Como remate de una operación de largo alcance, que probablemente será publicitada como el fin de la transición, el plenario de la Cámara de Diputados refrendó en lo sustantivo el acuerdo político ya alcanzado en el Senado en octubre de 2004, situación que despeja el camino para la promulgación de un cierto número de consensuadas […]
Como remate de una operación de largo alcance, que probablemente será publicitada como el fin de la transición, el plenario de la Cámara de Diputados refrendó en lo sustantivo el acuerdo político ya alcanzado en el Senado en octubre de 2004, situación que despeja el camino para la promulgación de un cierto número de consensuadas reformas constitucionales, antes del mes de julio del presente año.
Tratándose de un acuerdo que culmina un proceso de quince años de negociaciones entre los dos bloques políticos con representación parlamentaria,
el paquete de reformas se limita a corregir algunos de los aspectos más impresentables de la Constitución pinochetista, pero no avanza un solo milímetro en términos de legitimidad democrática y representación, toda vez que mantiene incólumes los mecanismos de exclusión de significativos sectores políticos y sociales, tales como el sistema electoral binominal y la inhabilidad de los dirigentes sindicales para optar a cargos parlamentarios.
En tal sentido, la derecha puede respirar tranquila, pues si bien se remueven algunos de sus dilectos «equilibrios y contrapesos», preservó su capacidad de veto en el sistema político chileno, aquel que le permite la mitad de la representación parlamentaria con un sólo un tercio de votación electoral, precisamente en virtud del cual bloqueó la modificación del sistema electoral binominal, por sobre la opinión de la abrumadora mayoría de los chilenos.
En ajedrez se denomina gambito a una jugada distractiva, que sacrifica una pieza a cambio de una posición estratégicamente superior.
Es exactamente el caso de las reformas constitucionales acordadas por la derecha y la Concertación.
Remoción de enclaves autoritarios
En lo sustancial, dichas reformas, que tienden más a petrificar el sistema político que a mejorarlo, establecen la eliminación de los senadores designados y vitalicios, el término de la inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y una reducción de las atribuciones del Consejo de Seguridad Nacional, que pasa a ser un órgano asesor, de carácter consultivo, el que sólo puede ser convocado por el Presidente de la República, o en casos fundados, por los presidentes del Senado y la Corte Suprema.
En un segundo nivel de importancia, dicho acuerdo político rebaja la duración del período presidencial de seis a cuatro años y determina que su elección se efectuará simultáneamente con los comicios parlamentarios; fija la dotación senatorial en 38 circunscripciones de carácter territorial; modifica la composición y atribuciones del Tribunal Constitucional y amplía las facultades fiscalizadoras de la Cámara de Diputados.
Reformas irrelevantes
Entre las reformas que no alteran sustantivamente las bases institucionales, cabe mencionar la modificación del artículo 3°, que ratifica el carácter unitario del Estado y elimina la frase «su territorio se divide en regiones»; la modificación al artículo 6°, que establece que todos los órganos del Estado son garantes de la institucionalidad; la incorporación de un nuevo artículo 8°, que sin perjuicio de instaurar el principio de probidad, permite el secreto o reserva de los actos públicos y órganos del Estado, cuando afecten su funcionamiento, los derechos de las personas o el interés nacional; la ampliación de los derechos de nacionalidad y ciudadanía a chilenos, o a sus hijos, avecindados en el extranjero, entre ellos el de sufragio; la modificación al artículo 19 N° 16, que restituye a los Colegios Profesionales ciertas facultades para el control ético de la conducta de sus asociados, sin perjuicio de que su sanción sigue radicada en los tribunales; la ampliación de la admisibilidad de recursos de protección en materias ambientales cuando se produzca un acto u omisión ilegal y no sólo un acto arbitrario e ilegal; la introducción de ciertas modificaciones que restringen la convocatoria y las facultades de los estados de excepción; la ampliación de las inhabilidades para optar a cargos parlamentarios a los subsecretarios, los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas, el General Director de Carabineros, el Director
de Investigaciones y los oficiales de estas instituciones; y, finalmente, la extensión de la superintendencia directiva, correccional y económica de la Corte
Suprema a los tribunales militares en tiempo de guerra.
Cortina de humo
Hay dos reformas que merecen un análisis más detenido, por cuanto pudieran presentarse como un avance hacia la democratización del sistema político, pero que en una visión de contexto, o se agotan en la retórica y la irrelevancia, o dejan las cosas exactamente donde están.
Ejemplo del primer caso es la disposición que elimina el rol de garantes reservado a las Fuerzas Armadas y de Orden. Como la inamovilidad de los Comandantes en Jefe de las FF.AA. y su participación política en el Consejo de Seguridad Nacional constituían la encarnación práctica de dicho rol, su eliminación no es más que el reconocimiento formal a una situación de hecho, sin perjuicio de que los negociadores se las arreglaron para conservarlo de contrabando, con la modificación del artículo 6° ya citada, en virtud de la cual los órganos del Estado, entre ellos las Fuerzas Armadas, tienen entre sus misiones, «garantizar el orden institucional de la República».
Al segundo caso pertenecen dos modificaciones cosméticas al procedimiento de reformas constitucionales, tales como la eliminación del trámite de aprobación por el Congreso Pleno, y su sustitución por el trámite de aprobación de una comisión mixta bicameral. En rigor, la Constitución no perdió ninguno de los atributos que le asignan una extraordinaria rigidez para su reforma, toda vez que se mantienen incólumnes tanto los elevados quórums en cada cámara, de 3/5 o 2/3, según el caso, como el propio sistema electoral binominal.
Esencia antidemocrática
Las fuerzas políticas extraparlamentarias han levantado la consigna no a la exclusión. Aún cuando se ajusta al horizonte de las posibilidades tácticas, en un sentido más amplio puede aparecer restrictiva, puesto que su término opuesto es la inclusión, en circunstancias de que el objetivo estratégico no puede ser otro que el de acumular fuerzas para imponer una Asamblea Constituyente que desmantele las bases institucionales de la actual Constitución y su sistema de democracia representativa, y la reemplace por un nuevo orden institucional que restituya la potestad de la soberanía popular e instaure un sistema de democracia participativa.
Las reformas acordadas entre la derecha y la Concertación preservan la esencia antidemocrática de la Constitución, no sólo porque mantienen los mecanismos de exclusión política, sino también su inspiración autoritaria, expresada en un presidencialismo exacerbado; las bases del modelo neoliberal, manifestadas en la preeminencia de los derechos individuales y de propiedad sobre los derechos colectivos y sociales, y la incautación del principio de la soberanía popular, desnaturalizado por el artículo 5° del actual texto constitucional, en virtud del cual la soberanía «reside esencialmente en la Nación», en lugar del pueblo, su legítimo poseedor.
Cada uno de estos aspectos amerita un análisis pormenorizado.
Consagración de la exclusión
De entrada, la exclusión resultante del sistema binominal, complementada con la exótica imposición de pactos electorales, contraviene expresamente lo dispuesto en el artículo 21° de la Carta de las Naciones Unidas, que establece el derecho a la participación política por medio de representantes libremente escogidos, en condiciones de igualdad, y reconoce a la voluntad del pueblo como base de la autoridad del poder político, la que se ejerce por medio del sufragio universal, libre, igualitario e informado.
Enseguida, para ser legítimamente democrático, el sistema político de un país debe permitir el libre despliegue de la representación de su diversidad política, cultural y social y no limitarse a privilegiar la de sus elites, habitualmente empeñadas en la defensa de intereses minoritarios o corporativos.
Esto es aún más válido en el caso de Chile, donde la aprobación del texto constitucional adolece de una irreparable ilegitimidad de origen.
En tercer lugar, la representación plural tiene en Chile una legitimidad histórica, forjada en prolongadas, y a menudo sangrientas, luchas de un movimiento popular, que ha canalizado lealmente sus demandas dentro de los márgenes del sistema institucional. Los míopes epígonos del binominalismo parecen no reparar en el hecho de que obstruir esa participación implica una incitación a exigirla por otros medios.
Los partidarios del binominalismo fundan su defensa en el hecho de que ha consolidado dos bloques mayoritarios, que han contribuido a la gobernabilidad del país.
En primer término, la gobernabilidad no es un atributo librado a la decisión ilustrada, sino el resultado del contrato democrático libremente aceptado por los gobernados. Enseguida, la gobernalidad, y por tanto la estabilidad de un sistema político, depende de la interacción de una gama de complejos factores, tales como el tipo de Estado que se haya construido, la expansión del sufragio universal, el carácter del conflicto capital-trabajo y las profundidad que haya alcanzado la democratización del sistema político. En un estado democrático, es el ciudadano el que decide cuáles partidos tienen existencia política y no el legislador.
Estos factores no se pueden regular por decreto, así como tampoco se le puede colocar artificiales barreras de entrada a la participación de partidos políticos o representaciones sociales, a riesgo de la desnaturalización del sistema democrático y el deterioro del sistema político, que pierde su capacidad de preocesar contradicciones y conflictos inherentes a sociedades de clases.
Efectos del sistema binominal
El sistema electoral binominal corresponde a un diseño deliberadamente sesgado que apuntó al doble propósito de impedir la participación de las fuerzas políticas que se definen por un cambio del sistema socioeconómico y político, herencia del trauma de la derecha con el gobierno de la Unidad Popular, y de asegurar la sobrerrepresentación, y por tanto el poder de veto, de las fuerzas conservadoras.
Hasta la fecha, ambos objetivos han sido cumplidos.
La combinación del sistema binominal con la absurda imposición de pactos electorales ha impedido que el partido Comunista elija parlamentarios, a pesar de recibir en promedio más del 5% de los votos, y en casos individuales, como los de Gladys Marín, Jorge Insunza y Lautaro Carmona, arriba del 15% de las preferencias. En términos funcionales, el PC se encuentra en una situación de exclusión equivalente a la que experimentó con la dudosamente célebre ley de Defensa Permanente de la Democracia, de 1948, que pasó a la historia bajo el nombre de «ley maldita».
A la inversa, la imbricación de ambos factores ha subsidiado la representación de la derecha. En las elecciones de diputados de 2001, la UDI y RN, con un 38% de los votos eligieron 54 de los 120 diputados, es decir el 47% de los mismos, lo que en la práctica se traduce en 9 puntos adicionales de representación parlamentaria sin respaldo popular.
Seguidamente, el binominalismo impone una competencia al interior de cada pacto, de la que normalmente sale elegido sólo uno de los dos candidatos.
Esto conduce a un sistema político petrificado en empate catastrófico, donde la aprobación de cualquier iniciativa legal es imposible sin previos acuerdos de pasillo, ejemplo de lo cual son las propias reformas constitucionales incluídas en el paquete.
Democracia de baja intensidad
El sistema electoral binominal es una particularidad del caso chileno que tiende a reforzar el diseño de las democracias de baja intensidad que reemplazaron al ciclo de las dictaduras militares en América Latina.
En ese contexto, las elecciones se caracterizan por su irrelevancia e impotencia para reorientar las políticas gubernamentales, la asimetría y la escasa o nula transparencia del financiamiento de las campañas electorales, el acceso desigual a los medios de comunicación y la distorsión de la voluntad ciudadana, en virtud de amañados sistemas de representación, como el propio sistema binominal.
En tales condiciones, las elecciones no hacen más que teatralizar un simulacro democrático, donde todos los ciudadanos pueden votar, pero su participación rara vez es decisoria, y nunca decisiva, o para expresarlo en palabras del sociólogo argentino, Atilio Borón, se convierten en «un gesto ritual, cargado de efectos reforzadores de la ilusión fetichista de la igualdad ciudadana, pero carentes de resultados concretos en el nivel de las políticas estatales. Si la oferta electoral está viciada porque no presenta alternativas reales sino una mera alternancia de nombres y partidos que responden a los mismos intereses fundamentales, entonces el silencio del pueblo se consuma dialécticamente en la vocinglería del comicio».
Ejemplos de la extraordinaria autonomización del sistema político en tales condiciones, son la aprobación del TLC con Estados Unidos, la desnacionalización del cobre o la continuación del proceso de privatizaciones, decisiones adoptadas por el parlamento binominal no sólo al margen del debate democrático, lo que sería mucho decir, sino que sin que los chilenos apenas sospechen sus alcances y consecuencias.
Refundación del Estado
La actual Constitución es un engendro híbrido que intentó compatibilizar el liberalismo económico con el autoritarismo político, la matriz neoliberal con la neoconservadora, razón por la cual está más cerca de von Mises que de Hayek. Su promulgación, en 1980, fue el primer hito de una radical redefinición del rol del Estado, que incluyó las denominadas siete «modernizaciones», vale decir, las reformas del Código del Trabajo, la Seguridad Social, la Educación, Salud, la privatización de empresas estatales y servicios públicos, la reforma administrativa regionalizadora y la reestructuración del sistema tributario.
El sentido último de estas «modernizaciones» apuntó a la mercantilización de las relaciones sociales y a forzar la abdicación del Estado de su responsabilidad de garantizar los derechos colectivos, para transformarse en un mero supervisor de los derechos individuales y garante de la propiedad privada de los medios de producción. Derechos colectivos como el acceso a la educación, la salud, la seguridad social, el trabajo y la vivienda, fueron convertidos en bienes o servicios regulados por la mano invisible del mercado, disponibles para los que pueden pagarlos, y administrados por los oligopolios que dominan todos los sectores de la actividad económica. Demandas y necesidades otrora consideradas como asuntos públicos se redujeron a cuestiones individuales, ante la pasividad de un Estado que se limitó a crear las condiciones para que sea el mercado el que se encargue de procesarlas mediante una lógica fundada en irreductibles criterios de rentabilidad.
Democracia de mercado
Para consumar esta radical refundación del Estado, los redactores de la Constitución alteraron las bases de la institucionalidad mediante sutiles y oblícuas modificaciones.
Si el artículo 1° de la Constitución de 1925 establecía que el Estado de Chile es unitario y su «gobierno es republicano y democrático representativo», la Constitución de 1980, eliminó los dos últimos atributos.
Si el artículo 3° de la Constitución del 25 establecía que «ninguna persona o reunión de personas puede tomar el título o reprentación del pueblo» y que la «infracción de dicho artículo es sedición», la Constitución del 80 eliminó esos preceptos, limitándose a declarar, en el artículo 5°, que «la soberanía reside esencialmente en la Nación».
La diferencia entre ambas constituciones alcanza su punto culminante en las disposiciones normativas del derecho a la propiedad.
El artículo 10 N° 10 de la Constitución del 25 reconoce «la inviolabilidad de todas las propiedades sin distinción ninguna», pero agrega que «el ejercicio del derecho de propiedad está sometido a las limitaciones o reglas que exijan el mantenimiento y el progreso del orden social», en función de lo cual, «la ley podrá imponerle obligaciones o servidumbres de utilidad pública a favor de los intereses de Estado, la salud de los ciudadanos y la salubridad pública».
El artículo 19 N° 24 de la Constitución del 80, no por casualidad el más extenso de todo el texto legal, consagra «el derecho de propiedad en sus diversas especies sobre toda clase de bienes corporales o incorporales», y especifica que «nadie puede, en caso alguno, ser privado de su propiedad, del bien sobre que recae o de algunos de los atributos o facultades esenciales del dominio, sino en virtud de ley general o especial que autorice la expropiación por causa de utilidad pública o de interés nacional, calificada por el legislador». En tal caso, «el expropiado podrá reclamar de la legalidad del acto expropiatorio ante los tribunales ordinarios y tendrá siempre derecho a indemnización por el daño patrimonial efectivamente causado».
La retracción del Estado a un rol subsidiario queda establecida en el título 21 del mismo artículo, según el cual «el Estado y sus organismos podrán desarrollar actividades empresariales o participar en ellas sólo si una ley de quórum calificado los autoriza«.
Razones de las reformas
La consolidación de este proyecto refundacional, que en esencia secuestró el principio de la soberanía popular para transferirlo a los propietarios de los medios de producción, requería del fortalecimiento de la capacidad de disciplinamiento y coerción del Estado, manifestada en la instauración de enclaves autoritarios, exentos de control ciudadano e inmunes al contrato democrático, tales como los senadores designados, la inamovilidad de los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas, el Consejo de Seguridad Nacional y el Tribunal Constitucional.
Veinticinco años después, cuando la consolidación del proyecto parece asegurada, básicamente por la aquiescente cooptación, colonización, cooperación, o como quiera llamarse al cómplice comportamiento de la Concertación, la derecha política se avino a la supresión de esos enclaves autoritarios, menos por profesión de fe democrática que por la comprobación de su escasa utilidad práctica y su improbable sustentación en el tiempo, sin perjuicio de que retuvo la llave maestra que le permite el control del sistema político basado en la exclusión, y se aseguró la intangibilidad de las bases esenciales del modelo socioeconómico fundado en la mercantilización de las relaciones sociales y la privatización de las relaciones sociales de producción.
Asamblea Constituyente
Por el conjunto de los antecedentes expuestos, las reformas constitucionales aprobadas por la Cámara de Diputados no pueden calificarse sino como irrelevantes, al tiempo que el cacareo mediático que intenta revestirlas de legitimidad democrática, no pasa de ser una calculada operación de propaganda política y desinformación.
Las fuerzas sociales y políticas que se definen por el cambio de sistema no deben confundirse.
La actual Constitución no es susceptible de reforma.
Por definición, parches y remiendos no pueden atribuirle propiedades democráticas extirpadas en su origen y negadas en su esencia.
El objetivo estratégico pasa por proponer una batalla política, ciertamente dura y probablemente prolongada, en demanda de una Asamblea Constituyente capaz de iniciar la transición hacia un nuevo ordenamiento institucional, que restituya la potestad de la soberanía popular y construya las bases de una democracia de mayorías, avanzada, participativa y popular.
(*) Participaron en la elaboración de este informe: Francisco Herreros, Pablo Monje, Juan Cristóbal Moreno, Leandro Torchio e Iván Valdés. Redacción de Francisco Herreros.