La «operación desconexión», organizada y dirigida por Oriol Junqueras desde la vicepresidencia de la Generalitat, se ha saldado con un rotundo y traumático fracaso. A medida que pasan los días y semanas es más perceptible el alcance del desastre que ha provocado esta estrategia para lograr la independencia. Tres son las causas que nos han […]
La «operación desconexión», organizada y dirigida por Oriol Junqueras desde la vicepresidencia de la Generalitat, se ha saldado con un rotundo y traumático fracaso. A medida que pasan los días y semanas es más perceptible el alcance del desastre que ha provocado esta estrategia para lograr la independencia. Tres son las causas que nos han conducido a este pozo de la historia:
1. La deficiente percepción de cuál podría ser la reacción de las instituciones del Estado español ante el envite de los secesionistas.
2. La ingenuidad de los cálculos hechos sobre el reconocimiento internacional -y, en especial, de los países de la Unión Europea- que tendría la autoproclamada República catalana.
3. La debilidad y la improvisación de las supuestas estructuras de Estado que tenían que sustituir automáticamente a la administración española y garantizar la autosuficiencia financiera para la prestación de obligaciones fundamentales, como el pago de las pensiones.
Vista en perspectiva, y prescindiendo del alta carga emocional de los episodios vividos (la represión policial del 1-O, el encarcelamiento de Oriol Junqueras, Joaquim Forn y los Jordis y el alejamiento de Carles Puigdemont y de los cuatro ex-consejeros a Bélgica), la «operación desconexión» denota una falta de rigor y de madurez espeluznantes. Se diría que hemos asistido a una gamberrada política perpetrada por niños que ahora lloran, rabiosos, por haberse quedado sin su juguete y que se quejan del castigo que reciben por su travesura.
Con una frivolidad que roza la irresponsabilidad, el estado mayor independentista no sólo ha destruido el bello sueño de la República catalana: también se ha cargado la autonomía que, con duras penas y trabajos, recuperamos después de la larga noche de la dictadura franquista. Sólo por eso, los autores de esta patochada, empezando por Oriol Junqueras, tendrían que retirarse de la primera línea de la actividad política.
La aplicación del artículo 155 de la Constitución es como la Ciudadela que ordenó construir el rey Felipe V para controlar la población de Barcelona después de la guerra de Sucesión. El desafío de las leyes del 6 y 8 de septiembre del año pasado -y de todo el que vino a continuación- lo pagaremos muy caro y durante mucho tiempo.
Aunque, sobre el papel, los partidos independentistas tienen mayoría absoluta en el Parlament, esto no sirve de nada. El artículo 155 ha llegado para quedarse y encorsetará toda la actividad legislativa de la Cámara catalana y la gestión del próximo gobierno de la Generalitat. Recuperar la confianza de las instituciones españolas y europeas para poder ejercer con plenitud las competencias que prevé el Estatuto de Cataluña será una tarea larga y pesada que requiere de nuevos protagonistas políticos.
Recordemos que la Ciudadela fue edificada por el ingeniero flamenco (ironías de la historia) Joris Prosper van Verboom y que durante más de 150 años fue el símbolo de la represión y del dominio absolutista borbónico sobre Barcelona y Cataluña. Pasado este largo y penoso periodo, fue desmilitarizada y cedida a la ciudad por la entonces presidente del gobierno español, el masón Joan Prim. Aquí se abrió el primer gran parque público de Barcelona y se celebró la Exposición Universal de 1888. El antiguo arsenal de la Ciudadela fue condicionado, durante la II República, como sede del Parlament de Cataluña, función que recuperó en 1980, con el restablecimiento de la Generalitat.
El independentismo ha evocado de manera recurrente la derrota del 1714 para justificar su razón de ser y de perseverar. El mareo del proceso soberanista, culminado en 2017 con la efímera e insustancial proclamación de la República catalana, es una reiteración, en clave tragicómica, de esta obsesión por recuperar un pasado que no volverá. En cambio, el precio que todos los catalanes, pensemos como pensemos, pagamos por esta fantasmada -imaginada en las largas y frías noches de Bruselas (otra ironía de la historia) por los entonces eurodiputados Oriol Junqueras, Raül Romeva y Ramon Tremosa- es altísimo y tremendamente injusto.
Ni tenemos independencia ni tenemos, en la práctica, Estatuto de Autonomía. Por culpa del procesismo, tampoco tenemos, desde hace dos años, un gobierno catalán que gobierne ni una administración que funcione. La activación del artículo 155, la nueva Ciudadela que nos vigila y nos coarta, es un precedente que hemos regalado con nuestra inconciencia e inconsistencia. Había muchas maneras de salvaguardar y prestigiar la identidad de Cataluña y los independentistas han elegido la peor. No sólo esto: han propiciado que el principal partido del hemiciclo del parque de la Ciudadela sea Ciudadanos, que usa el castellano en la Cámara catalana y no le da la gana de cantar el himno nacional.
Dicho esto, deseo de todo corazón que los Jordis, Oriol y Joaquim Forn salgan pronto de la prisión y que los cinco de Bruselas puedan regresar a sus casas. Los hechos que hemos vivido el 2017 no son una derrota, como pasó en 1714 o 1939: todo ha sido un error, un lamentable error.
Fuente: http://www.eltriangle.eu/es/notices/2018/01/la-nuevala-nueva-ciudadela-9969.php