La distancia muestra una Colombia casi homogénea, con un 91% de la población apoyando las políticas del popular presidente, Álvaro Uribe, con manifestaciones multitudinarias en que mensajes y camisetas no dejan margen para disentir, y con una comunión casi religiosa entre fuerzas armadas, presidencia de la República y población civil. La banda sonora la […]
La distancia muestra una Colombia casi homogénea, con un 91% de la población apoyando las políticas del popular presidente, Álvaro Uribe, con manifestaciones multitudinarias en que mensajes y camisetas no dejan margen para disentir, y con una comunión casi religiosa entre fuerzas armadas, presidencia de la República y población civil. La banda sonora la ponen Juanes o Sakira, ele enemigo está claramente identificado (la guerrilla) y el principal problema, el secuestro.
Al acercarse, hay otra Colombia. Discurre de forma paralela y, cansada de tanta uniformidad, trata de construir alternativas. En esta, el enemigo es múltiple (guerrilla, paramilitares y el propio Uribe), la banda sonora suena más a rock y rap alternativo y los problemas tienen que ver con desarrollo y derechos humanos.
A 3.100 metros de altura se le lleva ventaja a Bogotá. 500 metros más cerca del mar está la capital de Colombia, donde se agolpan casi 8 millones de personas. En esta vereda campesina, cerca de Choachí, hoy se reúnen 35 personas en un pequeño salón de la escuela rural. Campesinos de diversas zonas que circundan Bogotá, indígenas, estudiantes y neocampesinos (citadinos que han cambiado de vida drásticamente) sientan las bases de la Plataforma Rural, una red de colaboración y «autogestión» para desarrollar modelos alternativos de vida.
En esta vereda hablan ya con propiedad de soberanía alimentaria, de modelos de comercio alternativo, de autonomía… En la noche, la palabra sigue fluyendo pero dentro de la maloka (construcción sagrada indígena) que se yergue en lo alto de una loma ya de por sí muy alta. La sopa se acompaña con arroz mezclado con amaranto (uno de los cereales de moda entre los vegetarianos latinoamericanos), la bebida es indígena -chicha- y el ambiente es de minga -concepto indígena del trabajo colaborativo-.
«Están pasando cosas, hay mucha gente buscando otras formas, y comienza a haber un entendimiento entre grupos muy diversos», confirma Héctor, un comunicador alternativo de esta Colombia diferente. «No tenemos que depender de las instituciones ni de la cooperación internacional, debemos avanzar hacia la autogestión porque tenemos las capacidades y el conocimiento», insiste Jaime, uno de los promotores de la idea.
En otro extremo del país, casi a nivel del mar, e inserto en lo institucional, está el gobernador del departamento del Cesar, uno de los más golpeados por el paramilitarismo y las relaciones escabrosas entre políticos, mercenarios y narcotraficantes. Cristian Moreno Panezo es gobernador en contra de las previsiones y ha decidido jugársela toda. «Esta sociedad fue sometida por el miedo y hemos entendido que son ellos [paramilitares] o somos nosotros». Moreno confiesa desde Valledupar y entre dientes la falta de entendimiento con el Gobierno central de Uribe, que ya cuenta con 67 congresistas y excongresistas cercanos procesados por sus nexos con los grupos armados de extrema derecha en el proceso conocido como «Parapolítica». «Pero aquí estamos, de pie, con fuerza y carácter porque hay que desenmascarar lo que se ha vivido, no podemos olvidar lo que se ha hecho en este país». Para lograrlo, el gobernador del Cesar pide ayuda de la comunidad internacional porque «Colombia, como Estado y como sociedad no tiene ni los instrumentos ni la entereza».
Ayuda internacional es lo que buscaron los movimientos indígenas y los sindicatos para denunciar las agresiones combinadas del Estado, de fuerzas paraestatales y de algunas multinacionales que explotan recursos naturales. Por eso, desde hace dos años se han celebrado las audiencias del Tribunal Permanente de los Pueblos, del que han formado parte juristas de Francia, España, Suiza o Argentina. De hecho, la Audiencia final, celebrada entre el 21 y el 23 de julio en Bogotá, estuvo presidida por el premio Nobel de Paz, Adolfo Pérez Esquivel, y contó con la presencia del sacerdote e intelectual Francois Houtart.
El resultado del tribunal fue contundente y el Gobierno de Álvaro Uribe salió mal parado. Quedaron documentadas y probadas denuncias que lo relacionan con crímenes de lesa humanidad y de vínculos aún fuertes con grupos paramilitares.
«Ha habido un escandaloso aumento de las violaciones de Derechos Humanos a los indígenas durante el Gobierno de Uribe», denuncia Héctor Mondragón, un prestigioso analista social; «Nos están matando de una forma muy sofisticada», continúa Hernando Gómez, otro estudioso; «No hay marchas, ni conciertos multitudinarios, ni super estrellas contándole al mundo de las otras víctimas, de los desplazados, de los desaparecidos, de los torturados…», remata Iván Cepeda, del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado.
Alrededor y dentro del auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional de Colombia, donde se celebra este juicio de opinión, no parece que el 91% que apoya a Uribe tenga espacio. Los grafitis apuntan directo contra Uribe, hay incluso algunas pintadas de apoyo a la guerrilla. Es la Plaza del Ché, tendría cierta lógica. Pero el público que asiste a la Audiencia, unas 1.200 personas, es variado, diverso. Estudiantes universitarios y de secundaria, sindicalistas, miembros de movimientos sociales, cooperantes internacionales, indígenas… ni un representante del Estado, ni un medio de comunicación masivo colombiano.
Hay palabras y consignas de solidaridad con los más de tres millones de desplazados que ha generado el conflicto armado en Colombia, para los casi 15 mil desparecidos, los 800 torturados (entre 2002 y 2006) o los 11.292 asesinados y desaparecidos en ese mismo periodo. Y hay miedo. «Ha saber cuántos informantes hay aquí [en el auditorio]», se pregunta una mujer desplazada a Bogotá después de recibir amenazas por participar en un movimiento de víctimas. La paranoia con los informantes es generalizada en este ambiente. Quizá por eso, durante el acto 13 miembros de un colectivo de estudiantes irrumpen encapuchados. La imagen violenta contrasta con el comunicado que leen: «Nos declaramos alzados en armas, pero nuestras armas son nuestras cabezas, el pensamiento para no ahogarnos en este mar de mentiras».
Mentiras que según Francois Houtart están alimentando en la opinión internacional una falsa imagen de Colombia. «El mundo merece conocer la verdad de lo que ocurre aquí, de esta situación insoportable». La otra cara de Colombia tiene rostro y voz. Es minoritaria, según las encuestas, pero existe.