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¿La paz en Colombia?

Fuentes: Rebelión

Nos piden una opinión sobre el proceso de paz en Colombia. Resulta difícil desde tan lejos. Siempre recordamos aquella lúcida advertencia del viejo historiador argentino Rodolfo Puiggrós, quien se reía de la petulancia porteña afirmando que como los revolucionarios argentinos no hemos podido tomar el poder ni hacer nuestra propia revolución socialista andamos por el […]


Nos piden una opinión sobre el proceso de paz en Colombia. Resulta difícil desde tan lejos. Siempre recordamos aquella lúcida advertencia del viejo historiador argentino Rodolfo Puiggrós, quien se reía de la petulancia porteña afirmando que como los revolucionarios argentinos no hemos podido tomar el poder ni hacer nuestra propia revolución socialista andamos por el mundo inspeccionando revoluciones ajenas. Hecha esta salvedad, creemos que como integrantes de la Patria Grande latinoamericana, aunque no seamos colombianos, podemos al menos opinar o dar nuestro punto de vista.

En Colombia hay guerra social. Este es el punto de partida. Una guerra de larga data, no sólo coyuntural sino estructural. 

– No hay un grupito de delincuentes que alguna vez fueron rebeldes idealistas y hoy están sedientos de sangre y enloquecidos por la cocaína, como han querido pintar a la insurgencia desde el poder.

– Tampoco existe un elenco de políticos prolijos y honestos y empresarios emprendedores que tienen dificultades para desarrollar un capitalismo serio porque los terroristas no quieren vivir en paz y armonía, como han querido dibujar los grandes monopolios de comunicación a la clase dominante colombiana, tanto en el plano político como en la esfera económica.

– De igual modo, los militares oficiales de Colombia (al menos sus cuadros dirigentes y altos oficiales) no son gente patriota, apegados a la ley, defensores del mundo libre, la libertad del pensamiento y las tradiciones altruistas y pluralistas de occidente.

– Finalmente, los asesores norteamericanos e israelíes, el personal yanqui en las bases militares, los aviadores que bombardean población civil, los espías que hablan inglés (o hebreo) y los señores del Pentágono que diseñan los planes de guerra contrainsurgente no son gente buena, dulce y pacífica, excelentes padres de familia, como aparecen en las películas de Hollywood de un sábado a la tarde.

No. Las cosas por su nombre. Al pan, pan; al vino, vino.

En Colombia hay guerra social. Comenzó en 1948 con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán por parte de la clase dominante local y con intervención de la inteligencia yanqui, aunque las matanzas y genocidios contra el pueblo son muy anteriores (basta recordar la masacre de las bananeras en 1928 a manos de la empresa tristemente célebre United Fruit). Esa guerra enfrenta desde hace más de 60 años al campo popular en sus diferentes expresiones (civiles y político-militares) contra la clase dominante nativa y extranjera. Las Fuerzas Armadas oficiales, las más belicosas y sangrientas de Nuestra América, están dirigidas directamente por el Pentágono y el Comando Sur de las Fuerzas Armadas norteamericanas. Sus jefes hablan inglés, no español. En ese conflicto social de más de seis décadas, ha habido una cantidad enorme de desaparecidos (muchísimo mayor que en las dictaduras militares genocidas del cono sur), de torturados, de mutilados con la motosierra. No los asesinó la insurgencia sino los militares y paramilitares al servicio del empresariado (como sus propios jefes han declarado públicamente cuando la desagradecida clase dominante colombiana pretendió desembarazarse de sus sicarios y matones). No hay equidistancia posible entre opresores y oprimidos, entre bases militares yanquis e insurgencia, entre el terrorismo de estado y la respuesta popular de la rebeldía insurgente.

La «seguridad democrática» no es más que la vieja y podrida doctrina (norteamericana) de la Seguridad Nacional, reciclada ahora con parlamento y títeres civiles.

Eso existe en Colombia. Puede parecer obvio, pero no lo es. Insistimos: las cosas por su nombre.

En ese contexto histórico y en una correlación de fuerzas internacionales donde el gobierno colombiano se encuentra aislado dentro de Unasur y en toda América Latina aparecen estos diálogos de paz. ¿Son los primeros? No. Hubo muchos antes. ¿Cómo terminaron todos? Con el bombardeo sistemático por parte del terrorismo de estado. Porque el mantenimiento de la guerra permite a la burguesía lumpen que gobierna Colombia mantener y reproducir sus negocios lúmpenes. La guerra es un buen negocio para los millonarios. En la guerra mueren los indígenas, los morenos, la gente pobre de piel oscura, los hijos del pueblo. Los ricos hacen dinero en nombre de «la libertad» y de la «seguridad».

El complejo militar-industrial de Estados Unidos (y sus serviles peones colombianos) necesita recrear la guerra periódicamente. El capitalismo parasitario de nuestra época ha transformado las actividades anteriormente marginales y nocturnas en su quehacer central y en su modus vivendi a plena luz del día. Guerra, drogas y prostitución constituyen fuentes estructurales y centrales de acumulación capitalista en el mundo contemporáneo. Por eso no van a desaparecer con un tímido e inoperante afiche de la UNESCO o una propaganda televisiva de la UNICEF.

¿Tendrá futuro la paz en Colombia a partir de estos diálogos? Por parte del gobierno y el estado colombiano… definitivamente NO. Sería tonto y hasta perverso depositar esperanzas en gente que tiene no sólo las manos manchadas de sangre sino también sus abultadas cuentas bancarias, sus fincas, sus firmas y empresas. La insurgencia sólo podrá imponer la paz (sí, porque la paz con justicia social nunca llegará alegremente y solita, se la debe imponer, como antaño hicieron los vietnamitas o los argelinos) si el conjunto del campo popular se moviliza, descoloca y hace tambalear las estructuras de dominación político-mediáticas del estado terrorista colombiano.

Imponer la paz a la burguesía colombiana, obligarla a aceptar que a largo plazo es inviable el mantenimiento de la guerra es una tarea dura, un desafío casi imposible, dificilísimo. Pero la insurgencia colombiana tiene un apoyo popular indudable. El solo hecho de haber obligado al gobierno a aceptar las mesas de diálogo -con lo cual el estado reconoce que la insurgencia no constituye «un grupo de facinerosos, bandoleros y narcotraficantes sin ideología», sino una fuerza beligerante, político-militar- ya es un avance notable.

Las dos violencias (estatal e insurgente) no son equiparables, no son homologables. En la medida en que los movimientos sociales logren eludir y superar esas falsas dicotomías que responden a la cooptación de las tramposas y envenenadas ONGs (que reciben cuantiosas sumas de euros y dólares a condición de que condenen por igual «ambas violencias, vengan de donde vengan«, igualando falsamente al terrorismo del estado con la rebeldía popular organizada) podrán sumarse al proceso de paz.

El futuro de este proceso de paz no se resolverá en la televisión, ya de por sí a favor del régimen terrorista como columna vertebral de la guerra psicológica contrainsurgente. La posibilidad de imponer el fin de la guerra y la conquista de la paz dependerá de la capacidad de los movimientos sociales para desafiar la «seguridad democrática», para enfrentar la represión estatal (disfrazada de «democracia») y las manipulaciones del gobierno de Santos. El futuro de una nueva Colombia plenamente integrada a América Latina y ya sin burguesía dominante vendrá, no hay duda, de la unidad de la insurgencia y los movimientos sociales.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.