penas en lo que nos cuenta y nos da el sistema por interpretado por los custodios de la ortodoxia, sean cuales fueren los espacios de la intelección a que el hecho o el suceso se contrae. Sabemos que lo que llamamos realidad no es más que el resultado del consenso de unas minorías que se sitúan en la cúspide de la sociedad y se distinguen no tanto por su aguda inteligencia como por su determinación para imponerse a las demás y excluirlas. Sabemos que una cosa es la razón pura y otra la razón práctica; sabemos que una estrella «existe» porque vemos un punto de luz, pero «no existe» porque hace millones de años dejó de existir aunque ahora nos lleguen sus partículas de luz; sabemos que esta dualidad portentosa hace añicos el pensamiento categórico y el principio de contradicción de nuestra lógica formal, inexistente en el pensamiento oriental porque no olvida semejante paradoja. Sabemos desde este corolario que, retóricamente, podemos defender tanto una idea o una tesis como sus contrarias… Sabemos, en fin, que la atracción hacia «lo retroprogresivo», Salvador Pániker (ir simultáneamente hacia lo nuevo y hacia lo antiguo, hacia la complejidad y hacia el origen) avanza en el entendimiento común habida cuenta al saberse que la «realidad» fabricada se impone no tanto por gnoseología sino por la prepotencia. Sabemos que toda realidad es efecto de una serie de construcciones mental es más allá de los hechos naturales.
Sabemos, en fin, quienes no abrazamos religión, ideología o filosofía de ninguna clase, por un lado, que para la razón y el pensamiento prácticos, es decir, para hacer posible la sociedad y la comunicabilidad en la sociedad humana, todo está elaborado con unos fundamentos, una coherencia y una intencionalidad que permitan ordenar el pensamiento y la acción. Pero por otro, que, para la razón y para el pensamiento puros, todo es relativo y una construcción mental que hemos internamente de olvidar. Que todo, que toda idea abstracta es la consecuencia de una talla paulatina de imágenes en el cerebro desde la noche de los tiempos; que la palabra es la reproducción en sonidos de un impulso nervioso, y no debemos confundir la designación de la cosa con la cosa en sí que se presenta en principio como impulso nervioso, después como figura, finalmente como sonido. Y que «la verdad», como dice Nietzsche, no es si no «un puñado de metáforas, metonimias, antropomorfismos, que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, consideramos firmes, canónicas y vinculantes; que las verdades son ilusiones que hemos olvidado que lo son».
En suma, si el individuo quiere elevar su condición personal y progresar en las condiciones de coexistencia con sus congéneres no tiene más que un camino: relativizar cuanto se le ofrece al entendimiento, abandonar el absoluto y mantener en el subconsciente la idea suprema de que todo cuanto discernimos y decimos es una artificio generado por los creadores del lenguaje.
Desde luego en España ya va siendo hora de abandonar el dogma, lo rotundo, lo categórico y lo absoluto. Ya va siendo hora, porque suponer que hay sólo una verdad, un solo dios, una sola bandera y una cosmología de granito es lo que ha dividido desde siempre a la sociedad española como ya no divide al resto de los países de esa vieja Europa que se desea unificar…
Jaime Richart. Antropólogo y jurista.
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