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La paz posible

Fuentes: Cuarto Poder

Colombia ofrece sin duda el ejemplo más retorcido y más exitoso -allí donde el éxito de las clases dominantes es indisociable de un dolor inmenso- de lo que en alguna ocasión he llamado la «pedagogía del millón de muertos». Mientras que en el resto de América Latina las dictaduras militares de la segunda mitad del […]

Colombia ofrece sin duda el ejemplo más retorcido y más exitoso -allí donde el éxito de las clases dominantes es indisociable de un dolor inmenso- de lo que en alguna ocasión he llamado la «pedagogía del millón de muertos». Mientras que en el resto de América Latina las dictaduras militares de la segunda mitad del siglo pasado adiestraban a los ciudadanos para una futura democracia despuntada, en Colombia la democracia y la dictadura, cogidas del brazo, emprendían juntas un largo camino de fecunda convivencia asesina. La pedagogía del terror se aplicaba y se aplica al mismo tiempo y en el mismo sitio -en el aula de al lado, por decirlo así- que los más altos principios del derecho y la democracia. Había y sigue habiendo una especie de aprendizaje automático del buen uso de las leyes: la Constitución no impide a los colombianos defender en libertad sus ideas y sus tierras; los que las defienden -sencillamente- mueren o desaparecen. El caso muy conocido de la Unión Patriótica en los años 80 y 90 -con más de 5.000 dirigentes y militantes asesinados- es la mejor ilustración de ese «realismo mágico» que fascina a los visitantes: un país anfibio, como un tritón, en el que la democracia amamanta fusiles y cuchillos, en el que el mismo Estado que los «protege» amenaza a los defensores de los derechos humanos y en el que, en definitiva, es mucho más peligroso hacer política que luchar en la guerrilla.

Las cifras de muertos, desaparecidos, presos y desplazados en Colombia en el último medio siglo, inseparables de la penetración de las multinacionales, la intervención de los EEUU y el enriquecimiento de la burguesía, induce a un severo realismo. Pero si hay algo mágico -y realmente lo hay- tiene que ver con la tozuda resistencia de una parte del pueblo colombiano a extraer las correspondientes lecciones «democratizadoras» que imparte la Señora Muerte. No se deja educar. De la misma manera que Venezuela se sacudió el miedo en 1999 y demostró que se podía votar a quien no se debe, una acumulación dignísima de resistencias sociales y campesinas mantiene viva en Colombia desde hace sesenta años, en la frontera misma del terror, la mitad terrestre y humana del país tritón. Este ejercicio de libertad colectiva contra todas las enseñanzas alimenta también el cándido aire absurdo, la atmósfera hechizada, la irrealidad promisoria que uno percibe en Colombia: en ningún otro país está más presente la miseria y la violencia; pero en ningún otro país hay más zonas coloreadas -y corporeadas- por el sueño de la liberación.

Una de estas zonas es, sin duda, la Universidad Nacional de Bogotá, donde el pasado fin de semana se celebró el Congreso Nacional por la Paz, convocado por el Congreso de los Pueblos y apoyado por organizaciones sociales, campesinas e indígenas, partidos de izquierdas y personalidades intelectuales y políticas, con el propósito de «promover un diálogo democrático entre las comunidades, las organizaciones políticas y sociales, las insurgencias, el Estado, los poderes económicos, las iglesias, la comunidad internacional y los pueblos del mundo interesados en el tema». Las negociaciones que se vienen celebrando en La Habana entre el gobierno y las FARC y la marcha multitudinaria del pasado 9 de abril abren una posibilidad real de pacificación que, para materializarse, debe ser sostenida, ampliada, fundamentada, exigida desde las plazas. Las más de 20.000 personas reunidas en el encuentro de Bogotá procedían de todos los rincones del país y querían recordar al gobierno y a la insurgencia que la paz no se puede hacer sin esa tercera fuerza, la principal, que no está representada todavía, o no del todo, en las mesas de diálogo: el propio pueblo colombiano, ineducable y resistente, consciente de que la paz no es «el silenciamiento de los fusiles» sino el establecimiento de un nuevo orden democrático de participación política y justicia social: «mandato, mandato, mandato popular», era la consigna coreada durante la instalación del Congreso entre los acordes de la Internacional y los del himno nacional. Tanto los debates como la declaración final insistieron en la necesidad de apoyar las negociaciones entre el Estado y las FARC, así como en ampliarla al ELN (organización que hizo llegar un pronunciamiento ratificando la voluntad de diálogo al tiempo que algunos despachos de prensa anunciaban la instalación en mayo de una mesa de conversaciones para la que se habrían ya nombrado las delegaciones); pero los participantes insistieron sobre todo en la necesidad de resolver las causas sociales del conflicto para garantizar «los derechos humanos, económicos, laborales y ambientales» de los individuos y de las comunidades.

No es la primera vez que Colombia asiste esperanzada a unas negociaciones de paz. Pero la sociedad civil «de abajo» -como repite François Houtart para distinguirla de la de «arriba», bien representada en La Habana a través de la clase empresarial- conoce ahora por experiencia todos los peligros que pueden hacer fracasar las conversaciones o dejar sin efecto un eventual acuerdo. Es el propio François Houtart el que nos recuerda uno de esos peligros: la burguesía colombiana, «la más inteligente y la más cínica y dura del continente», guiada por el presidente Santos, es consciente de la necesidad de crear un nuevo consenso social en torno a la paz, anhelo popular que puede ser «recuperado» en favor de los intereses de esas mismas clases dominantes que hasta ahora apostaban por la guerra.

Otro peligro -quizás más inmediato- es el de ese sector de la burguesía, encabezado por el expresidente Uribe, que se opone a las negociaciones y que está dispuesto a cualquier cosa con tal de hacerlas fracasar. La fuerza del uribismo en el ejército y entre el paramilitarismo aún activo, junto a su total falta de escrúpulos, no permite descartar un sabotaje violento con los mismos procedimientos «pedagógicos» usados durante décadas: acciones armadas o asesinatos políticos selectivos.

Estos dos peligros sólo pueden ser conjurados por el «mandato popular» y el acompañamiento internacional. Esta evidencia es la que llevó a la movilización del 9 de abril y a la convocatoria, largamente preparada en las comunidades y organizaciones, de este Congreso Nacional por la Paz. Sólo la presión permanente de la «sociedad civil de abajo» puede garantizar el éxito de las conversaciones, la aplicación de los acuerdos y la gestación de un proceso a largo plazo que enraíce la paz en la autodeterminación democrática de los pueblos y la gestión soberana de los territorios y los recursos. Pero esta presión popular se ve amenazada asimismo por otro peligro, no menos grave, aunque esta vez de carácter interno: la división de la izquierda colombiana, minada por fricciones de estrategia y de liderazgo. Por eso, el «mandato popular» coreado por los movimientos sociales y comunidades campesinas presentes en la Universidad de Bogotá iba dirigido no sólo al gobierno y a las insurgencias sino a todo el arco político de la izquierda nacional, al que se reclama, hoy más que nunca, responsabilidad, generosidad y unidad. Sin esa unidad, Colombia estará condenada una vez más a repetir, con el gran poeta cartagenero Jorge Artel, su canto de melancolía:

«Te amamos, paz
en la presunta llama
que sólo enciende el beso,
en la mañana pura
que aflora tras los ojos de los niños:
en ese silencio azul
donde las olas lavan sus estrellas.
Te amamos, paz,
y tú no llegas»


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