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La muerte inoportuna

Fuentes: Rebelión

Cuándo nos íbamos a imaginar los chilenos que padecimos la dictadura en nuestro país, que nos encontraríamos un día uniendo nuestros ruegos para que el ex dictador gozara de la salud suficiente hasta el momento en que la valentía de algún juez – que por supuesto nunca llegó – le dictara la necesaria condena por […]


Cuándo nos íbamos a imaginar los chilenos que padecimos la dictadura en nuestro país, que nos encontraríamos un día uniendo nuestros ruegos para que el ex dictador gozara de la salud suficiente hasta el momento en que la valentía de algún juez – que por supuesto nunca llegó – le dictara la necesaria condena por las atrocidades de las que fué responsable directo o indirecto durante el tiempo en que ejerció, sin pudores ni contrapesos, el poder sobre la vida y la muerte de toda una nación. Porque es desde los días de la gran traición al Presidente Allende que Pinochet tenía asuntos pendientes con la justicia, con el honor que había jurado defender «hasta rendir la vida si fuese necesario»; con la ética y con la moral, conceptos que sin duda le quedaron grandes y distantes o que directamente jamás conoció.
 
Y se murió así, casi a traición. Como lo hizo todo. Como honrando una vez más lo que fué su conducta de vida, la misma con la que negó hasta el día de su muerte cualquier responsabilidad en la tragedia en que él sumergió a Chile, obedeciendo a oscuros y ocultos intereses provenientes desde fuera y dentro del país. Aquella que le hizo traicionar a sus propios subalternos camaradas de armas que, convencidos y cómplices, obedecieron ciegamente sus designios en una sinfonía de atrocidades que hasta el día de hoy permanecen impunes en su gran mayoría. También a ellos traicionó al negar cualquier vinculación con las órdenes de asesinar impartidas de su puño y letra.
 
Y así pasó todo durante tantos años. Y la bestialidad del dictador alcanzó al propio Presidente Allende, Orlando Letelier, Bernardo Leighton y su esposa Anita Fresno, el General Carlos Prats y su esposa por nombrar a los más emblemáticos, todos estos últimos fuera del país al momento de los criminales atentados. El dictador pensaba que su largo brazo asesino no tenía fronteras ni límites. El exilio forzoso, los pasaportes con esa maldita letra L que significaba el estigma de los «indeseables», la represión salvaje al interior del país, José Carrasco Tapia, Manuel Parada, Santiago Nattino, Manuel Guerrero, Gécar Negme, la Caravana de la Muerte, Víctor Jara, Miguel Enríquez. Se aborbotonan los nombres y las situaciones de padecimiento infinito de tantos compatriotas. También los cesantes de su régimen macabro, ese 50% de desocupados a principios de los 80, cuando él entregaba graciosamente y a precio vil las empresas del estado chileno a esos mismos que se rasgan hoy las vestiduras en nombre de la democracia que ellos conculcaron y que se enriquecieron a costa del hambre y la expoliación de otros chilenos, silenciosos y trashumantes, anónimos y estoicos.
Fue demasiado tiempo de impunidad, fué excesiva la comtemplación jurídica para con quien encarna lo peor que ha dado la historia de nuestro país en los años recientes. La maldita política de los consensos -a veces útil y otras no tanto- también contribuyó a que esa «intocabilidad» jamás fuera cuestionada, hasta que el Juez Baltazar Garzón demostró en los hecho que sí se podía. Que el alto muro de seguridad institucional del que se había proveído al dictador se derrumbara estrepitosamente, a pesar de los elocuentes esfuerzos del propio gobierno chileno de la época por sacarlo indemne del ridículo al que un juez español estaba sometiendo al vitalicio senador de entonces. Porque no olvidemos que para conservar sus inmunidades hizo ratificar una constitución hecha a la medida de sus necesidades de seguridad. Y no sólo conservó el cargo de Comandante en jefe del Ejército una vez restituída la democracia, sino que además, ocupó desfachatadamente una banca en el Senado de la República, ese mismo senado al que acceden prominentes ciudadanos munidos del respaldo de muchos votos y muchas voluntades.
 
Por eso nos queda esta sensación amarga de lo que no fué realizado, de pensar que pudimos ser mejores en el arte de administrar justicia. Justicia para tantos, vivos y muertos. Justicia para aquellos niños que padecieron la orfandad producto del crimen contra sus padres. Justicia para los anónimos y olvidados que no encajaron nunca en las bondades del modelo que tan eficientemente se sigue aplicando en nuestro país hasta nuestros días, sin atisbos de que se modifique un ápice sus perversos contenidos, excluyentes y marginadores. Justicia para los desaparecidos, para aquellos que un día por orden del dictador se llevaron y jamás regresaron al seno de sus hogares.
 
Pero será la memoria del pueblo de Chile la que castigará de forma perenne lo que nuestra justicia no fué capaz de sancionar. Y ahí no servirán las presiones de los gobiernos a los jueces para morigerar los efectos de una sanción. Ya no habrá ministros ni subsecretarios diligentes intentando explicarle a la justicia la inconveniencia de una sentencia condenatoria al dictador infame. Ya no veremos corriendo a los abogados del tirano para declararlo «loco de urgencia» a fin de evitarle un mal rato o que quede esa condena como un baldón en su historial de vida. Es la muerte conveniente para familiares y adictos a él. Una muerte que impide que se le retire y despoje de cualquier honor recibido en vida.
 
Tal vez ha llegado el momento de mirar de cara al pueblo para preguntarle dónde han estado las equivocaciones. Y de que todos nos preguntemos en dónde quedaron los frutos de una política de «no pisar callos», de una poítica de estar rindiendo examen permanente ante una derecha impiadosa que jamás ha tenido contemplaciones a la hora de negar derechos que signifiquen defender a los más desvalidos.
 
Sin duda asistiremos a una nueva etapa en la vida de Chile. La era sin Pinochet. Es de esperar que la lucidez acompañe a nuestros dirigentes y gobernantes para que la memoria de Chile no le guarde un lugar de privilegio al peor tirano de nuestra historia. En nombre de nuestros muertos, en nombre de los desaparecidos, en nombre de los exiliados, en nombre de los cesantes que regulan el mercado laboral, en nombre de los que sufren hambre y exclusión. En nombre de los desposeídos y los desheredados de nuestra patria. Que así sea.