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La necesaria reforma del islam

Fuentes: La Estrella Digital

En el discurso que pronunció el politólogo italiano Giovanni Sartori al recoger el premio Príncipe de Asturias 2005 hizo hincapié en un aspecto que en columnas anteriores he tenido ya ocasión de comentar. Merece la pena volver sobre este asunto. Al aludir a la capacidad de integración -que no asimilación- en las democracias europeas de […]

En el discurso que pronunció el politólogo italiano Giovanni Sartori al recoger el premio Príncipe de Asturias 2005 hizo hincapié en un aspecto que en columnas anteriores he tenido ya ocasión de comentar. Merece la pena volver sobre este asunto. Al aludir a la capacidad de integración -que no asimilación- en las democracias europeas de las culturas propias de los inmigrantes que afluyen a la Unión Europea, el premiado señaló la diferencia que encuentra entre los inmigrantes que mantienen su identidad cultural pero a la vez asumen los valores y las instituciones democráticas (y citó como ejemplo a indios, japoneses y chinos) y los que son incapaces de separar los principios y prácticas de la democracia, como simple sistema político, de las esencias básicas de su identidad cultural.

El meollo del problema lo planteó Sartori al preguntarse dónde radica la causa que hace a una identidad cultural «casi impermeable» a la democracia. Su respuesta no dejó lugar a dudas: «…me parece indudable que es el factor religioso, y más concretamente el monoteísmo, la fe en un Dios único que por eso mismo es el único Dios verdadero».

Observando la evolución histórica de la humanidad se advierte con claridad que, entre las culturas civiles procedentes de los tres grandes monoteísmos, sólo dos de ellas -las vinculadas al cristianismo y al judaísmo- han logrado, con esfuerzo, separar de un modo razonable la religión y la política (aunque no siempre ni en todo lugar, y a menudo con graves retrocesos y distorsiones). Por el contrario, el islam no lo ha conseguido todavía y «sigue siendo culturalmente un sistema teocrático que lo abarca todo», en palabras de Sartori.

El razonamiento no puede ser más transparente e incontrovertible. Si se cree que hay un Dios que desde su trono incógnito e inaccesible, a través de textos míticos, leyendas orales o escritas, interpretadas por quienes se autoconfieren la autoridad religiosa para ello, regula toda actividad humana concebible, no quedará posibilidad alguna de que las personas se gobiernen por sí mismas según procedimientos democráticos, libremente acordados entre ellas, para gestionar todo lo que concierne a la res publica.

En el largo y áspero camino por el que la civilización occidental ha ido separando religión y política ha habido que sacrificar muchas cosas que algunos tenían por divinas e inalterables. Un texto humorístico muy difundido puede servir de muestra de lo que los integrismos cristiano y judío hubieron de ir abandonando durante ese recorrido. En un supuesto consultorio de moral religiosa, un participante preguntaba: «Me gustaría vender a mi hija como esclava, tal y como se expone en el Éxodo (21:7). En los tiempos en que vivimos, ¿qué precio piensa que sería el más adecuado?». Y después planteaba esta cuestión: «Tengo un vecino que insiste en trabajar en el Sabat. El Éxodo (35:2) claramente indica que ha de sufrir la pena de muerte. ¿Estoy moralmente obligado a matarlo yo mismo? ¿Me podría aclarar usted este tema?».

La sonrisa que provocan hoy estas materias no debería hacernos olvidar la sangre que en épocas pasadas se derramó por motivos no muy distintos. Hoy mismo cuesta comprender por qué es fácil percibir el desatino y la incongruencia con la realidad actual que reflejan los preceptos de un texto bíblico, como es el Éxodo, y sin embargo haya quienes todavía utilizan el Génesis como libro científico de cabecera, hasta el punto de oponer el mito de la creación en él descrito a cualquier avance de la ciencia moderna, como está ocurriendo hoy en EEUU.

En otro tenor, los españoles sabemos ya algo de esto, pues durante largos años de nuestra historia reciente el matrimonio entre personas libres estuvo regulado por las leyes canónicas de la Iglesia católica y fue la censura eclesiástica la que autorizó qué libros se podían imprimir y leer en toda España. Los textos que utilicé en mis años del bachillerato estaban aprobados con el Nihil obstat de la autoridad católica. Diversos aspectos de la vida civil española fueron regidos también por una teocracia que sólo respondía ante su propio Dios.

Regresando de nuevo al tema aquí comentado, dos conclusiones parecen evidentes. La primera es que van a agravarse mucho los problemas generados en Europa por la creciente comunidad islámica que se recaba del fundamentalismo religioso. Ya no se tratará sólo de pugnas por los símbolos externos de la religión o por las prácticas sociales que vulneran los derechos humanos, sino que se iniciará un cuestionamiento gradual de la propia esencia democrática, incompatible con las exigencias impuestas por una divinidad políticamente irresponsable.

La segunda conclusión es que estos problemas sólo se resolverán cuando los pueblos cuya cultura viene determinada por la fe en Mahoma recorran el necesario trayecto en el que una nueva Ilustración, actualizadora y humanista, permita interpretar los textos supuestamente sagrados, despojándolos de toda las excrecencias que, como se ha mostrado en el caso del Éxodo, se oponen explícitamente al progreso de la humanidad, al respeto por los derechos humanos y al avance inexorable de los descubrimientos científicos.


* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)