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La olla a presión

Fuentes: Carcaj (Foto: @pauloslachevsky)

Podría decirse que Chile era una olla a presión calentándose desde el 11 de marzo de 1990, cuando Patricio Aylwin puso en marcha el primer gobierno de la postdictadura, y que lo que ocurrió el 18 de octubre de 2019, cuando se produjo el gran estallido de rebeldía social, no fue sino un aumento del calentamiento, hasta un punto de que lo único que de la olla podía esperarse era una explosión.

Esto significa que la explosión social en Chile no fue, de ninguna manera, un acontecimiento inmotivado o azaroso. Muy por el contrario: fue el desenlace lógico de un proceso de dominación y explotación que estaba en desarrollo desde hacía ya casi treinta años y que fue conducido a veces por la social democracia neoliberal, en otras por la democracia cristiana neoliberal y aun en otras –en la que pudiera ser su cara más auténtica– por la derecha neoliberal.

El resultado de esa gestión de gobierno, a tres voces sucesivas y que en el fondo de los fondos eran una y la misma, hizo de Chile un país más rico a nivel macroeconómico, lo que aplaudieron orondos tanto los controladores como la derecha globales (los organismos crediticios y los medios internacionales se deshicieron en elogios), pero con una distribución de la riqueza escandalosamente desigual, lo que a los controladores económicos y a la derecha globales les importó un cuesco. Del otro lado, la desigualdad de la distribución, el ver los más lo poco y nada que ellos/ellas recibían a causa de este arreglo y lo mucho que recibían los menos, y el estar sufriendo los más las consecuencias concretas de dicho desequilibrio (bajos salarios, bajas pensiones, costos desorbitados en alimentación, vivienda, educación y salud), fue el combustible que alimentó el fuego de la olla a la que acabo de referirme.

Tampoco la rebeldía social fue un suceso aislado. Desde principios de los años 2000 se habían producido en Chile una serie de demostraciones inequívocas de descontento. Me refiero a las de los estudiantes secundarios de 2006, a la de los universitarios de 2011, a la de los jubilados de 2016 y 2017, a las de varios gremios, de la salud, de los profesores, etc., y sobre todo al conflicto mapuche, que debemos admitir aquí que es un nudo que el conservadurismo neoliberal no va a desatar jamás y simplemente porque no puede desatarlo, porque hay ahí de por medio un par de convicciones de principio, que tienen que ver con el componente racista y el sacrosanto derecho a la propiedad privada, convicciones ambas que están en el ADN de esas buenas personas. Devolverles a los indios sus tierras o acordarles un cierto grado de autonomía, cualquiera que este sea, es mucho más de lo que pueden ni siquiera imaginar. Prefieren acosarlos policial y militarmente con la vana esperanza de que así van a poder doblegarlos. En fin, lo concreto es que un largo descontento estaba anticipando desde mucho antes el reventón del 18 de octubre de 2019 (recordemos que la demostración de los No+AFP de 2017 sacó a 350 mil personas a la calle nada más que en Santiago).

Hay una diferencia, sin embargo, que yo mismo hice notar en un artículo del 5 de diciembre de 2019 con estas palabras: “el reventón del 19 de octubre de 2019 no fue particular y circunscrito, sino general y transversal. No fueron en esa ocasión los miembros de este o aquel colectivo específico los que protestaban. Era la ‘gente’, esos a los cuales hasta ayer se los nombraba como el ‘pueblo’, los/las que se habían declarado en rebeldía. Ese era, al mismo tiempo, califiquémoslo nosotros ahora, un salto atrás y un salto adelante. Un salto atrás, porque era una prueba del debilitamiento contemporáneo (ya que no es sólo chileno) de la actividad sindical y política con un sello de ‘clase’ o, al menos, con un sello ‘gremial’. Prueba de esto es que, por muy importantes que hayan sido las manifestaciones particulares y circunscritas que yo mencioné recién, estas no hicieron una mella profunda en el sistema. Pero conviene observar que ese suceso fue un salto adelante también y puede que para mejor, porque estaba demostrando la existencia, con no importa cuál sea el apellido que quiera ponérsele, de un reprimido que regresa multitudinariamente, del retorno de la idea, así como de las posibilidades de actuar, para un colectivo nacional que ha acumulado una carga de agravios muy grande y al que hoy mueve la más acerba indignación”.

En efecto: lo que la rebeldía social de octubre de 2019 puso de manifiesto fue la unidad general y transversal de los desposeídos e indignados. Era la reaparición en el imaginario chileno de la figura del “pueblo” que protesta. Protestaban los obreros, protestaban los proveedores de servicios, protestaban las mujeres, protestaban los estudiantes, etc. Pero lo verdaderamente  nuevo es que protestaban todos juntos.

Consistentemente, el statu quo neoliberal se ha abocado, desde ese mismo momento, a deshacer dicha unidad, que para él es (y tienen toda la razón) el peligro mayor. El gobierno de turno, la coalición de partidos que lo apoya y el aparato comunicacional a su servicio –que hay que decir que comprende el 90 por ciento del total existente en el país–, con un ahínco que raya en la obsesión, evaluando certeramente el peligro y buscando la manera de neutralizarlo, han decidido que el mejor reactivo de todos consiste en desgastar y quebrar la unidad general y transversal que se constituyó gloriosamente hace ya un año y medio. Los ejemplos son muchos, pero aquí me voy a detener solo en uno.

Estoy pensando en la estrategia seguida por el actual gobierno en su combate contra la pandemia de covid-19.

Como se sabe, esa estrategia funciona a base de un falso presupuesto. El de una ecuación inversamente proporcional, según la cual mientras más son las medidas de protección que se toman para combatir el virus, mayor es el deterioro económico, y a la inversa, esto es, a un menor número de medidas de protección contra el virus, mejores son los números que aparecen en los indicadores económicos de turno. Como Chile no es Brasil, ni Piñera es Bolsonaro, esta estrategia se ha aplicado entre nosotros con cautela y disimulo, procurando favorecer a ratos a unos (a los “pobres”) en detrimento de los otros (la “clase media”) y a ratos a los otros (la “clase media”) en detrimento de los unos (los “pobres”), lo que los periodistas no siempre entienden y les parece antes bien una señal de confusión e incompetencia.

Pero la verdad es que no hay tal, y eso se comprueba en el balance. Este nos revela una performance gubernamental mediocre o francamente mala desde el mundo de vista sanitario (yo le pondría un 4 generoso. Tal vez el 4 para la gestión del ministro Paris, el “buen soldado” que dijo la presidenta del Colegio Médico, y un 3 o un 2 para la del ministro Mañalich) y también mediocre o mala desde el punto de vista económico (mala, malísima en términos de la mezquindad de las medidas de protección para las personas de menores ingresos), aunque por otra parte leo en El Mercurio de antes de ayer, el del 6 de abril, que “las ocho mayores fortunas del país juntas anotaron US$40.3 mil millones en 2020, frente a los US$23.2 mil millones estimados en el ranking [se refiere al ranking Forbes] anterior. Es decir, una escalada de 74%”. También informa El Mercurio sobre los fideicomisos del presidente de la República, que le han reportado al mandatario y su familia ganancias por “US$2.900 millones, un incremento de US$300 millones frente a los US$2.600 apuntados en la edición anterior del ranking”. Guinda de la torta es que en CODELCO, la cuprera del Estado (es decir, de todos los chilenos), cada uno de sus veintiún ejecutivos ha recibido en 2020 un promedio mensual de $34.000.143 pesos de sueldo).

Pero lo más desalentador de este balance no es eso, sino la fotografía que entrega desde el punto de vista político.

En este sentido, los socialdemócratas neoliberales y los democratacristianos neoliberales no han tardado en hacer abandono del estado de furia general y transversal que les invadió sus delicadas sensibilidades el 18 de octubre de 2019, y en volver a la casa familiar. Es ahí donde ellos/ellas se reencuentran con su verdadera identidad, donde actúan como lo que son, y algunos de ellos votando en el Congreso junto a los diputados y los senadores de gobierno, porque –claro está– una cosa es el combatir caballeroso de los políticos de oficio y otra muy distinta es salir a gritar con los rotos.

La paradoja: los descontentos somos más que los contentos, muchos más, pero a mí no me parecería nada de raro que los neoliberales (en alguno de sus tres disfraces o juntos los tres, ¿por qué no?) consigan el tercio de la votación que necesitan para bloquear cualquier reforma indeseable que se pretenda introducir en la constitución que ahora está en el horizonte y para ganar la presidencia de la República de nuevo, a fines de este año, poniendo así en el fuego una nueva olla a presión que según ellos habrán calculado tendría que durarles por lo bajo unos treinta años más.