«¡Habéis convertido lo sagrado en mercancía, y a la mercancía en lo sagrado!» (Andrés Rábago García, El Roto)
La oveja Dolly vino al mundo un 5 de julio de 1996, aunque su nacimiento fue anunciado siete meses después. Sus padres fueron Ian Wilmut y Keith Campbell, dos científicos británicos del Instituto Roslin de Edimburgo. Se puede decir que fue la primera criatura del moderno Prometeo, pues suponía la realización histórica de lo que la joven y precoz escritora Mary Shelley había adelantado por la vía de la fantasía en su archifamosa novela Frankenstein o el moderno Prometeo, publicada por primera vez en 1818. En ella no se precisa la técnica mediante la que Víctor Frankenstein dio vida a su monstruosa criatura, porque la ciencia de principios del siglo XIX se hallaba en pañales. De la oveja Dolly, sin embargo, sí que supimos que era resultado de una clonación a partir de una célula adulta. Era la prueba de que el ser humano se hallaba en la senda de alcanzar para sí el dominio de los secretos de la vida con evidentes fines prácticos y que, al igual que el protagonista de la novela de la escritora inglesa, estaba en disposición de disputarle al mismísimo Dios su papel de plenipotenciario creador.
Traigo a colación este hito, porque fue el momento en el que las cuestiones relativas a la biotecnología empezaron a formar parte del repertorio de temas que podían ser traídos y llevados en un sentido u otro por las corrientes que gobiernan las turbulentas aguas de la opinión pública. Como muestra de ello cabe destacar el artículo que publicó el recientemente fallecido filósofo Xavier Rubert de Ventós en el periódico El País un par de meses después de que se hiciera pública la hazaña biotecnológica de Wilmut y Campbell. Se trata de un maravilloso texto, muy bien escrito, preñado de muy atinadas referencias filosóficas, literarias y mitológicas que logra condensar en un par de páginas la fascinación y el temor que a partes iguales inspira en el espíritu humano ese poder tanto sobre la vida como sobre la muerte del que nos ha dotado nuestro conocimiento científico y nuestros logros tecnológicos. Lo tituló muy certeramente El azar y la moralidad, porque para su autor esos dos elementos han sido los decisivos en la marcha de la humanidad; al menos de la parte que abrazó el proyecto de la civilización moderna de acuerdo con el paradigma intelectual de la ilustración que vinculó el progreso al conocimiento científico y al dominio tecnológico. Tal idea de progreso implica en sus fundamentos el deseo de robarle al imperio del azar (o de los dioses o de la naturaleza) todo lo que atañe al nacimiento y a la muerte para convertirlo en sujeto de la decisión de los agentes morales, es decir, de los dotados de libre albedrío, los seres humanos. En su artículo cuestiona el filósofo español que nuestra especie tenga el nivel necesario de sabiduría que requiere tamaña revolución en nuestra condición existencial, así como nuestra debilidad de espíritu a la hora de empuñar con valor la antorcha prometeica robada a los dioses del Olimpo.
También de este señalado año de 1997 es el libro traducido al castellano bajo el título Vuelta al Edén. Más allá de la clonación en un mundo feliz del biólogo estadounidense Lee M. Silver, catedrático de la Universidad de Princeton. En él cumple el autor con el imprescindible deber de divulgación que la ciencia ha de satisfacer a la sociedad, sobre todo, cuando se trata de los avances que más incidencia pueden tener en la vida de las personas y sobre los cuales no hay más remedio que tomar decisiones desde el punto de vista ético y jurídico. Silver demostró en su temprano libro un nivel de clarividencia notable, pues supo apuntar hacia las cuestiones, debates y dilemas que con el tiempo acabarían pasando del plano de la mera posibilidad al de la insoslayable realidad. Por enunciar algunos de los que en la obra se consideran: ¿podrá una mujer dar a luz a una hermana gemela idéntica a ella? ¿Podrá un niño tener dos madres genéticas? ¿Podrá un hombre quedarse embarazado? ¿Podrán los padres escoger no sólo las características físicas de su futuro hijo sino también su personalidad y talentos? ¿Cambiarán los avances genéticos la auténtica naturaleza de nuestras especies? Y esta la añado yo de mi propia cosecha a la luz del –me atrevo a etiquetarlo así– asunto Obregón: ¿puede la abuela de una niña ser su madre y el difunto hijo de ésta ser el padre y hermano de aquélla?
El capítulo 12 del libro de Silver se titula «contratar una madre biológica». En él encontramos un excelente resumen de la complejidad conceptual, social, ética y jurídica que entraña la así llamada maternidad subrogada. Téngase en cuenta que la raíz de este peliagudo asunto reside en el deseo tan humano de crear vida y de criar un hijo, un ingrediente primordial de la existencia humana para la mayoría de las personas que cuenta con su correspondiente reconocimiento cultural y social. No es nada nuevo; quiere decirse que no es de nuestros días, que no es algo sobrevenido a causa de que contamos con nuevas posibilidades proporcionadas por los logros más recientes en el ámbito de la tecnología reprogenética. La prueba es que en la Biblia encontramos la historia de Raquel, incapaz de concebir un hijo para su esposo Jacob. Según el relato sagrado fue su vehemente deseo de ser madre el que la llevó a pedirle a su marido que se uniese carnalmente a su esclava Bilhah, lo que hace Jacob con el resultado esperado y lo que celebrará Raquel con las siguientes palabras: «Dios me ha hecho justicia, pues ha oído mi voz y me ha dado un hijo».
En esta declaración ancestral se encuentra insuperablemente condesada la perspectiva de la madre frustrada, y podría decirse que del progenitor frustrado en general. Lo que es resultado de la voluntad arbitraria de Dios, que no es sino la personalización metafísica del azar caprichoso, se percibe como una injusticia, como la negación de una aspiración a cuyo cumplimiento se tiene legítimo derecho. Paradójicamente, la misma instancia negadora es la que acaba concediendo el deseo de la perjudicada aceptando –en modo bastante ingenuo hay que decir– el truco al que se recurre. Hoy hemos mejorado en nuestro repertorio de trucos tanto en términos cuantitativos como cualitativos por la razón obvia de que hemos logrado ampliar el número y variedad de las técnicas reprogenéticas y hemos incrementado notablemente su grado de sofisticación.
En el caso de la maternidad subrogada lo decisivo no es tanto qué permite hacer la tecnología cuanto encontrar una mujer que se preste a gestar a una criatura de la que no será madre tras el parto. Y aquí nos vemos inmersos en una de esas situaciones que sólo los humanos, debido a nuestro permanente recurso al artificio, somos capaces de crear. Al descoyuntar la manera en que los distintos elementos constitutivos de un proceso natural se articulan de suyo introducimos anomalías que no queda más remedio que afrontar y, por ende, redefinir y ordenar en el ámbito de lo normativo. Así, la mujer embarazada que presta su vientre (y con él todo su cuerpo en verdad) es la sustituta biológica de la madre que se considerará socialmente la real. Para evitar el lío y para poner a cada una en su sitio está la norma del mercado y la férula del contrato. La cuestión es si esa solución es ética.
Entre finales de los años setenta y principios de los noventa del siglo pasado se dio el momento en el que el fenómeno de la mercantilización de la maternidad subrogada irrumpió en el debate público, sobre todo a partir del fracaso de una serie de contratos de maternidad muy difundidos. Desde entonces es uno de esos temas polémicos, motivo permanente de debate que tan pronto cae en el letargo como resurge con vehemencia cuando algo como el asunto Obregón lo aviva y entonces feministas, abogados, éticos y teólogos argumentan a favor y en contra. (Cuando venga a ver la luz este artículo sé positivamente que ya no será tema de actualidad para la opinión pública porque habrá vuelto a su estado de latencia).
He aquí otra cuestión más en la que el cuerpo de la mujer se halla en el centro del debate, de manera parecida a cuando se plantean las cuestiones de la prostitución y el aborto. Todas contaminadas de un exceso de moralina y abordadas en demasiadas ocasiones de forma irrespetuosa hacia la autonomía de la mujer. La salvaguarda de esa autonomía, que es la clave para abordar inteligentemente esos asuntos tan espinosos, tiene dos patas: la educación y la economía. Si la segunda falla –como de hecho ocurre, sobre todo en ciertos países donde el alquiler de vientres es un negocio boyante (Ucrania, sin ir más lejos)– la autonomía de la mujer es papel mojado y, por tanto, se verá obligada a quedarse embarazada por otros o a prostituirse o a abortar sin querer o a tener hijos sin querer. En definitiva, a sufrir la violencia económica en sus mismísimas entrañas. El factor económico es determinante a este respecto también en otro sentido, a mi modo de ver contrapuesto al criterio ético; y es que para que el que puede pagarlo el deseo se convierte en derecho, mientras que para el que no puede el deseo se trunca en frustración. Esa justicia que la Raquel bíblica reclamaba a Yahvé es la que el Dios actual, el mercado, nunca podrá otorgar a sus súbditos.
La tentación de no respetar la autonomía de la mujer es siempre tan grande porque cualquier modificación de calado social en su comportamiento colectivo tiene muy relevantes repercusiones en nuestros modos de vida. Repárese si no en cómo ha afectado a las instituciones de la familia y la educación su incorporación masiva al mercado laboral. Su rol de criadora y cuidadora sigue siendo imprescindible, sobre todo en países como el nuestro, muy débil en lo que atañe a las infraestructuras de los servicios sociales. Hay quien ve en esto un argumento de mucho peso a la hora de confrontar con el movimiento feminista en la medida en que lo juzga culpable del paulatino proceso de deterioro moral que considera ha sufrido la sociedad en su conjunto en las últimas décadas, y que empieza con la propia mutación cultural de la familia considerada lesiva para el modelo monógamo y heteroparental. A quienes les disgustan de partida las nuevas posibilidades que nos traen nuestras innovaciones reprogenéticas también les suelen provocar rechazo las mutaciones que sufre la familia como institución social. Los que creen en las esencias, que suelen identificar con la realidad natural de las cosas, juzgan cualquier cambio que las amenace un signo de inmoralidad. Porque, además, es innegable que el papel del varón en el juego reproductivo a la luz de los procedimientos artificiales establecidos para la concepción queda reducido prácticamente a la irrelevancia, lo que para muchos resulta inasumible.
En este asunto, como en otros de nuestro tiempo, vemos que ponemos en tensión las costuras entre el orden de la naturaleza y el de la convención social (el azar y la moralidad de Rubert de Ventós). Nuevas categorías y jerarquías son necesarias para nuestra orientación vital, y no parece una opción inteligente renunciar a pensarlas y repensarlas. El creciente grado de artificio que ha alcanzado la existencia humana plantea retos éticos para los cuales no sirven los tradicionales reflejos morales. Pero todo ello trae consigo un cierto grado de desorientación e incertidumbre en el juicio que no todo el mundo sabe tolerar.
Qué difícil resulta desde la condición humana asumir el sufrimiento y la pérdida como ingredientes esenciales de nuestras vidas. Qué gran tentación recurrir al poder de la tecnología para cumplir todos aquellos deseos que Dios, el azar o el destino no nos concedieron de manera injusta según nuestro parecer. Hoy por hoy, en sociedades como la nuestra, ya mutada tras décadas de absoluto imperio de un capitalismo de libre mercado de corte neoliberal, la limitación del deseo no parece ser una opción para quien tiene bien provista la cartera, y es una obligación para aquel a quien no le llega.
A la dictadura de la dicha imperante, que no admite contención ética alguna y que sólo permite concebir una vida buena acorde con un modelo cada vez más parecido al mundo feliz de Aldous Huxley, únicamente se le puede oponer el humanismo práctico o moral consistente en atribuir cierto valor a la humanidad. Lo que se traduce en imponerse cierto número de deberes y de prohibiciones en relación con todo ser humano, reparando en la consideración de los intereses del otro, ya sea hombre o mujer; otra manera de expresar el viejo imperativo categórico de Immanuel Kant que en esencia prohíbe usar a los demás como medios para la consecución de nuestros fines, incluido el cese de nuestro sufrimiento.
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