Cuando con toda la ternura de su furia, Música arrojó un jarro de agua a la ministra de educación, un coro de luciérnagas refulgió en el centro de su dignidad. Y esa tormenta de cristales iluminó para siempre la sofocante oscuridad de un gobierno que no escucha a nadie y que ha transformado la esperanza […]
Cuando con toda la ternura de su furia, Música arrojó un jarro de agua a la ministra de educación, un coro de luciérnagas refulgió en el centro de su dignidad. Y esa tormenta de cristales iluminó para siempre la sofocante oscuridad de un gobierno que no escucha a nadie y que ha transformado la esperanza de la democracia en una carcaza vacía. Que había que llenar con agua clara para horadar la conciencia de un estado represor, ciego y sordo a la demanda social. Así lo pensó y así lo hizo la estudiante del liceo Darío Salas que con un simple gesto logró irisar de profunda nobleza aquella insoportable mañana en que una vez más la ministra hablaba sin escuchar y escuchaba sin oír desde el alcázar del poder. Porque la democracia que tenemos no es ni democracia ni la tenemos, porque el gobierno ciudadano fue una efímera ilusión para algunos, también ilusos, que creyeron en él; porque las prácticas dictatoriales aún subsisten, porque – digamos las cosas por su nombre – a los dueños del país no les gusta que les digan las cosas por su nombre: que aquí poco ha cambiado, que persisten la pobreza y la exclusión, que los ricos son cada vez más ricos, que una salud y educación de calidad son inalcanzables para la inmensa mayoría; que medio Chile está endeudado, es decir son pobres a corto plazo, mientras los ricos lo son a largo plazo. Porque eso es este país del fin del mundo que limita al norte con la incertidumbre de no saber como pagar las cuentas cada mes, y al sur con la represión por tratar de reclamar por aquella asfixiante incertidumbre.
Entonces, cuando con toda la ternura de su furia, Música arrojó un jarro de agua a la ministra de educación, todas las bandurrias del sur detuvieron su vuelo inclinando sus alas ante el coraje de aquella aparentemente frágil niña que en un instante cambió las complacientes sonrisas del poder por una inusitada cólera que convirtió a Música en el enemigo interno de la época de la dictadura militar y en la encarnación de Satanás. Para el senador democratacristiano, Eduardo Frei, lo acaecido simboliza la pérdida de respeto, afirmando que se estaría entrando en «un espiral de descalificaciones que sólo pueden llevar al caos y a la anarquía» ¿No es lo mismo que argumentaba su padre cuando dirigía la oposición al gobierno de la Unidad Popular y que, por cierto, culminó con el derrocamiento de Salvador Allende?
El derechista alcalde de Santiago, Raúl Alcaíno, pidió la expulsión inmediata de la alumna de su colegio y, por supuesto, Carabineros interpuso una denuncia ante el Juzgado de Familia por atentado contra la autoridad. Y una de esas autoridades, el ministro secretario general de gobierno, Francisco Vidal, iracundo expresó que «no es tolerable ni vamos a tolerar que la respuesta, en vez de ser un argumento, sea un jarro de agua. Eso no es para Chile» rubricando sin vergüenza alguna lo señalado sosteniendo que «tú puedes enfrentarte con una persona que opina distinto a ti, pero con argumentos, con conversación, con fundamento, no con una agresión». Sin vergüenza alguna, pues son miles los estudiantes que cada vez que salen a la calle a manifestar su sentir y sus demandas no se enfrentan a las idílicas conversaciones que parecen existir sólo en la fértil mente del ministro, sino que a la violencia policial, a los carros lanzaguas, a las bombas lacrimógenas y a los golpes y detenciones masivas. Son los jóvenes de Chile reprimidos por tener la osadía, la valentía y la inteligencia para organizarse y bregar por sus derechos. Porque en esta democracia nuestra de cada día la mayoría son humanos sin derechos que, además, por el peso de la noche, de las deudas, de la precariedad laboral, del temor a quedarse sin trabajo, han caído en una peligrosa pasividad que tiende a aceptar los abusos del alza de precios, de los planes de salud, del combustible, de los alimentos, de la represión policial, sin reclamar.
Entonces, cuando con toda la ternura de su furia, Música arrojó un jarro de agua a la ministra de educación, fue una pequeña tormenta de estrellas azules que remeció el alma dormida de muchos y dibujó una sonrisa solidaria en los rostros de hombres y mujeres que, a pesar de todo, se niegan a ser meros sobrevivientes en un país donde la felicidad es sólo para quienes pueden comprarla.
– Tito Tricot, sociólogo, dirige el Centro de Estudios Interculturales ILWEN.