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Tratando de explicarme a Nicolás Guillén

La muralla: parar la pobreza

Fuentes: Rebelión

¡Abre la muralla! ¡Cierra la muralla! nos transmitió Nicolás Guillén a modo de canto de esperanza. Pero ¿qué nos quiso decir el poeta con su «muralla»? Pues habrá mil interpretaciones, tantas quizá como lectores u oyentes de su poema musicado de manera genial por Quilapayún. Tantas como muros vergonzosos: el de Berlín, el de Palestina, […]

¡Abre la muralla! ¡Cierra la muralla! nos transmitió Nicolás Guillén a modo de canto de esperanza. Pero ¿qué nos quiso decir el poeta con su «muralla»? Pues habrá mil interpretaciones, tantas quizá como lectores u oyentes de su poema musicado de manera genial por Quilapayún. Tantas como muros vergonzosos: el de Berlín, el de Palestina, los de Ceuta y Melilla, el de nuestras malas o buenas conciencias.

Abrir y cerrar murallas, ¿a quién? ¿cómo establecer -en justicia- los criterios para permitir o negar a alguien el derecho a saltarlas, a derribarlas aunque sea a sangrientas dentelladas? Es probable que algunos, al menos, de los que abominaban del muro símbolo del telón de acero, se muestren hoy complacidos ante la espectacular defensa de los valores occidentales, de la propiedad occidental, de los privilegios occidentales y de la insolidaridad occidental que gloriosamente es perpetrada en las fronteras de nuestras «plazas fuertes» en Marruecos por efectivos militares imbuidos de una elevada sensibilidad humanitaria.

También es probable que nos tranquilice -por salvaguardar nuestro estatus- el enviar si es necesario a lo más selecto de los tres ejércitos a detener la avalancha -excepción hecha de la vergonzante cuota del moderno esclavismo, de la explotación mercantilista de lo que sólo es considerado como mano de obra barata- de los desheredados, de los nadie, esos nadie que lamenta Galeano por costar «menos que la bala que los mata» -pero ¡vale tanto una vida!-. Y que al mismo tiempo hagamos la vista gorda o que incluso nos mostremos complacidos -ya se sabe del poder del dinero- ante la irrupción de jeques y magnates del petróleo, enriquecidos con el sudor y la sangre ajenas, o traficantes de mujeres y armas que han criado su prominente panza a base de especular con seres humanos, con la misma vida.

No, Nicolás Guillén no debía estar hablando de alzar muros para abrir y cerrar puertas al antojo del portero. Porque los muros, por muy buena que pudiera ser la intención de quién los levanta, siempre crean diferentes, siempre ocasionan desigualdades, terribles agravios, la muerte de la ética, la opresión, la guerra, complejos de superioridad colectiva con una probabilidad casi infinita de desembocar en «teologías» sectarias postradas al tótem del superhombre, de una raza suprema con «derecho» adquirido para ejecutar arbitrariamente su auto atribuida dominancia.

«Para hacer esta muralla, / tráiganme todas las manos / los negros, sus manos negras / los blancos, sus blancas manos» ¿Para qué juntar todas, todas las manos con el objetivo de levantar barreras si, al juntarlas todas, no quedará ya nadie a quien abrirlas o cerrarlas? No, definitivamente Guillén no nos estaba hablando de tristes muros construidos con piedras y alambres y salpicados de sangre. El poeta hablaba en realidad de fraguar puentes, de tendernos las manos para estar todos unidos por el objetivo común de la paz y la tolerancia, del amor y la alegría.

Porque para parar la pobreza, el hambre, la enfermedad, la miseria no habrá nunca muralla lo bastante espesa ni ejército suficientemente pertrechado. La pobreza sólo puede ser parada uniendo todas las manos por la esperanza, por la solidaridad, por la justicia.

Y eso no sólo se consigue aboliendo las barreras. Esto, por si sólo, únicamente contribuiría a agravar o, con mucha suerte, a matizar levemente el problema, a lavar de forma deficiente nuestras conciencias, en demasiados casos tan sucias ¡qué ni con agua hirviendo!, aunque tal vez ya ni nos avergüencen sus máculas. Hay que ir más allá, creando las condiciones -y esto, con voluntad y asumiendo una renuncia a mucho de lo superfluo que nos esclaviza a los ciudadanos del mundo que llamamos «desarrollado», es posible- para que cualquier ser humano pueda desarrollarse plenamente como persona, independientemente del lugar o de la clase social en los que haya nacido, para abolir de hecho, de forma real -y no como el falaz narcotizado ensueño en el que nos tienen sumidos la basura y el falseamiento mediático y el burocratismo político de salón- las mismas clases sociales.

No se trata ya de invitar a los desheredados a arrodillarse para recoger las migajas de nuestra mesa, no de invitarlos en un día anual de puertas abiertas -por ejemplo el 12 de octubre para hacerlo coincidir con la trasnochada celebración de un «Día de la Raza» que conmemora la dominación/sumisión y el colonialismo- a recoger una constreñida cuota de la fauna fluvial de nuestro coto de pesca, no de venderles una caña de pescar obsoleta a precio de tecnología de última generación. Se trata de enseñarlos o, al menos, permitirles aprender a pescar por sus propios medios, para después compartir con mesura la riqueza de la mar.

Pero hoy, en nuestro privilegio hurtado a otros, no estamos dispuestos a abrir la muralla y, mucho menos, a derribarla. Acaparamos peces pudriéndose en nuestras despensas bajo un grueso candado. Y en cambio sí estamos dispuestos a gastar las balas que sean necesarias para arrebatar a «los nadie» lo único que les hemos dejado: sus tristes y miserables vidas, que para nosotros no valen ni el precio de la bala que los masacra. Tristes guerras / si no es amor la empresa (.) Tristes armas / si no son las palabras (.) Tristes hombres / si no mueren de amores. nos dejó dicho Miguel Hernández, otra víctima de las «murallas». Parece que hemos aprendido muy poco de la historia, de otros muros, y que estamos dispuestos a continuar sacrificando, prostituyendo hasta el amor y la palabra a cambio de nuestra miseria moral enmascarada por oropeles oxidados.

Pero ningún muro podrá parar eternamente la avalancha de la pobreza que, si insistimos en nuestros errores interesados de usureros y mercaderes, acabará cayendo sobre nuestras cabezas y desparramándose sobre «nuestro» mundo. Apocalíptico realmente.

Así que seamos sensatos, ciudadanos y poderes establecidos o arrogados, y empeñémonos en unir todas las manos como si en ello nos fuera la vida -que quizá así sea- para comenzar a construir esa idea de muralla que nos legó Nicolás Guillén, en realidad un puente extendido sobre la faz de la Tierra hasta el último confín, «desde la playa hasta el monte, desde el monte hasta la playa, bien, allá sobre el horizonte…»