Sea cual fuere el gobierno que salga de los próximos comicios, si es que no se repiten las elecciones, España no tendrá paz, al menos que no sea la paz de los cementerios que es la que impera de unos años a esta parte. «La paz perpetua» es el título de una obra de Kant. […]
Sea cual fuere el gobierno que salga de los próximos comicios, si es que no se repiten las elecciones, España no tendrá paz, al menos que no sea la paz de los cementerios que es la que impera de unos años a esta parte. «La paz perpetua» es el título de una obra de Kant. El título surge de la observación de una pintura satírica dispuesta por un posadero holandés en la publicidad de su albergue en la que Kant vio la imagen de un cementerio que llevaba, cuyo epígrafe era «la paz perpetua». En aquel entonces, el mundo estaba conmocionado por los principios de la Revolución Francesa, lo que comprometía a los filósofos en sus reflexiones sobre las nuevas relaciones mundiales. La paz era entonces casi una utopía de los muertos…
Para mantener la paz resultaría útil que los gobiernos escuchasen a los filósofos. Normalmente los políticos piensan que no necesitan aprender nada de esos perdedores. Además, los políticos, que suelen ser juristas, sienten una irresistible inclinación a aplicar las leyes vigentes sin investigar si acaso serían susceptibles de perfeccionarse. Como las personas que tienen esta forma de pensar suelen ser las que tienen el poder y, por tanto, la fuerza, deducen que su visión del mundo es la más inteligente y que los intelectuales son personas fracasadas que nada tienen que aportar. Además, los políticos españoles al uso, los que se han alternado durante casi medio siglo en el poder político, deseosos de mantener el statuo quo que les es muy favorable, hacen constantemente una lectura interesada de la ley conforme a esos intereses difusos pero concretos que dictan sus decisiones, contradiciéndose a menudo a sí mismos y traicionando los postulados que un día les llevaron al poder. Con ello no pretendo decir que todos los políticos deban hacerse intelectuales, y mucho menos que los filósofos deban tener el poder, pues «la mera posesión de la fuerza perjudica inevitablemente al libre ejercicio de la razón», al decir de Kant. Pero si los polí ticos escuchasen a los intelectuales, que no van a decirles lo que quieren oír, no hacen proselitismo y se apartan del pensamiento de club, obtendrían sugerencias lúcidas de las que no deberían prescindir. Pero esto no va a ser así. En España las décadas y los siglos pasan en vano, los filósofos pierden el tiempo y los que gobiernan retrasan el desarrollo de la historia no tanto por falta de lectura, que también, como por la resistencia infinita a practicar y a extender la tolerancia.
Sea cual sea, pues, el gobierno, digo, ni va haber paz ni se hará hueco alguno a la tolerancia imprescindible para la paz. Pues ese gobierno estará trufado por maximalismos. Compuesto en cualquier caso por ánimos extremos y de signo absolutamente opuesto. En ambos casos explicados por su respectiva ideología. En España no varía el trasfondo de la sociedad: las ideologías políticas están tan enfrentadas como lo están las religiones monoteístas. Y en ningún caso los partidos van a renunciar, ni a ellas ni a sus propósitos. Por dos razones. La primera es que no ya los políticos sino la opinión pública, no han alcanzado el nivel de conciencia de la tolerancia que se necesita para la convivencia. La segunda es que no hay gobiernos, sino sociedades anónimas de esos intereses mencionados que están detrás de toda la palabrería política.
En resumen, ambos factores van a ser determinantes de una tensión política trasvasada a la sociedad, que aconsejará a todo aquel que pueda, y al que no pueda le supondrá una profunda frustración, marcharse del país.
En todo caso, así como en tiempos posteriores a la Revolución Francesa la paz era una utopía de los muertos, la única paz posible en España siempre ha sido consecuencia de la sumisión a la intolerancia. A la intolerancia, primero del feudalismo, luego del absolutismo monárquico, siempre a la intolerancia de la jerarquía católica, luego a la de una dictadura de 43 años y, desde 1978, a la intolerancia de la casta social dominante encaramada en la política, en la justicia, en la empresa, en la banca, en la mayoría de los medios de comunicación, en la mayoría de los centros sanitarios y en la mayoría de las escuelas. Por eso, no esperemos paz y estabilidad en ningún caso. Porque el drama hispánico es hoy día una paradoja. Y la paradoja es que, si los ganadores de las inminentes elecciones fuesen los que deben desbancar a los de siempre, la vida en España se haría más insoportable todavía…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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