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La paz con los paramilitares: todo para los asesinos, nada para las víctimas

Fuentes: Rebelión

El más reciente acto de la comedia protagonizada por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y los grupos paramilitares al tenor de las mutuas «negociaciones de paz», consiste en las «discrepancias» en torno al marco jurídico a través del cual se reinsertarían socialmente estos criminales. Dichas diferencias no surgen, ni tampoco podría esperarse tanto, de […]

El más reciente acto de la comedia protagonizada por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y los grupos paramilitares al tenor de las mutuas «negociaciones de paz», consiste en las «discrepancias» en torno al marco jurídico a través del cual se reinsertarían socialmente estos criminales.

Dichas diferencias no surgen, ni tampoco podría esperarse tanto, de un esfuerzo gubernamental por aminorar la carga de vergüenza histórica que significa para el país el contubernio Estado-paramilitarismo.

Nacen, por el contrario, del afán de un grupo de congresistas (Rafael Pardo, Gina Parody, Wilson Borja y Luis Fernando Velasco) de que la impunidad que caracteriza al proceso de negociación se vea reducida un poco. En cierta manera se trata de maquillar mejor, en términos jurídicos, la legitimación social del paramilitarismo.

Por todos son conocidos los estrechos lazos que unen a los grupos narcoparamilitares y al Estado colombiano (1); una alianza que desde una perspectiva estratégica ha significado por un lado la cruenta represión de todo anhelo popular de justicia social, política y económica, y, por el otro, el mecanismo idóneo a través del cual el poder económico local y foráneo logra insertar violentamente al país en la nueva oleada de «modernización capitalista» que comporta la globalización neoliberal.

Esa misma alianza es la que lleva a Álvaro Uribe Vélez a la presidencia de Colombia ya que sin el desembozado y poderoso auxilio operativo de la dirigencia paramilitar, aquél no hubiera vencido, al menos, con la «contundencia» que lo hizo.

Los nexos entre Uribe y el narcoparamilitarismo son de vieja data y se explican por la misma relación que el actual presidente tuvo con ciertos sectores del narcotráfico (2).

Digno representante de una de las castas más poderosas del departamento de Antioquia, Uribe patrocinó la creación, amparada por ley, de las denominadas CONVIVIR; verdaderos primordios de la expansión paramilitar en Colombia.

Así entonces, el actual presidente es la ficha más alta que, en el Estado colombiano, ha logrado ubicar el narcoparamilitarismo (3).

La llegada de Uribe a la presidencia (2002) tenía un alto valor táctico para los paramilitares. Incapaces de vencer militarmente a la guerrilla (ni siquiera actuando en conjunto con las fuerzas oficiales del Estado), su práctica cotidiana de violencia se había volcado hacía rato, exclusivamente, contra la población civil. Semejante accionar no podía pasar inadvertido para la comunidad internacional ya bastante sensibilizada por el horror vivido en los Estados Unidos el 11 de septiembre del 2001.

Los paramilitares se hallaban contra la pared. Por un lado, ya no podían contar con el concurso cómplice del gobierno norteamericano obligado, a fuerza de sus propias circunstancias, a «luchar contra los terroristas». Por el otro, el genocidio cometido era de tal magnitud que a pesar del pie de fuerza acumulado, la riqueza atesorada producto del crimen y la expropiación a los campesinos (fundamentalmente), y el amplio respaldo con que contaban (y cuentan) por parte de los sectores políticos y económicos más poderosos del país, se habían convertido en un movimiento inviable.

Era necesario, pues, alcanzar una rápida inserción social.

Y que mejor oportunidad que aprovechar el desencanto originado por las fracasadas negociaciones de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) y la guerrilla de las FARC, apoyando la candidatura de un sujeto tan caro al movimiento paramilitar como lo es Álvaro Uribe Vélez.

Una vez éste en el poder, la victoria táctica paramilitar comenzó a dar sus frutos: Uribe otorgó estatus político al paramilitarismo (del que siempre ha carecido) mediante la reforma de la Ley 418 de 1997, lo cual, le autorizaba como jefe máximo del Estado a negociar con aquéllos; y, por si fuera poco, dilató por 7 años la entrada en vigencia del Estatuto de Roma lo que imposibilita que dichos criminales sean requeridos y juzgados por la Corte Penal Internacional, al tiempo que son «sometidos» a un simulacro de justicia nacional que tiene como valor agregado el anular la jurisdicción de los tribunales internacionales (4).

Es precisamente en este sentido como puede lograrse comprender las «discrepancias» aludidas al comienzo del presente artículo.

Hay que subrayar de antemano que no existe una contradicción, al respecto, entre el gobierno Uribe y los narcoparamilitares. Uno y otros persiguen el mismo objetivo: la impune legitimación política y económica de la ultraderecha armada. Lo que en realidad ha incomodado a la comandancia paramilitar, es que un régimen tan autoritario y obsecuente como el de Uribe no haya sido capaz de evitar la disconformidad frente al proceso no solo de la opinión pública nacional e internacional, sino también de varios de los válidos del propio presidente (senador Pardo y senadora Parody, por ejemplo).

Y no era para menos. El gobierno de Uribe, siguiendo las directivas del paramilitarismo, había radicado en el Congreso (VIII/2003) un proyecto de ley que propiciaba la inserción a la vida civil de estos criminales en un marco jurídico de total impunidad.

Dicho proyecto, gracias a las presiones internacionales, tuvo que ser retirado en junio del 2004 de tal forma que se mantuvo y prolongaba, así, el limbo jurídico que subyace a la inserción del paramilitarismo.

A partir de ese momento, alcanzar un marco legal que garantice la desmovilización y legitimación completa a conveniencia de los genocidas ha sido un verdadero dolor de cabeza para el Estado.

Las propuestas no han sido pocas y van desde aquellas que exigen la no impunidad, hasta esas otras que como la de Uribe-paramilitares señalan lo contrario. En ese espectro de iniciativas, la elaborada por Pardo-Parody-Borja-Velasco se ubica, digámoslo así, en la mitad aun cuando, siendo realistas, continúa siendo bastante generosa con el paramilitarismo.

A diferencia de la propuesta elaborada por el gobierno Uribe, aquél insiste en tres puntos fundamentales que el otro no considera: primero, que los paramilitares responsables de crímenes de lesa humanidad sean privados de la libertad por no menos de cinco años; segundo, que el paramilitarismo confiese todos sus crímenes, delitos y bienes atesorados y que, si en un futuro, se comprueba que sus miembros ocultaron información al respecto, los inculpados pierdan todos los beneficios de ley; y, tercero, que se adecue un espacio de participación, dentro de las «negociaciones de paz», a las víctimas de los narcoparamilitares.

Cualquier persona imbuida de profundos principios y comportamientos éticos, humanistas e, incluso, tolerantes para con el proceso, puede darse cuenta que la propuesta de Pardo-Parody-Borja-Velasco (conocido como «Proyecto de Verdad, Justicia y Reparación») es más que generosa para con unos de los peores asesinos de la historia humana contemporánea. Sin embargo, quienes conocemos el devenir colombiano no nos asombramos al ver que tan tibia propuesta haya desatado la furia y la conmoción del gobierno Uribe y los paramilitares.

Como era de esperarse y fruto de la creciente desconfianza internacional respecto a estas «negociaciones», Uribe ha tenido que «tragarse el sapo» y balbucear en una que otra intervención pública que el no permitirá que impere la impunidad en el proceso con los paramilitares.

Si eso fuera en verdad cierto ¿cómo explicar las pataletas gubernamentales frente al Proyecto de Verdad, Justicia y Reparación?, ¿cómo justificar, entonces, las desavenencias y choques entre el ministro Sabas Pretelt y el comisionado de paz Luis Carlos Restrepo?

Tanto a Uribe y gran parte de su séquito como para la comandancia de las AUC, el no tener un «cheque en blanco» les enerva. Sobretodo cuando lo que está en juego son los términos legales y jurídicos que justificarán la inserción y, subrayo, legitimación política y económica del paramilitarismo.

Cabe ahora respondernos por qué les molesta tanto los tres puntos fundamentales del Proyecto de Verdad, Justicia y Reparación.

En lo referente al primero (el monto mínimo de las penas), es obvio que ninguno de los que durante décadas se han enseñoreado por todos los rincones de Colombia torturando y descuartizando inocentes, quiera pasar «tanto tiempo privados de su libertad» así sea resguardados en sus propias fincas de recreo como parece haber acordado ya tácitamente el gobierno y la dirigencia paramilitar (5).

Pero hay una preocupación más importante para el tándem Uribe-AUC: la maquinaria paramilitar, entendida como aparato de leva electoral progubernamental de cara a las aspiraciones reeleccionistas del presidente, se vería seriamente afectada si sus jefes tienen que pasar un lustro de asueto obligado en gratificación por sus cientos de miles de crímenes.

Respecto a las «confesiones» son varios los aspectos a considerar. Primero, la aceptación-revelación-delación de los crímenes y sus actores permitiría que toda la opinión pública conocería, por fin, la magnitud del terror paramilitar sufrido por Colombia; un largo camino de sangre que por obvias razones ha sido puesto en sordina por los medios de comunicación y propaganda del establecimiento. Tal hecho podría convertirse en un verdadero boomerang de opinión en contra del proyecto político del paramilitarismo y el del propio Uribe Vélez a quien ya la gente lo empieza a reconocer plenamente como un mero oficiante de aquél.

Segundo, la confesión de crímenes obligaría a revelar, de suyo, por lo menos tácitamente, los nombres de algunos de los patrocinadores del proyecto paramilitar y de sus fuentes de financiamiento. En consecuencia, el pueblo colombiano asumiría como una realidad incontrovertible el hecho de que el paramilitarismo es políticamente ilegítimo en la medida que ha sido, apenas, el ejército privado de grandes narcotraficantes y «hombres de bien» (terratenientes, ganaderos, comerciantes, industriales, políticos tradicionales y otros «prohombres de la patria»).

Tercero, la confesión de los delitos cometidos debería conducir (al menos en un proceso y en un país de verdad) a un censo del botín de guerra acumulado. En igual dirección, a «descubrirse» que muchos de los megaproyectos de «desarrollo» impulsados por Uribe, sus antecesores, los intereses norteamericanos, las transnacionales y la banca internacional, han tenido como uno de sus principales componentes «el ablandamiento paramilitar» de varios territorios y comunidades nacionales. Además, una vez abiertos los libros contables del paramilitarismo, los cientos de miles de requerimientos de indemnización y restitución de bienes por parte de las víctimas mermarían seriamente el capital económico que respaldaría la perpetuación política, civil y financiera del paramilitarismo.

Cuarto, y lo más importante, aún viéndose obligada la dirigencia de las AUC a confesar, delatar y relacionar bienes, no lo va a hacer de la forma que se debería y, por consiguiente, el paulatino descubrimiento de la información ocultada obligaría a una anulación definitiva de las prerrogativas alcanzadas por los jefes paramilitares una vez insertados a la vida civil, la puesta en entredicho del proceso, la condena histórica del mismo, y la intervención (sin camisa de fuerza) de la Corte Penal Internacional.

En lo tocante a la participación de las víctimas en el proceso de «negociación», es de esperar la férrea oposición de Uribe y las AUC a que esto ocurra (a menos de que creen de facto organizaciones de «víctimas» a su gusto y conveniencia). Las razones son varias: las víctimas obrarían como veedoras de un proceso que carece de ello; defenderían su derecho a ser reparadas moral y económicamente; insistirían en el juzgamiento más severo de quienes cometieron delitos atroces y sus patrocinadores; impulsarían mecanismos de vigilancia de los reinsertados y, lo más grave, serían unos molestos testigos de excepción de la forma como desde el gobierno se sirve a oscuros propósitos.

Conforme a lo expuesto, es fácilmente comprensible las razones y temores que fundamentan la repulsa generada por el Proyecto de Verdad, Justicia y Reparación, en el gobierno y las AUC. Receloso de una mayor condena internacional por la forma como se está llevando a cabo las «negociaciones de paz» con el paramilitarismo, a Uribe no le ha quedado otro camino que apersonarse del asunto e impulsar un proyecto gubernamental que, sin oponerse explícitamente a los fundamentos del redactado por los senadores Pardo-Parody-Borja-Velasco, logre satisfacer sus propios intereses y los del narcoparamilitarismo.

La propuesta gubernamental, a la que se denomina de «Justicia y Paz» (6), se enfrenta a una verdadera carrera contra el tiempo pues le urge al presidente Uribe que sea aprobada por el Congreso antes de que finalicen sus sesiones extraordinarias. Semejante prisa se entiende por la necesidad de asimilar rápidamente al paramilitarismo antes de la inminente campaña reeleccionista de Uribe y, sobre todo, porque para las próximas sesiones regulares del Congreso su composición (extremadamente favorable al presidente y al proyecto paramilitar) podría no ser la misma a la luz del fallo del Consejo de Estado (18/II/2005) que obliga a un nuevo conteo de votos de las más recientes elecciones al senado (7).

Como quiera que sea, la actual coyuntura política no respalda a quienes se oponen a la total impunidad en las actuales tratativas de paz. Por eso, vale la pena finalizar enfatizando lo siguiente: estas «negociaciones de paz» no son de paz pues el paramilitarismo nunca estuvo en guerra contra el Estado, todo lo contrario, fue su creación y como tal le sirvió. Se trata solamente de una discusión bipartita (Estado-AUC) sobre una readecuación, fortalecimiento y reubicación de fuerzas, en aras de un mismo fin estratégico: eternizar el status quo.

Por eso la rabia poco contenida del gobierno Uribe y las AUC respecto a cualquier propuesta que, como el Proyecto de Verdad, Justicia y Reparación, pretenda moderar un poco la impunidad que rodea la legitimación social, política y económica, de la peor organización criminal que ha dado nuestra historia.

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NOTAS Y FUENTES:

(1) Ver: Espinoza, Fermín. Asuntos de familia. Le Monde Diplomatique. Edición Cono Sur. Buenos Aires. Año IV. No. 65. Noviembre 2004. pp: 14-15.

(2) No debemos olvidar que el padre (ya fallecido) de Uribe fue un reconocido narcotraficante y que el Clan Ochoa (una de las cabezas del Cartel de Medellín), tiene estrechos vínculos consanguíneos con la familia Uribe. Recordar también que siendo alcalde de la ciudad de Medellín, Uribe avaló «obras sociales» de Pablo Escobar y, luego, ya como director de la Aeronáutica Civil, presidió una entidad que se caracterizó en ese momento por avalar la existencia de algunas «compañías aéreas» encargadas de transportar narcóticos fuera del país.

(3) En 1994 Ernesto Samper alcanzó la presidencia con el apoyo del Cartel de Cali. No existen pruebas de que el paramilitarismo asociado a otros sectores del narcotráfico, haya jugado algún papel en esa victoria electoral.

(4) Ver: Gutiérrez M., Carlos. Colombia: el dilema de los narcoparamercenarios. En: Le Monde Diplomatique. Edición Colombia. Bogotá. Año III. No. 29. p: 3.

(5) El sistema judicial colombiano tiene una larga tradición de impunidad y benevolencia con aquellos criminales cuyo poder de intimidación (Pablo Escobar en la cárcel «La Catedral») o «noble alcurnia» (los grandes políticos y delincuentes de cuello blanco en sus casas-cárcel), les permite purgar sus delitos a solaz de sus propias residencias o villas de descanso.

(6) El laconismo del título de este proyecto es un buen signo de la impunidad que fomenta: nada de verdad para el país, nada de espacio de participación para las víctimas, nada de una verdadera propuesta de reparación moral y económica para los afectados por el paramilitarismo.

(7) Las últimas elecciones al Congreso y a la Presidencia de la Republica (2002) estuvieron signadas por graves denuncias acerca del fraude que se gestaba. Tres años después, se ha comprobado que eso ocurrió en al menos el 9.3 % del total de mesas escrutadas. Lo irónico de la situación es que los organismos de control del Estado sólo hablan de «trampa» en los comicios para el Congreso (del que el paramilitarismo dice controlar a un 30 % de sus miembros) y no para la presidencial, en la cual, como ya se ha mencionado, el paramilitarismo jugó un papel fundamental.