La crisis humanitaria de la región ha provocado el desplazamiento de más de 15.000 personas en lo que va de año. La población sufre las consecuencias del conflicto armado entre grupos paramilitares y guerrillas en activo en un territorio fronterizo con Venezuela abandonado y rico en recursos naturales. Carbón, petróleo, biodiversidad, agua, frontera venezolana, dos […]
La crisis humanitaria de la región ha provocado el desplazamiento de más de 15.000 personas en lo que va de año. La población sufre las consecuencias del conflicto armado entre grupos paramilitares y guerrillas en activo en un territorio fronterizo con Venezuela abandonado y rico en recursos naturales.
Carbón, petróleo, biodiversidad, agua, frontera venezolana, dos resguardos indígenas, tres movimientos campesinos, dos guerrillas en activo, grupos paramilitares y el segundo municipio con más hectáreas cultivadas de hoja de coca del país. Así es Catatumbo, una región de once municipios perteneciente al departamento de Norte de Santander.
«Siempre ha sido una región muy conflictiva. De los 27 factores de riesgo que determina la ONU para Colombia, Catatumbo los tiene todos», destaca Holmer Pérez, directivo de la Asociación Campesina del Catatumbo (ASCAMCAT). Desde que se firmó el acuerdo de paz a finales de 2016 con las las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP), más de 300 defensoras y defensores de derechos humanos han sido asesinados en todo el país.
«Nuestra apuesta por la paz nos ha costado este año tres dirigentes muertos y decenas de amenazas», confirma Pérez. «El Gobierno sigue anunciando más militarización para el Catatumbo y la solución debería ser una apuesta por el diálogo», continúa. A finales de julio, en El Tarra, el municipio más militarizado de la región, unos hombres encapuchados asesinaron en un bar a diez civiles.
Control del territorio
Durante más de 50 años han convivido en Catatumbo tres guerrillas: FARC-EP; Ejército de Liberación Nacional (ELN), guerrilla operativa desde 1964 en varios departamentos del país; y Ejército Popular de Liberación (EPL), grupo desmovilizado en 1991 con una disidencia operativa en Norte de Santander, denominada por el Gobierno como la banda criminal Los Pelusos.
Tras la marcha de FARC-EP, ELN y EPL han querido copar los territorios abandonados, incurriendo en un conflicto armado abierto entre los dos grupos, con bombardeos constantes a plena luz del día y toques de queda a la población, lo que ha obligado a cerrar establecimientos y prohibir el tránsito por las carreteras y centros poblados.
«Estamos viviendo una crisis humanitaria que ha generado el desplazamiento de más de 15.000 campesinos a diferentes cascos urbanos y a 32 refugios humanitarios», constata Jhonny Abril, coordinador general de ASCAMCAT. «Hoy el campesinado se prepara para una resistencia en el territorio. Se ha reclamado y exigido al Gobierno que haga una reforma agraria e integral en el país y que cumpla el acuerdo de paz», prosigue.
Ante esta crisis humanitaria, la comunidad catatumbera, con la unión de todos los movimientos campesinos y sociales, organizó en abril, en mitad de la restricción, una caravana humanitaria de más de cinco mil personas en el municipio de El Tarra, para asistir a un acto de denuncia y rechazo al conflicto. Al evento asistió Alberto Castilla, senador del partido Polo Democrático y líder campesino del Comité de Integración Social del Catatumbo (CISCA), que declaró que la región ya tiene demasiados problemas como para estar viviendo una guerra innecesaria entre ELN y EPL.
«A esta confrontación la hemos denominado la guerra de la familia catatumbera. Personas de la misma sangre luchando entre ellas», matiza Pérez tras escuchar el testimonio de una madre de tres hijos. La mujer acababa de enterrar a uno de ellos, perteneciente al ELN y asesinado en los combates; otro de ellos conforma las filas del EPL y el tercero es excombatiente de las FARC-EP.
Movimiento social campesino
Pero la lucha por el control del territorio no solo la mantienen las dos guerrillas, sino también grupos paramilitares. Aunque se desmovilizaron oficialmente en 2006, mediante la Ley de Justicia y Paz, todavía quedan reductos de estos grupos a los que el Estado denomina bandas criminales o Bacrim, que se disputan el control de las rutas del narcotráfico y los cultivos de hoja de coca.
Según el informe Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos 2017 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la droga y el delito (UNODC), en 2017 aumentó la cantidad de hoja de coca cultivada en el país, un 17% respecto al año anterior. Norte de Santander es el tercer departamento con más áreas cultivadas y entre los diez municipios colombianos destacan tres de la región del Catatumbo: Tibú el segundo, El Tarra el séptimo y Sardinata el noveno.
Este incremento y la presión del Gobierno de Estados Unidos han incitado a las declaraciones del Ejecutivo de Iván Duque sobre la posibilidad de volver a la erradicación vía aérea con glifosato, suspendida en octubre de 2005. «Hay mucha incertidumbre por la reactivación de las fumigaciones aéreas con glifosato, por el daño que causa a otros cultivos y a todo ser vivo que ande cerca de ellos», destaca Pérez. Además, afirma que el herbicida contaminaría el Río Catatumbo que desemboca directamente en el Lago Maracaibo de Venezuela, hecho que podría desembocar en una crisis entre países.
Los campesinos y campesinas de Catatumbo, así como de todo el país, se ven obligados a cultivar hoja de coca, debido a que las infraestructuras y las condiciones de la zona rural colombiana no les permiten sobrevivir con otro tipo de cultivos. «La solución no es erradicar de manera forzada y con veneno, sino respetar y cumplir el punto cuarto de los acuerdos de paz y el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS)», defiende Pérez. En este plan no solo se visualiza una sustitución con garantías, sino la mejora de infraestructuras para poder sacar el producto y vivir de ello. Casi dos años después de la firma del acuerdo y con muchas hectáreas de hoja de coca ya arrancadas por el campesinado, el Estado no ha cumplido y el proceso está estancado.
En todo el país se está amenazando y asesinando a representantes de la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Hoja de Coca, Amapola y Marihuana (COCCAM) que promueve en las regiones la sustitución voluntaria y el cumplimiento del PNIS. Pero la disputa no solo recae en el narcotráfico, sino también en los recursos naturales, como el control del oleoducto Caño Limón Coveñas, que viaja desde el departamento de Arauca hasta Sucre, pasando por la zona de Catatumbo. También hay conflicto en cuanto al monocultivo de palma y la extracción del carbón por multinacionales. «Quieren construir la mina más grande de Latinoamérica a cielo abierto, superando la de El Cerrejón, en La Guajira. Lo que sería un desastre natural», matiza Pérez.
La lucha por la defensa de los derechos campesinos del Catatumbo la encabezan tres organizaciones sociales: Movimiento por la Constituyente Popular (MCP), CISCA y ASCAMCAT, esta última, la que más influencia tiene en la región. Fundada en 2005 ante una operación militar del Ejército con capturas y persecuciones al campesinado, han creado figuras de protección y defensa del territorio, como los refugios humanitarios, con el objetivo de que el campesinado no se desplace hacia fuera de la región, y la Guardia Campesina, autoridad que evita las violaciones de los Derechos Humanos por el abuso del papel estatal y sus agentes, de forma dialogada, humanitaria y pacífica. También promueven la creación de Zonas de Reserva Campesina (ZRC), figura de ordenamiento territorial para formalizar el tema de la tenencia del territorio.
Incursión paramilitar
La situación recuerda a la de hace dos décadas, con la arremetida paramilitar de 1999, que se dio en todo el país y que afectó duramente a Catatumbo. Las acciones y masacres de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en contra de la población civil, a la que acusaban de colaboración con la guerrilla, derivaron en un desplazamiento interno en la región hacia la frontera venezolana, incluso traspasándola. «Los paramilitares no venían a combatir la coca y las guerrillas, sino a despojar a las comunidades del territorio para explotar los recursos naturales», aclara Pérez.
Sus habitantes todavía recuerdan la masacre de La Gabarra, que causó la muerte de 50 personas, 200 desaparecidas y más de 50 familias desplazadas. A raíz de estas acciones, campesinos y campesinas tuvieron que huir hacia territorios delimitados por los resguardos indígenas Barí, habitantes ancestrales de la zona y a quienes pertenece la autoría del nombre de la región. En legua Barí, Catatumbo significa Casa del Trueno por ser la zona de mayor concentración de rayos en el mundo. Este pueblo indígena sufrió desde los primeros años del siglo XX el exterminio del 70% de su población y la pérdida de gran parte de su territorio, como consecuencia de las actividades de las empresas petroleras. A partir de la Constitución de 1991, el Estado delimitó dos resguardos indígenas de 122.200 hectáreas.
«La persecución no solo iba dirigida a la población civil que habitaba la región, sino también a las que trabajábamos a favor de los derechos campesinos», afirma María Carvajal, lideresa campesina de ASCAMCAT de la región fronteriza. «Las nulas acciones del Gobierno han desencadenado un conflicto territorial entre el campesinado y pueblo Barí que, a día de hoy, todavía sigue abierto». Mientras, a nivel mediático el enfoque recae en la crisis humanitaria de Venezuela y en la posible intervención militar, invisibilizando las causas reales del conflicto, las dinámicas de la región y olvidando a todas aquellas personas que siguen viviendo en un conflicto que no desparece a pesar de la firma de un acuerdo de paz.
Fuente original: https://prensarural.org/spip/spip.php?article23657