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La muerte programada

Fuentes: El País

La inmensa mayoría de los mortales nos enfrentamos a la vida con la apasionante incertidumbre de los descubridores que se internan mar adentro sin saber lo que nos espera al otro lado del presente. Vivir día a día, decidir nuestros próximos pasos, equivocarnos, buscar la razón de las cosas, amar apasionadamente, fracasar, volver a empezar, […]

La inmensa mayoría de los mortales nos enfrentamos a la vida con la apasionante incertidumbre de los descubridores que se internan mar adentro sin saber lo que nos espera al otro lado del presente. Vivir día a día, decidir nuestros próximos pasos, equivocarnos, buscar la razón de las cosas, amar apasionadamente, fracasar, volver a empezar, he aquí un programa vital que nos hace cada vez más humanos hasta llevarnos al umbral del infinito.

Cuando se acerca este momento y percibimos la levedad del tiempo, decidir la forma en que deseamos abandonar nuestra condición humana para restituirla a sus orígenes es un derecho inalienable.

Los humanos, desde los tiempos más remotos, han necesitado encontrar una explicación supraterrenal al milagro de nuestra existencia. La buscan angustiadamente, se someten a las creencias que le proporcionan una respuesta esotérica y asumen que sólo Dios debe disponer de sus vidas. Para ellos la posibilidad de decidir sobre la propia muerte es un acto de soberbia que ofende la voluntad de un legislador invisible y eternamente huidizo.

Si la cultura que abraza y defiende la civilización occidental tiene su origen y raíces en los griegos y en los romanos, no entendemos muy bien cómo se puede satanizar la eutanasia, que en su esencia etimológica significa buena muerte.

Respetar algo tan intensamente humano como la decisión de morir dignamente es un acto de racionalidad que sólo puede ser perseguido por los dogmáticos y por los que no tienen la gallardía de reconocer el valor y la categoría humana de los que quieren prolongar su libertad transmitiéndola a los que comprenden, respetan y comparten su decisión.

Impotentes ante la profunda racionalidad de este ejercicio intransferible de dignidad y humanidad, combinan los reproches morales con argumentos sutiles, tratando de mostrarnos la inmoralidad, incluso política, de nuestras convicciones que consideran contradictorias e insolidarias.

En una arriesgada acrobacia dialéctica, nos hacen ver que la permisividad o regulación de la eutanasia es la quintaesencia del nazismo, perfectamente equiparable a la «solución final» que llevó a las cámaras de gas a los judíos y que permitió a Mengele experimentar en vivo con los enfermos sacrificados en aras de la mejora de la raza aria. La simpleza de la argumentación nos provocaría hilaridad si no viniese avalada por personajes que no demostraron rechazo a un régimen que todavía algunos no han condenado públicamente.

La oposición a la eutanasia está perfectamente justificada desde las creencias y la fe ciega en el mensaje de un Dios omnipotente e indiscutible. Con estos valores se niega al ser humano la libre decisión de morir dignamente cuando las fuerzas de la vida le abandonen y le reduzcan a una condición puramente química o vegetal. No hay alternativa a la resignación cristiana y la sublimación del dolor, como tributo necesario para alcanzar la otra vida.

El derecho de una sociedad democrática no puede ser un obstáculo para el ejercicio de los valores superiores que encarnan la libertad y la dignidad de las personas. No se encuentra justificación alguna para la negación del derecho a morir en las circunstancias que anuncian la ausencia de signos propios de la condición humana.

El debate no es nuevo ni ha sido definitivamente pacificado. Muchas sociedades se han adelantado a normalizar o por lo menos dar cauce y salida a situaciones en las que la situación de la persona ha llegado a ser un presente insoportable e irreversible. En nuestro país, varios parlamentos autonómicos han elaborado o propuesto leyes que regulan y autorizan el denominado testamento vital. A los desconocedores del derecho hay que recordarles que nuestras leyes no pueden dar validez a las decisiones contrarias a la moral y al orden público. Por ello, si se mantiene herméticamente que la asistencia y colaboración con la voluntad del que solicita la muerte en los casos de sufrimiento insoportable e irreversible es delito, dichas leyes tendrían que ser anuladas o tenidas por no puestas.

La coherencia con nuestra Constitución nos obliga a la asunción del valor absoluto y superior de la libre decisión como esencia de la naturaleza humana y de la grandeza del espíritu de la libertad.

No es necesario, en mi opinión, regular detalladamente todos y cada uno de los pasos que hay que dar antes de acceder a la voluntad del paciente. La solución ya se ha instaurado por la fuerza de la razón en la mayoría de los médicos de nuestro país cuando la situación es irreversible y se proporcionan sedantes que eliminan el dolor y aceleran el proceso de la muerte.

La racionalidad y humanidad de los sanitarios que conviven día a día con el dolor y el desgarro corporal y mental han encontrado soluciones al trágico dilema. Los que propugnan el silencio, la clandestinidad y la hipocresía, no tienen autoridad moral para imponer sus convicciones.

El gran reto no es el de los enfermos terminales. Nos lo plantea con su mirada angustiosa y su dramática petición el ser que carece de vida humana y al que sólo le responde su cerebro. Prisionero en el zulo asfixiante de su inmovilidad ha decidido abandonar la prisión que le rodea e internarse en las tinieblas exteriores. El gran dilema se presenta cuando la vida es perceptible pero el sujeto que la padece suplica insistentemente que no puede soportar el sufrimiento psíquico que le produce, como dijo Ramón Sampedro, un cuerpo que ya no es su cuerpo. Qué podemos hacer cuando ese cerebro perfectamente lúcido nos explica y nos suplica que tiene derecho a morir porque no puede soportar la absoluta inoperancia de los insistentes mensajes que sus neuronas envían a los múculos, sin obtener respuesta.

La opción es libre y maravillosamente humana. Vivir o morir, cualquier decisión merece igual respeto.

Los Códigos Penales, que son las leyes de los hombres y no los caprichos o las visiones de los teólogos, tienen la obligación democrática de velar por el valor superior de la libertad y buscar la ponderación de los intereses en juego, la vida y la libertad, permitiendo que el paciente pueda solicitar y obtener ayuda para buscar la vida más allá de la prisión corporal que le asfixia y que puede llevarle a la locura.

El mantenimiento irracional de la vida no puede justificarse con una obstinación inhumana. La inteligencia reclama que le ayuden en la búsqueda de su proyecto vital, que paradójicamente es su propia muerte.

Frente a las visiones draconianas del pasado que condenaban el auxilio al suicidio por acción directa de un tercero como un homicidio, las leyes no pueden ser un obstáculo para que una persona, en una situación de dependencia que estima insoportable, pueda pedir, con plena lucidez, que las leyes le ayuden en su tránsito final.

El debate ha madurado y se ha abierto paso con los avances de la cultura y de los valores democráticos. Nuestro legislador, que no se ha podido evadir a presiones o condicionamientos sociales y religiosos de una buena parte de nuestra sociedad, ha iniciado una progresiva retirada de las posiciones absurdas y maximalistas del pasado, reduciendo las penas a medidas puramente simbólicas.

Si un juez puede autorizar un aborto en determinadas circunstancias, por qué no puede permitir que se coopere o se auxilie directamente a la muerte de los que, según nuestro Código Penal, sean víctimas de una enfermedad que «produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar».

Ayudar a morir en estas circunstancias es un acto de amor que no puede ser criminalizado. Al fin y al cabo, como nos enseñó Santo Tomás, la ley es la ordenación de razón y no la voluntad irracional del príncipe.

El Senado francés ha iniciado un debate a raíz de la muerte asistida de un tetrapléjico que merece la pena seguir atentamente. Se ha dicho que es preferible una tiranía ciega que impone la obligación de sufrir que el silencio vergonzante. Las propuestas que se han manejado no pueden ser más racionales. Comprobada la decisión de morir y garantizada la concurrencia de las circunstancias justificantes, la muerte asistida es como una muerte natural a los efectos legales. Ni siquiera utilizan el término eutanasia, con elegancia francesa la han titulado como ley que regula el acompañamiento hasta el fin de la vida.

Los senadores no podían olvidar a sus clásicos. La cita de Montaigne que encabeza uno de los proyectos no puede ser más acertada: «La muerte más libremente decidida es la más bella. La vida depende de la voluntad de otros, la muerte de la nuestra».