La maquina mediática se mueve y fabrica «opinión», fortalece la tendencia favorable entre empresarios, académicos y editorialistas para que den su visto bueno a un eventual proceso de negociación con las guerrillas revolucionarias de los campesinos pobres. Es la narrativa predominante en los grandes medios de comunicación institucionales colombianos. Todo indica que el señor Santos, […]
La maquina mediática se mueve y fabrica «opinión», fortalece la tendencia favorable entre empresarios, académicos y editorialistas para que den su visto bueno a un eventual proceso de negociación con las guerrillas revolucionarias de los campesinos pobres. Es la narrativa predominante en los grandes medios de comunicación institucionales colombianos.
Todo indica que el señor Santos, en compañía de su hermano Enrique, se propone dar un paso en la dirección del diálogo y la negociación política con el objetivo de resolver la cruenta guerra civil nacional. Vamos hacia la «pax santista» que ya ofrece sus primeros trazos de ambigüedad. No parece ser la «pax uribista» que juntó la mal llamada «Seguridad Democrática» con el ejercicio masivo de la parapolítica.
La hipótesis santista no se saldrá de la norma constitucional que ordena al Presidente de la Nación dirigir cualquier negociación de paz con quienes estén en rebeldía contra el establecimiento dominante, por ser el principal responsable del orden público interno y la seguridad nacional. Un eventual proceso de negociación solo tendrá 24 meses, se verá influido por el proceso electoral que ya despegó y por los pésimos indicadores de las encuestas que colocan en mal sitio al actual jefe de la Casa de Nariño debido al fracaso de todas sus políticas sociales. Aún así, su intento no puede obviar la presión de los gringos, las alianzas político/electorales coyunturales o los estados de ánimo de la «opinión pública» sobre la que recaen las más contradictorias influencias.
En la estrategia gubernamental hay una premisa incierta. Es la segura reelección de Santos, asunto que cada día se complica más dada la inflación de la oposición uribista, enemiga cerrada de cualquier aproximación a las guerrillas por considerarla una traición al legado del uribato.
Es cierto que la paz tiene un clima favorable. La sociedad entera la quiere y los grupos insurgentes han mostrado disposición para el diálogo y el acuerdo. Sin embargo, Santos mantiene la indefinición y la debilidad deriva de su esencia política retrograda por la responsabilidad directa en los «falsos positivos», su complicidad con el alto mando militar uribista, su participación en el bombardeo a Ecuador para acribillar a Raúl Reyes, la promoción de Santoyo, el respaldo a más generales inmersos en las redes del narcotráfico, la aprobación de la reforma a la justicia favorable a la parapolítica, la entrega del país a las multinacionales mineras y la mascarada de la «reforma agraria» disfrazada de falsa restitución de tierras y reparación de las victimas de la violencia.
Santos no tiene legitimidad política. Se agotó en su liderazgo de la Tercer Vía.
Por eso quiere una «paz express», sumaria, mecánica. La quiere clandestina, sin la presencia de la multitud, sin sociedad civil, sin organizaciones populares. La quiere sin reformas, sin cambios de ninguna índole en la sociedad nacional. Para él es suficiente con el marco legal que se aprobó recientemente y tal vez las reglamentaciones que con dificultad podrá tramitar en un Senado hostil que se le sustrae aceleradamente ante el inminente proceso electoral.
Si algo enseñan los procesos de negociación adelantados en las tres últimas décadas (Betancur, Barco, Gaviria, Samper, Pastrana), todos fracasados por la intransigencia de las clases dominantes, es que sin la participación de la nación y sin reformas sustanciales no es posible aproximarse a la solución de la guerra civil.
Una paz genuina requiere la intervención del pueblo con todas las organizaciones que lo representan y en el marco de plenas garantías y vigencia de los derechos políticos fundamentales. No ha de ser que los únicos que dispongan de privilegios (burocráticos, presupuestales, electorales y mediáticos) sean las podridas maquinarias de la politiquería tradicional mientras las expresiones progresistas de la sociedad y sus líderes sean sometidos a la persecución, el atropello, la cárcel y el exterminio físico. Esa no es una paz auténtica.
Pero además, la paz tiene que estar acompañada de reformas a fondo del Estado y la sociedad. Hacer la paz sin reformas políticas democráticas, sin atender las necesidades básicas del pueblo, sin la democratización de los medios masivos de comunicación, sin reforma agraria, sin reforma electoral, sin reforma a la justicia, sin resolver la crisis carcelaria, con la locomota minera destruyendo la naturaleza, con los militares uribistas torpedeando la democracia y sin el reconocimiento de los derechos indígenas, es una mentira, es una farsa descomunal, que anuncia el seguro fracaso de esta ilusión santista de pasar a la historia como un héroe nacional.
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