Desde los años cincuenta del siglo XX han existido paramilitares en Colombia, a la manera que estos grupos armados han tenido presencia en muchos países de América Latina, pero la versión actual nació en el seno del narcotráfico. En efecto, el cartel de Medellín creó el aparato armado Muerte a Secuestradores (MAS) en 1982, con el fin de perseguir guerrilleros y a familiares de éstos
Con ese origen, durante los años ochenta del siglo pasado los paramilitares operaron de manera clandestina ejecutando las operaciones sucias de la guerra -como si alguna fuese limpia-. En los años noventa sus acciones fueron abiertas, y se convirtió en un verdadero ejército paraestatal, no propiamente realizando operaciones contrainsurgentes contra frentes guerrilleros en combate sino, lista en mano, cometiendo masacres en la población civil, pero con la clara advertencia de que su propósito no era enfrentar el Estado, sino complementarlo y ayudarlo.
En la última elección de legisladores (marzo de 2002), las masas campesinas y desempleadas concurrieron a las urnas bajo la presión de la publicidad, los medios de comunicación y terratenientes y narcotraficantes -léase paramilitares-, quienes según su vocero, Salvatore Mancuso, eligieron el 35 por ciento de los miembros del Congreso. ¿Ayudaron esos mismos terratenientes y narcotraficantes, que pusieron tan alto porcentaje de congresistas a elegir a Álvaro Uribe como presidente de Colombia? Nadie se atreve a responder esta pregunta, pero el presidente del Polo Democrático -principal partido de oposición- y representante a la Cámara, Gustavo Petro, en declaraciones a El Espectador (septiembre de 2004), dijo: «El presidente Uribe está trayendo para Colombia un mundo rural de grandes hacendados, sólo que mezclados con el narcotráfico y el paramilitarismo (…). Todos los jefes paramilitares reunidos en Ralito son uribistas (…). El Presidente comparte las bases del desarrollo del paramilitarismo».
Por otra parte, a instancias de legisladores afectos a los paramilitares, y con el beneplácito del presidente Uribe, tres de sus líderes -Mancuso, Duque e Isaza-, fueron recibidos en el Congreso el miércoles 28 de julio de 2004, y allí dijeron que ellos son héroes de la democracia, salvadores de media república de las garras del comunismo, que la sociedad colombiana está en deuda, y que el sacrificio patriótico no se les puede devolver con cárcel.
La visita de los paramilitares al Congreso, y sus discursos en ese escenario, causaron horror dentro y fuera de Colombia. Pero más desconcierto despertó la intervención del Alto Comisionado para la Paz, médico psiquiatra Luis Carlos Restrepo, quien parece haber sufrido el síndrome de Estocolmo, pues una semana después, el martes 3 de agosto, lanzó en el Senado un grito de ira e intenso dolor contra la dirigencia política y gremial del país, contra la comunidad internacional y contra todos los miembros de la sociedad colombiana porque según el Comisionado todos «sentimos asco» del proceso de negociación del Gobierno con los paramilitares.
La demasiada generosidad del Gobierno y el desmadre del paramilitarismo agotaron la paciencia de los cuatro medios de comunicación escritos más influyentes del país, el diario El Tiempo, el semanario El Espectador y las revistas Semana y Cambio, destaparan la olla de manera profunda y extensa con editoriales e informes especiales el pasado domingo 26 de septiembre. No se sabe si todos estos medios se pusieron de acuerdo o si fue simple coincidencia. De lo que si estamos seguros es que interpretaron la sociedad, porque a ésta se le llenó la copa.
¿Es verdad que el país se parmilitarizó? El ministro de Defensa, con una expresión de asombro, dice que «no hay tal fenómeno». Y agrega: «No con mayúsculas. Que nadie crea que esto empezó el 7 de agosto de 2002. Lo que está ocurriendo es que ya empezó a salir a la superficie lo que ha venido sucediendo por años». El ministro Uribe -también es Uribe- tiene razón: el asunto no es de ahora. Desde el mismo momento en que los paramilitares comenzaron a realizar masacres y asesinatos selectivos, los defensores de derechos humanos y los dirigentes de la Unión Patriótica comenzaron a denunciarlos públicamente. En 1987, el entonces ministro de gobierno, César Gaviria, en un debate en el Congreso dijo que existían más de cien bandas paramilitares, y en octubre del año siguiente el mismo funcionario informó que las autoridades habían desmantelado 17 grupos pero que aún quedaban más de ochenta.
A pesar de las denuncias y de la aceptación por parte del Gobierno de la época, el Estado jamás ha realizado una ofensiva contra las Auc. Las Fuerzas Militares nunca han organizado un operativo contra un campamento paramilitar, a la manera que lo han hecho durante cuarenta años contra la guerrilla. Las bajas reales de los paramilitares se las han propinado ellos mismos: 1.500, sólo por los enfrentamientos entre el frente Martín Llanos y el cabecilla Arroyabe, éste último asesinado recientemente por sus propios secuaces.
Así el Gobierno lo niegue, el país se parmilitarizó. Por la complicidad, la tolerancia, la aceptación y las redes de apoyo entre la dirigencia gremial y política, los paramilitares fueron penetrando la sociedad, o al revés: terratenientes, políticos, ganaderos, banqueros e industriales penetraron a los narcoparamilitares en busca de respaldo militar y económico. No es un secreto: desde hace dos años, en la costa atlántica se habla de una parademocracia, que, como lo dice El Tiempo, devino en un «para-Estado». Los paramilitares hoy están apalancados en las ramas y órganos del poder público: Congreso, Fiscalía, gobernaciones, alcaldías, universidades, dependencias de salud. Ya es demasiado tarde, pero si la sociedad y el Estado quieren, pueden ponerle fin al paramilitarismo: un Plancito Patriota -el Plan Patriota es el programa de Uribe, con toda la tropa contra la guerrilla- de 10.000 soldados y algo de policía sería suficiente.
Rafael Ballén es miembro del Consejo de Redacción de Le Monde Diplomatique, edición Colombia.
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