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La paz del pueblo ausente

Fuentes: El Espectador

En Colombia, lo mismo que se advierte a lo largo de toda la historia nacional vuelve a advertirse en cada jornada electoral: la ausencia del pueblo. Todo vuelve a girar alrededor de unos nombres y de unos personajes, de sus odios y de sus venganzas, de sus programas y sus convocatorias, pero la comunidad resulta […]

En Colombia, lo mismo que se advierte a lo largo de toda la historia nacional vuelve a advertirse en cada jornada electoral: la ausencia del pueblo. Todo vuelve a girar alrededor de unos nombres y de unos personajes, de sus odios y de sus venganzas, de sus programas y sus convocatorias, pero la comunidad resulta cada vez más invisible, convertida apenas en la comparsa de los elegidos, reducida a la condición de pasivos electores e invisibilizada por la estadística.

Yo diría que sólo una vez en el último siglo el pueblo tuvo una presencia protagónica en los asuntos históricos, y fue bajo el influjo de Jorge Eliécer Gaitán, quien también tenía el defecto de ser muy visible frente al pueblo al que le hablaba, pero de quien no podemos dudar que se inspiraba en ese pueblo, le daba fuerza en su discurso y lo engrandecía con su estilo. No se ha reflexionado bastante sobre el hecho de que Gaitán no difería del pueblo, él mismo era ese pueblo al que se dirigía pero provisto de voz, de memoria, de ilustración, de recursos verbales, de elocuencia y de pasión humana.

Oyéndolo, la gente no sentía el poder de un orador sino su propio poder, y sólo en ese momento el pueblo colombiano alcanzó a hacerse visible en la política, se sintió protagonista, alentó la esperanza de ingresar en una historia de la que había sido borrado desde los tiempos de la Independencia, cuando una galería de héroes se instaló en la leyenda y borró la minuciosa abnegación de esos miles de seres de ruana y de a pie que hicieron las campañas, que cruzaron los Andes tiritando y muriendo, que caminaron jornadas enteras por pantanos helados, que cargaron como suicidas con lanzas y espadas contra los cañones del enemigo. (Del autor le puede interesar: El gran relato).

Como decía Dante, «Es la manera lo que me estremece». Y como decía Rubén Darío: «Nada más que maneras expresan lo distinto». Hay que repetir sin descanso que el problema de la política en un país como el nuestro, y a lo mejor en todos los países, no es de discurso sino de maneras. El estilo de nuestra política ha consistido en invisibilizar al pueblo y sustituirlo en el diseño de la nación y de sus instituciones. Aquí se hizo costumbre desde la Conquista no consultar el territorio a la hora de definir su ordenamiento sino imponer modelos traídos de otra parte, cuya única explicación era el poder que los imponía y el modelo lejano que trataban de imitar. Si en España se ordenaba el territorio de cierta manera, eso tenía que ser válido para estas tierras, y así se olvidaban o se soslayaban los suelos, los climas, la vegetación, las selvas, las llanuras, los desiertos, los ríos, los páramos, el conocimiento ancestral de los pueblos nativos. Nadie oía cantar al toche porque nuestro deber era celebrar a un ruiseñor que por otra parte aquí no existía.

Recuerdo que cuando estaba escribiendo mi novela Ursúa, que habla de los tiempos de la Conquista, viví una experiencia muy curiosa para un escritor. Yo podía imaginar perfectamente a los conquistadores, podía verlos bajar de sus barcos y entrar en el territorio, con sus caballos acorazados de hierro, sus armaduras, sus penachos y sus espadas, con sus lanzas, su pólvora y sus perros, pero no lograba ver en mi imaginación a los pueblos indígenas. Los indígenas se sustraían a la mirada, se evadían al lenguaje, y esto me inquietaba en términos literarios, hasta que un día, fue el narrador el que me dio la clave de lo que estaba ocurriendo. Porque de repente ese narrador dijo: «No vieron un solo indio en esa parte de la travesía, pero yo sé que no todas las sombras que vieron eran sombras de árboles, ni todas las plumas que vieron eran plumas de pájaros, y no toda la arcilla roja que advirtieron en los barrancos era tierra inerte».

En ese momento comprendí que a diferencia de los europeos los indígenas estaban allí pero no se advertían, sabían mimetizarse en el paisaje, y los españoles podían avanzar por las selvas entre los indios sin darse cuenta siquiera de que estaban siendo observados. Por eso parecía ser la selva misma quien arrojaba sus súbitas flechas. En cambio cuando querían, cuando entraban en batalla, por ejemplo, las muchedumbres de indios se hacían tan visibles, con su bullicio, sus caracolas de guerra, sus plumajes, sus cascos y sus adornos de oro, que alguien que los vio pudo describirlos diciendo que eran una «larga y espesa selva de plumajes», y Jorge Robledo pudo declarar que con sus cascos de oro parecían un ejército en el que todos fueran reyes.

Formaban parte de la naturaleza, eran silenciosos como la niebla, furtivos como gatos de monte, y su sigilo contrastaba con la vistosidad y el estruendo de los invasores; estos tenían la ventaja de sus caballos intimidantes y sus armas de fuego, en cambio para los indios no hacerse notar era un recurso de supervivencia. No es que no fueran visibles, es que se necesitaba sutileza para verlos, y la mirada que se impuso en este orden social fue siempre una mirada incapaz de sutileza, una mirada ciega a todo lo que no le fuera conocido.

Para encontrarle un rumbo a nuestra sociedad y a nuestro mundo natural es cada vez más necesario ver lo que somos, tener una mirada capaz de percibir lo original y lo distinto. Y eso es lo que nunca ha tenido la política que aquí se impuso. Será por eso que tanta gente desconfía de la política, sabe que está hecha para manipular, para borrar identidades, para anular posibilidades, para imponer esquemas y modelos, pero no para interpretar creadoramente lo que somos y lo que puede ser el país. (Del autor le puede interesar: Los recursos de la paz).

Esa mirada comprensiva, cuidadosa y sutil es una mirada que sólo puede arrojar la cultura, y en primer lugar las artes creadoras. García Márquez sostenía que sólo la cultura popular ha sabido ver y descifrar nuestro mundo. Y es evidente que lo que aquí llamamos política nunca ha sabido dialogar con el arte creador ni con la cultura. Cuando a un candidato le hablan de cultura, cree que le están preguntando con qué van a entretener a la gente mientras vota, o con que la van a divertir entre discurso y discurso.

Por eso es tan hermoso y admirable escuchar a todo el que haya sido capaz de ver profundamente nuestra tierra. Mientras muchos versificadores seguían cantándoles a las primaveras y los otoños que nos trajo el diccionario, Aurelio Arturo, un gran observador de su país, nos mostró en versos lúcidos que aquí:

Una hoja sola aún lleva su delgada frescura

de un extremo a otro extremo del año.

Supo sentir el asombro de que la vegetación esté viva todo el año, y advertir que los campos no sólo son verdes sino que tienen una variedad de verdes casi infinita. Arturo dijo con gran belleza:

Hoja sola en que vibran los vientos que corrieron

por los bellos países donde el verde es de todos los colores,

los vientos que cantaron por los países de Colombia.

Esta lengua, llegada de tan lejos, le había impuesto una lógica extraña a nuestra relación con el mundo. Utilizábamos casi las mismas palabras que en España, por eso creíamos que estábamos nombrando las mismas cosas, y perdíamos el matiz original de nuestra realidad. Llamábamos tigres y leones a los jaguares, nos educaron con cartillas en las que no había piñas y chontaduros, dantas y zaínos, sino racimos de uvas y granadas, lobos y jabalíes. Tal vez por eso la palabra democracia sirve aquí para disfrazar una plutocracia manipuladora y hostil a todo lo genuinamente popular. Aquí ser liberal no es profesar una filosofía de libertad, igualdad y fraternidad sino participar de un sistema clientelar hereditario que manipula voluntades y se impone por medio de maquinarias y de mermeladas.

Hay unos versos de Barba Jacob que desnudan el modo como se trafica con las palabras utilizándolas no para nombrar sino para enmascarar las cosas.

La paz es mi enemigo violento

y el amor mi enemigo sanguinario.

El mismo poeta nos enseñó algo muy valioso sobre la solidaridad. Nuestra sociedad injusta y desigual es muy dada a predicar la caridad: que los ricos ayuden a los pobres, que los poderosos guíen a los desvalidos. Él no cree en esas filigranas de la caridad, hechas para que el rico se eternice en su riqueza y el pobre en su debilidad y su dependencia. Barba Jacob dice algo mucho más desafiante y verdadero:

Apoya tu fatiga en mi fatiga

que yo mi pena apoyaré en tu pena.

Él más bien sabe que al pobre sólo lo ayuda el pobre, que al triste sólo lo entiende el triste, que sólo ayuda de verdad confiar en los otros. Esperar la paz que diseñan los que vivieron siempre de hacer la guerra, es como esperar la prosperidad que siempre prometen los que viven de la pobreza ajena.

Hay también un verso de León de Greiff que suena muy paradójico pero que está lleno de clarividencia. Él dijo en su «Balada de la fórmula definitiva y paradojal»:

Todo no vale nada si el resto vale menos.

Si uno dice Todo pareciera que no puede decir El resto, pues en ese todo ya está comprendida la totalidad. Pero como el lenguaje es una abstracción, la palabra Todo, que parece compendiar tantas cosas, también las borra, porque en ese Todo ya no vemos cada una de las partes que lo componen. Hay algo que no vemos en la palabra Todo, y es cada cosa, cada cosa con su inagotable minuciosidad. Entonces me digo que lo que el poeta quiere revelarnos con su paradoja es que una cosa es el Todo, que abarca el mundo, y otra cosa es cada uno de los elementos irreductibles que lo constituyen.

Todo no vale nada si el resto vale menos

podría significar entonces: el bosque no vale nada si cada árbol vale menos, la sociedad no vale nada si el individuo vale menos, el tiempo no vale nada si cada instante vale menos; es un esfuerzo por devolverle valor y visibilidad a lo particular y a lo elemental.

En un debate serio sobre la democracia, vale la pena decir que la estadística tiende a crear un todo en el que cada cosa desaparece. Un buen rey sería aquel que conociera no sólo el nombre sino el destino y los talentos de cada ciudadano. Como ese rey es imposible, la democracia tendría que ser ese sistema donde cada quien pueda tener no simplemente un voto sino un rostro, un destino, una originalidad, una importancia. Borges nos dijo: «Descreo de la democracia: ese curioso abuso de la estadística».

A lo mejor si todo marcha bien, si las instituciones funcionan, si el Estado responde a las necesidades de cada uno, se podría admitir este extraño modelo en que los ciudadanos sólo existen una vez cada cuatro años, pero cuando un país se encuentra en una situación tan alarmante y caótica como el nuestro, es evidente que necesitamos ciudadanos todos los días, que votar cada cuatro años es poca cosa para ayudar a resolver tantos males. Que seamos ciudadanos sólo una vez cada cuatro años, que seamos necesarios sólo una vez cada cuatro años, es lo que más les sirve a los que viven de usurpar la voluntad popular y reemplazar a la ciudadanía, a los que son apenas negociantes de la política, disputándose la bolsa de empleos del Estado, y repartiéndose el ponqué de los presupuestos.

Por eso no basta que los rostros sean nuevos ni que los discursos sean distintos. Lo que define una nueva política no es ofrecer otras cosas, prometer otras cosas, sino convocar de otra manera a la comunidad, darle un lugar distinto a los ciudadanos en la transformación de la realidad, romper para siempre con esa lógica triste y mezquina de los directorios y de las clientelas, donde las personas valen como cifras pero no como interlocutores, como formuladores de propuestas y como inventores de soluciones. A los candidatos les encanta que la gente adhiera, pero no que la gente participe. Ya con Gaitán se vio que hasta las propuestas más lúcidas pueden fracasar cuando no están en la mente y en la capacidad de acción de los ciudadanos sino en el hombre o en el grupo demasiado visible que los lidera. Y no ignoro que el proyecto gaitanista fue borrado a sangre y fuego, que contra la propuesta de Gaitán de renunciar al enfrentamiento ilusorio de los partidos, aquí se predicó hasta el vértigo una doctrina del rencor y del sectarismo que convirtió a Colombia en un caldero de odio inexplicable.

Después, durante setenta años todas las contradicciones políticas que se nos han predicado han sido artificiales; lo más doloroso y siniestro de la violencia de los años cincuenta es que la contradicción entre liberales y conservadores era falsa, era una oposición puramente retórica y artificial: los dos partidos no diferían en términos filosóficos, ni en su doctrina, ni en su proyecto de país; los dirigentes tenían el mismo proyecto de manipulación y de saqueo, y no hay guerras más insanas, más crueles y más desalentadoras que aquellas que se libran por razones falsas, por causas engañosas, por una ignorancia, una ingenuidad y una docilidad que las castas malignas conducen y aprovechan. Hasta la más reciente polarización que le ha sido predicada a los colombianos, la contradicción actual entre uribismo y santismo, sigue siendo una oposición artificial, hecha para enfrentar a la comunidad, aunque los dos sectores participan del mismo modelo de sociedad, tienen los mismos intereses, ya han estado unidos y podrían volver a estarlo. Los mismos apellidos, los mismos apetitos, las mismas costumbres, identifican a esos sectores que otra vez pretenden ser irreconciliables, pero que después de denunciarse uno al otro como el mal absoluto, vuelven a unirse cuando ven peligrar sus intereses. Sería triste que no hayamos aprendido nada en estos setenta años, que otra vez nos ofrezcamos como comparsas dóciles de esas manipulaciones y de esos apetitos.

Colombia está cada vez más cansada de esa casta corrupta, y cada vez más desencantada de su estilo, y es posible que estemos asistiendo al nacimiento, o a la irrupción, de una contradicción más verdadera, menos manipuladora y menos arbitraria: la oposición entre el viejo modelo corrupto de maquinarias y de burócratas y el despertar de la indignación ciudadana. Pero es ese el momento en que más se requiere inteligencia, sensibilidad y conciencia de nuestras mayores dificultades, porque corremos el riesgo de que la indignación quede atrapada en las maneras de la vieja política, el riesgo de que simplemente aparezca un salvador, alguien que otra vez pretenda diseñar por su cuenta el país que todos necesitamos, y olvide que aquí no se trata de dirigir, ni de salvar, ni de imponer soluciones sino de escuchar a la comunidad, de liberar la iniciativa de la comunidad, de desatar las manos de un pueblo lleno de talentos pero postergado, subordinado y despojado de la posibilidad de tomar iniciativas, condenado siempre a esperar y a pedir permiso, cuando lo único que necesita es verse convertido en protagonista creador de otro modelo de sociedad.

Siempre he sido partidario de la solución negociada de los conflictos armados que padece Colombia. Pero la causa de esos conflictos no es, como predica nuestra dirigencia, la malignidad de unos hombres. Aquí hay demasiada gente excluida, demasiada injusticia, somos el cuarto país más desigual del mundo: esto no se puede ignorar cuando se analizan las causas de nuestra violencia, y menos aun cuando se diseñan las soluciones. Tenemos una inmensa población juvenil sin oportunidades, sin ingresos, sin educación, sin formación, abandonada en manos de la violencia, pues sólo la violencia les ofrece los ingresos que debería ofrecerles una nación capaz de respetar a sus jóvenes y de pensar en su futuro.

Por eso no creo que a Colombia cualquier proceso le sirva, y menos los procesos de paz diseñados por esta dirigencia: esa desmovilización de guerreros que se hace en nuestro país cada quince años, sin acompañarla de reformas profundas que corrijan las causas de la guerra, que abran la posibilidad de un tiempo nuevo. La corrección real de los desastres de la guerra no se logra con la mera desmovilización de unos ejércitos que a duras penas se reintegran a la sociedad; porque ésta, y es comprensible, no los recibe con generosidad. La única reinserción verosímil exigiría, además de cambios profundos, una comunidad dispuesta a acogerlos y a garantizar su seguridad; pero sin esos cambios que abran puertas para todos, la gente los recibe con recelo, y hasta siente que les están dando a los insurgentes oportunidades y prebendas que nunca les dieron a los ciudadanos pacíficos. (Del autor le puede interesar: Oración por la paz).

El proceso de negociación que vivió recientemente Colombia careció para mí de varias cosas fundamentales: de un proyecto de juventudes, en un país donde la juventud es la guerra; de un proyecto urbano en un país que aunque tiene un antiguo problema agrario, tiene al ochenta por ciento de la población en las ciudades, y en ellas también sus mayores conflictos; de un componente ambiental, con un proyecto gigante de reforestación, que si es urgente en el mundo entero lo es mucho más en nuestro territorio, porque estamos arrasando los páramos, devastando las cuencas de los grandes ríos, destruyendo la mayor fábrica de agua del continente.

Pero de todas las carencias de ese proceso, la más sensible fue la falta de participación ciudadana, que se hizo evidente en el hecho alarmante de que, a la hora del plebiscito, menos del 20 por ciento de los electores aprobó los acuerdos, y el 80 por ciento les dio la espalda. El gobierno tenía el deber de hacerle sentir a la comunidad los beneficios del proceso, el gobierno pudo haber hecho llegar a los territorios brigadas de médicos y de agrónomos, de ingenieros y de arquitectos, de deportistas y de artistas, pudo haberle demostrado a la comunidad que la paz traía para ella beneficios concretos; no me gusta decir esto pero yo mismo se lo expresé en una carta abierta al presidente de la república, porque si se iba a consultar a la comunidad sobre los acuerdos, era necesario incluir a la ciudadanía, hacerla partícipe del proyecto, no producir la sensación de que la paz, que sólo es verdadera si es de todos, era algo para expertos y diseñada lejos y en secreto.

Es más, en un país donde no se ha hecho nunca un esfuerzo coherente por formar lectores, se pretendió que toda la comunidad leyera y aprobara en dos semanas un documento de 300 páginas que sólo podían entender los expertos. Hasta el presidente Mujica dijo que el pueblo colombiano había mirado ese proceso como desde un balcón. La paz no sólo se hace para la gente, no sólo se hace con la gente, la paz hay que hacerla nacer en la gente: la paz no es para funcionarios y guerreros sino para la vida cotidiana de la comunidad.

Por eso he llamado a esta charla «La paz del pueblo ausente». Porque quiero insistir en que esa ausencia del pueblo en las grandes decisiones es la historia misma de nuestro país, y sigue siendo la principal limitación de nuestro orden social. Colombia es un país de regiones: desde antes de la llegada del mundo europeo, aquí ya se habían configurado regiones naturales y humanas distintas: el desierto de los Wayuu, la sierra nevada de los tayrona, las ciénagas de los zenúes, las selvas lluviosas de los embera catíos, las montañas de los pantágoras y de los ebéjicos, la sabana de los muiscas, el plan ardiente de los panches, las sierras de los nasa, las llanuras fluviales de los kamsá, el macizo de los andaquíes, la selva de los huitoto y de los desana, las praderas de los sikuani, la sierra nevada de los u’wa, los cañones de los chitareros, el valle de los muzos, y a eso se añadieron muchas cosas llegadas de Europa que aumentaron y enriquecieron esa diversidad.

En la primera Independencia si algo se hizo visible fue la tensión entre las distintas provincias y entre sus ciudades. En 1814 un caraqueño, Simón Bolívar, y un quiteño, Carlos Montúfar, iban de un lado a otro extenuados tratando de lograr que los granadinos se unieran entre sí. Bolívar les explicaba que ya venían las tropas de la reconquista, que el país iba a caer de nuevo en manos de los españoles, que era cuestión de meses, pero resultaba imposible hacer que Santafé se aliara con Tunja, que Popayán se aliara con Pamplona, que Antioquia se aliara con Cartagena, y mientras la escuadra realista iba llegando a las costas de América, aquí seguíamos desconfiando los unos de los otros, resistiéndonos a la alianza, hasta que Bolívar prefirió irse para Jamaica, a tratar de dibujar la Independencia por otro camino. Y Morillo cayó sobre el territorio y la república se ahogó en su propia sangre.

Es verdad que después la independencia triunfó, gracias sobre todo a Bolívar. Pero no hemos logrado encontrar todavía el secreto de la unión. Después de un siglo XIX desgarrado por las guerras civiles, después de un arduo período federal de un cuarto de siglo, construimos un modelo centralista conservador que duró medio siglo, a partir de los años cuarenta recomenzó la violencia, y todavía no hemos encontrado el modelo de país que requerimos. Para nadie es un secreto que el Estado no sólo no ha logrado imponerse en el territorio, sino que algunas de las tareas básicas de la institucionalidad democrática, como una economía incluyente con un mercado interno fuerte, como una agricultura moderna, como el catastro rural, como una adecuada industrialización, más bien han retrocedido, y el modelo de propiedad de la tierra, que ha debido democratizarse y modernizarse, más bien se ha concentrado en las últimas décadas, sin avanzar hacia un diseño responsable y productivo. Y al mismo tiempo estamos padeciendo un arrasamiento de la biodiversidad y de la riqueza natural inusitado y alarmante: Colombia vive hoy un desastre ecológico de grandes dimensiones, uno de cuyos protagonistas, el narcotráfico, es también un semillero de violencia y de degradación social, y el Estado que debería instaurar la ley y el orden está tomado por la corrupción.

La política no puede seguir siendo lo que fue durante más de un siglo, la comunidad tiene que aparecer, no sólo en el discurso sino en la dinámica de la política, en el tono de la participación, en los debates de la modernidad. Colombia tendría que estar hastiada de la pugnacidad, de que la política se identifique enseguida con el odio, la acusación, la crispación y el miedo. Los jóvenes deberían estar dando a los viejos el ejemplo de otra manera de discutir y sobre todo de otra manera de participar, de una mirada sutil en la lectura de nuestra realidad, y de la capacidad de convocar a una fiesta de la imaginación y de la originalidad en la manera de concebir y de vivir la política. Ya deberíamos estar hartos de consignas y de caudillos, ya deberíamos haber cambiado la procesión, con su visible mártir a cuestas, por el carnaval.

Ya García Márquez hizo una expedición fantástica por el territorio que nos reveló miles de cosas sutiles de nuestra manera de ser: esa capacidad sin duda grotesca de sacar guerras del sombrero, ese miedo al amor que nos paraliza, esas pestes del olvido, ese encierro incestuoso en nuestras fronteras, esos contrastes alucinatorios entre las montañas fúnebres y los valles orgiásticos, esos dibujos oraculares que forma la sangre corriendo por las calles, esas niñas con amuletos de dientes de tigre, esas aldeas selváticas donde hay músicos italianos, árabes en pantuflas, indios que hacen llover flores y gitanos que escriben en sánscrito.

Ya Álvaro Mutis supo encontrar la poesía de la tierra caliente, el milagro de los trenes bordeando los abismos, los hidroaviones metálicos posándose en ríos de caimanes. Ya Estanislao Zuleta supo hacer una lectura de nuestras culturas familiares mientras dialogaba con las grandes ideas de la modernidad. Ya Fernando González fue capaz de poner a pensar creadoramente a una lengua acostumbrada sólo a murmurar y a insultar. Ya Orlando Fals Borda nos enseñó a pensar con sensibilidad el territorio.

Ya José Celestino Mutis supo intuir que aquí las verdades políticas más hondas tienen que dictarlas las nervaduras de las hojas, el diagrama de las raíces y la lengua de las flores. Ya Humboldt nos mostró que sólo yendo de Ibagué a Buga era posible encontrar las claves de la vegetación, instaurar la montaña como objeto de conocimiento y fundar la geografía moderna. Aquí sólo la política está fosilizada: saben más de Colombia José Barros, Julio Erazo, Campo Miranda y Rafael Escalona que Miguel Antonio Caro, Lleras Restrepo, López Michelsen, los Santos, los Pastrana y los Gaviria. Hay que volver a reunir en la mesa del café a León de Greiff, Jorge Zalamea, Danilo Cruz Vélez, Omar Rayo, Eduardo Zalamea y Hernando Téllez , y hacer que escuchen La gota fría, El pájaro amarillo, Lamento náufrago y El testamento, hay que poner a Guillermo Valencia y a Nicolás Gómez Dávila a bailar la Pollera Colorá.

La política tiene que dejar de ser formalismo, manipulación de la gente y burocracia. Tiene que empezar a ser la voz de los ríos, de las selvas, de los bosques de niebla, de los arroyos y los manantiales, de los climas, de la vegetación, de la fauna silvestre, del mestizaje, del conocimiento indígena, del colorido africano. Y sobre todo tiene que empezar a ser la voz de la comunidad, su ingenio, su recursividad, su capacidad de afecto, y su alegría. Hay que explorar las rutas desconocidas y las rutas olvidadas del territorio; hay que superar la maldición del centralismo; el corazón de la patria no está en la casa de Nariño sino en el parque de Chiribiquete; hay que dejar de pensar que la riqueza de Colombia se limita al petróleo y las minas: la principal riqueza es la gente, su generosidad, su solidaridad, su capacidad de acompañarse, de hacer alegre la vida, de cuidar a las nuevas generaciones, de proteger el territorio, de hacer brotar por todas partes las riquezas paralelas.

Aquí nos enseñaron a hacer política sólo con urnas, hay que devolverle la vida a la política.

A propósito de las elecciones, el ensayista, novelista y poeta revisa la Colombia de hoy, donde la ciudadanía debería tener un papel más protagónico en beneficio de la democracia.

Fuente: http://www.elespectador.com/noticias/politica/la-paz-del-pueblo-ausente-por-william-ospina-articulo-743599