Se mueven y disparan como verdaderos comandos. Nada de ráfagas, para no desperdiciar municiones. Sólo uno a dos disparos para cada víctima, como el policía ya herido y ultimado en el suelo de un solo tiro por el asesino que pasa a su lado, vuelve al automóvil y, antes de abordarlo, recoge con toda calma […]
Se mueven y disparan como verdaderos comandos. Nada de ráfagas, para no desperdiciar municiones. Sólo uno a dos disparos para cada víctima, como el policía ya herido y ultimado en el suelo de un solo tiro por el asesino que pasa a su lado, vuelve al automóvil y, antes de abordarlo, recoge con toda calma un zapato deportivo -que habría podido servir de prueba mediante un análisis de ADN.
Sin embargo, cuando esos mismos individuos, después de haber dado muestras de una preparación digna de un comando de fuerzas especiales, cambian de vehículo, «olvidan» en el primer auto -según la versión de la policía- un documento de identidad. Y así firman oficialmente el atentado. En pocas horas, el mundo entero conocerá sus nombres y sus biografías: «dos delincuentes de poca monta, radicalizados, conocidos de la policía y los servicios de inteligencia franceses«.
Ante los hechos que están siendo definidos como «el 11 de septiembre de Francia«, no podemos menos que recordar lo sucedido en el momento del 11 de septiembre estadounidense, cuando -sólo unas horas después del atentado contra las Torres Gemelas- rápidamente circulaban los nombres y biografías de las personas designadas como autores de los hechos y miembros de al-Qaeda. También en Estados Unidos, en el momento del asesinato del presidente Kennedy, el presunto asesino fue descubierto de inmediato. Y lo mismo sucedió en Italia, con la masacre de la Piazza Fontana. Resulta por lo tanto legítima la sospecha de que, detrás del atentado perpetrado en Francia, pueda estar el largo brazo de los servicios secretos.
Los dos presuntos autores de la matanza de París, si son ciertas sus biografías, pertenecen al mundo subterráneo creado por los servicios secretos occidentales -incluyendo los de Francia- que en 2011 financiaron, entrenaron y armaron en Libia diversos grupos islamistas, que poco antes eran calificados de terroristas.
Entre esos grupos se hallaban precisamente los primeros núcleos del futuro Emirato Islámico y los servicios secretos occidentales les proporcionaron el armamento a través de una red organizada por la CIA -según una investigación del New York Times publicada en marzo de 2013- cuando, después de haber participado en el derrocamiento de Muammar el-Kadhafi, fueron enviados a Siria para tratar de derrocar al presidente Assad y posteriormente para atacar Irak, en el preciso momento en que el gobierno de al-Maliki se alejaba de Occidente y se acercaba a Pekín y Moscú.
El Emirato Islámico, nacido en 2013, recibe financiamiento de Arabia Saudita, Qatar, Kuwait y Turquía, países que además -al igual que Jordania- le facilitan el tránsito a través de sus territorios. Y no hay que olvidar que los países que acabamos de mencionar son todos estrechos aliados de Estados Unidos y de las demás potencias occidentales, incluyendo a Francia. Lo cual no significa que la masa de miembros de los grupos islamistas, a menudo provenientes de diferentes países occidentales, tengan conciencia de esa complicidad. En todo caso, es altamente probable que tras los terroristas se escondan agentes secretos occidentales y árabes especialmente entrenados en la realización de ese tipo de operaciones.
Aún a la espera de nuevos elementos que puedan aclarar el verdadero origen de la masacre perpetrada en Francia, resulta lógico que nos preguntemos: ¿Quién se beneficia con todo esto?
La respuesta se deduce de lo que declaró Nicolas Sarkozy, quien -cuando era presidente de Francia- fue uno de los principales artífices del respaldo a los grupos islamistas que participaron en la guerra de agresión contra Libia. Sarkozy calificó el atentado perpetrado en Francia de «guerra declarada contra la civilización, cuya responsabilidad es defenderse«.
Se busca así convencer a la opinión pública de que Occidente está en guerra contra quienes quieren destruir la «civilización» -lo cual implica que es Occidente quien representa la «civilización«- y que por ello tiene que defenderse aumentando sus fuerzas militares y enviándolas a todos los lugares donde surja esa «amenaza«.
Se trata así de transformar el dolor de las masas por las víctimas de la masacre en movilización a favor de la guerra. El David, cubierto en Florencia con un velo negro en señal de duelo, está llamado ahora a empuñar la espada de la nueva Santa Cruzada.
Fuente:Il Manifesto