En un país donde la pobreza se hereda y el ascensor social se ha roto, en el que la desigualdad te arrastra escaleras abajo, hace falta mucho más que forzar la presencia equilibrada para hablar de igualdad.
Ferrovial tiene un Plan de Igualdad. Lo acordó con los sindicatos mayoritarios y cumple con los últimos Reales Decretos que regulan la materia. Su Plan habla de paridad, de infrarrepresentación, de acceso y de promoción, de carrera profesional. Como el de Repsol. Como el de Mercadona. Como el de Inditex. Porque, aunque se marche a tributar al extranjero, Ferrovial tiene un plan de igualdad. También tiene un Comité de Dirección trufado de posgrados en Standford, ESADE, ISDE y muchos MBA, aunque cuente con una sola mujer, y un Consejo de Administración donde ellas son el 25% de esos currículums labrados en Cemex, en la Sareb y en algún que otro ministerio también. Sin embargo, en el Banco Santander sí que se cumple la presencia equilibrada en su Consejo, aunque los currículums se parecen bastante si dejas a un lado el sexo de sus titulares.
El caso es que Ferrovial tiene un Plan de Igualdad, que le luce mucho, por ejemplo, a la hora de licitar contratos públicos para construirte, qué sé yo, un Zendal. También le legitima cuando tiene que hablar de Responsabilidad Social Corporativa o cuando sus directivas acuden junto a otras directivas a esas mesas redondas organizadas por fundaciones, empresas u oenegés donde hay networking y benchmarking y purplewashing y muchas cosas que acaban en ing. Eventos en los que se habla de talento femenino, y de liderazgo, y de inclusión, y de empoderamiento, y se rompen techos de cristal, y después se sirve un vino español y te regalan un boli y una libreta.
A no ser que seamos de ese porcentaje privilegiado que, cuota mediante, pueda aspirar a un asiento en esas mesas, reconozcamos que a la gran mayoría de nosotras la paridad en las empresas del IBEX, en los consejos generales o en los colegios profesionales nos sirve más bien de poco. Pero todo vuelve, como los noventa, la cadera baja, la posguerra fría y las políticas de igualdad “ilustradas”, que tienen más de despotismo que de ilustración. Y por eso este 8 de marzo, con más prisa que ideas, el PSOE propone recuperarlas y convertirlas en una llamada al progreso, al feminismo civilizado, a la vuelta al orden, que es como se hace la buena política, la de los mayores, la de toda la vida.
La mayoría de nosotras hemos encogido los hombros: ¿más paridad? Ok, pues vale. Sólo se ha ofendido la CEOE, que dice que no les gusta la obligatoriedad, ni para poner consejeras en empresas, ni para subir el salario mínimo, ni en general para nada que no sea hacer lo que les sale de los cojones. Decía hoy Calviño que con esta nueva norma saldremos mejores en lo económico y en lo social, porque con ella se pasaba de las recomendaciones a las obligaciones en los espacios de decisión (o sea, las empresas). Obligaciones. A la CEOE. De nuevo hombros arriba: ok, pues vale.
Cuesta mucho tragar, legitimar y dar por feministas políticas que no disputan el poder, sino que asumen los lugares desde donde se toman las decisiones y, con ello, las decisiones mismas. Lugares –altos cargos, colegios profesionales, puestos directivos, listas electorales– donde solo se llega acumulando privilegios, redes, contactos, capitales, aunque de vez en cuando alguien consiga colarse por alguna grieta. En el país donde la pobreza se hereda y el ascensor social se ha roto, en el país en el que la desigualdad te arrastra escaleras abajo en el descansillo, hace falta mucho más que forzar la presencia equilibrada para hablar de igualdad.
Las políticas de representación paritaria como requisito de legitimidad democrática tienen limitaciones, aunque eso quienes las proponen ya lo saben. Cuando no cuestionan quién manda ni sus relaciones se convierten en una forma de entender la justicia de género que, además de elitista, se ha demostrado, a la vuelta de casi dos décadas, ineficaz. Ineficaces para democratizar las instituciones, para redistribuir la riqueza, para representar a las invisibles, para cambiar las condiciones materiales de la mayoría. A mí me da igual que decida Ayuso o Rodríguez, Robles o Trillo; tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando, Ana como Antonio, Meloni que Salvini, Botín padre que Ortega hija. Hace tiempo que estas medidas agotaron sus posibilidades, o incluso, se han convertido en puntales para sostener lo insostenible.
Y no, no es cuestión de invalidar esas políticas, que pusieron la base de las cuotas de género que tanto escocieron –y escuecen–, que reparan discriminaciones y que sirven para tomar lo que es legítimamente nuestro. Hubo que ser muy valiente en su tiempo para defenderlas, para aprobarlas. Pero ellas solas, sin clase, sin interseccionalidad, sin conciencia, no nos salvarán. Ni de la precariedad, ni de la violencia, ni de la crisis, ni de la pobreza, ni del racismo, ni de las señoras que, en nombre de las mismas, blindan su privilegio y su poder.
Como técnica de igualdad me ha tocado bregar en muchas mesas para hablar de representación equilibrada, de cuotas, de porcentajes: he divulgado el evangelio según la Ley Orgánica y he tenido enfrente a muchas personas que arqueaban las cejas con la simple mención de la paridad. Negociaciones que acababan con la firma de algún papel –llámese plan, protocolo, lo que sea– que dormiría en el cajón para siempre. Desde esa experiencia, muchas convenimos que era mejor centrar esfuerzos en otros frentes y otras estrategias más urgentes, más cotidianas, donde teníamos mucha mayor agencia –y mejores aliadas–, para cambiar las cosas.
Habrá quien viva cómoda en las roundtable de liderazgo femenino, en el mujerismo por el mujerismo, en los premios y reconocimientos endogámicos, en los programas culturales del 8M, en el aluvión de reportajes sobre mujeres que hacen cosas que verás esta semana en la que se atraganta el morado, pero a muchas se nos ha quedado corto, no ya como límites de lo institucional, sino como horizonte transformador en casi cualquier sentido. Poco me identifica con mujeres que sostienen las patas de sus butacas clavándose en las espaldas de otras. Con aquellas que llaman locas o inútiles o malcriadas a las que han sido más valientes que ellas. Con las que se sientan con Vox a hablar de liderazgo femenino. Con las que cenan con Tito Berni en el Ramsés. Con las ejecutoras del neoliberalismo más inhumano y salvaje, que desmantelan todo lo público a sabiendas de que esa pobreza caerá sobre las de abajo. Poco o nada me interpela más allá de una sororidad automatizada –casi un pacto tácito de no agresión, diría yo– basada en que no deseo a ninguna lo que no quiero para ninguna de nosotras, ni violencia machista, ni violencia política, ni ser la única mujer de la foto. Pero la sororidad sólo tiene sentido si es de ida y vuelta, y en los días en que pesa tanto dar sin retorno, tanta ingratitud, habría que plantearse qué sentido tiene ejercitarla.
Ser la mitad de todo es la aspiración legítima de muchas mujeres que hacen política, y está muy bien, pero dejen paso a quienes aspiran a mucho más. Quizá ellas sí puedan salvarnos.
Fuente: https://ctxt.es/es/20230301/Firmas/42396/planes-de-igualdad-empresas-psoe-paridad.htm