Si siempre ha habido un consenso en la oligarquía colombiana para la guerra y la violencia, ¿por qué ahora se nota un cierto consenso para la paz? A pesar de cierto consenso para la paz, ¿por qué – no obstante -, la oligarquía colombiana se encuentra dividida? Abriendo la caja de pandora de la historia, […]
Si siempre ha habido un consenso en la oligarquía colombiana para la guerra y la violencia, ¿por qué ahora se nota un cierto consenso para la paz? A pesar de cierto consenso para la paz, ¿por qué – no obstante -, la oligarquía colombiana se encuentra dividida? Abriendo la caja de pandora de la historia, trataremos de responder a estas preguntas, en aras de brindar alguna luz frente a la actual encrucijada de la paz.
Los conciliábulos de la barbarie
Los paramilitares y las » Aguilas negras » de hoy, son la «Chulavita» y los «pájaros» de ayer, esas huestes de matones a sueldo, creadas e incentivadas por el bipartidismo y la oligarquía colombiana, a mediados del siglo pasado, durante los gobiernos conservadores de Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez Castro : «a esos sicarios – dice un testimonio de aquella época -, los enviaban a las veredas y municipios liberales y, al grito de «Viva el Partido Conservador», sacrificaban liberales indefensos. Luego, los mismos sujetos, viajaban a las veredas y municipios conservadores para, al grito de «Viva el Partido Liberal», arremeter contra la vida y los bienes de inocentes ciudadanos conservadores» [2]. Aunque la estrategia ha sido siempre la de eliminar las alternativas políticas opuestas al bipartidismo tradicional, a la violencia se le dio desde entonces, una connotación bipartidista. » No es que el pueblo tenga dos partidos, advertía Jorge Eliécer Gaitán , sino que está partido en dos».
El asesinato de Gaitán el 9 de abril de 1948, no solo constituyó el detonante de la generalización de la violencia bipartidista contra los movimientos políticos y sociales de oposición al sistema, sino el orígen de la insurgencia guerrillera contra el régimen conservador de Mariano Ospina Pérez.
El golpe de estado del general Gustavo Rojas Pinilla el 13 de junio de 1953, contra su sucesor en el poder, el gobierno conservador de Laureano Gómez , abriría las puertas de la aparente reconciliación del país. Primero fue Guadalupe Salcedo, quien en septiembre de 1953, como comandante de las guerrillas liberales de los llanos, firmó la paz con el gobierno militar. A cambio lo amnistiaron y después, en confusos hechos, fue acribillado en una calle fría del sur de Bogotá. Los hechos confusos se repitieron, cobrando la vida de otros jefes guerrilleros del Magdalena, del Tolima, del Huila, de los Santanderes y de los llanos orientales.
Traicionada por el gobierno y por la dirigencia liberal, buena parte de la insurgencia se dedicó al bandolerismo y el resto abrazó las ideas del comunismo.
El plebiscito de 1957, convocado para darle una salida decente a la dictadura y legitimar el Frente nacional, tenía también como objeto garantizar la impunidad de las élites bipartidistas comprometidas con el asesinato de Gaitán y con los trecientos mil muertos, que se dice, provocó la violencia. El otorgamiento del derecho al voto a las mujeres y la promesa de la paz entre los partidos, sirvíó de pretexto para la instauración de un régimen de represión social y democracia restringida. Se trataba de un acuerdo excluyente, para que los partidos liberal y conservador se alternaran en el poder cada cuatro años, y se repartieran los cargos públicos en partes iguales. De esta manera, se cerró la puerta a otras alternativas políticas y se sentaron las premisas que seguirían alimentando la confrontación.
El auge de las guerrillas en el contexto de la guerra fria y de la revolución cubana de 1959, en vez de forzar una apertura democrática del régimen, lo empuja a la guerra contrainsurgente con la ingerencia de los Estados Unidos. El bombardeo a los colonos de Marquetalia, ordenada por el presidente Guillermo León Valencia, en el contexto del plan » Laso » (latin american security operation), y bajo el pretexto de erradicar las » repúblicas independientes » del sur del Tolima, daría origen a la creación en 1964, de las Fuerzas armadas revolucionarias de Colombia, FARC. Más tarde verían la luz, el Ejército de liberación nacional – ELN, y el Ejército popular de liberación – EPL, entre otras organizaciones insurgentes.
Pedro Antonio Marin, más conocido como » tirofijo «, y bajo el nombre de Manuel Marulanda Vélez, reputado sindicalista asesinado en el Quindío, no tenía dudas, estaba convencido que frente a la guerra bipartidista desatada contra el movimiento campesino, la única alternativa que había de solución a los problemas de la sociedad y del campo, era la toma del poder para el pueblo por la vía de las armas.
Después del plan » Laso «, las estrategias goepolíticas del pentágono norteamericano y el anhelo del gobierno colombiano de erradicar la insurgencia y la oposición al sistema bipartidista, no darían marcha atrás. Inicialmente fué la » doctrina de la seguridad nacional «, depués el » plan condor «, luego el » plan Colombia «, y finalmente, el » plan patriota «. Desde entonces el país no ha salido del laberinto oscuro de la guerra contrainsurgente.
Agotado en sus términos legales y económicos, debido al declive de la economía del café, el Frente nacional se perpetúa a través de alianzas non sanctas con los sectores emergentes y no, de la economía nacional; particularmente con el narcotráfico, con el contrabando, la ganadería, el banano, la minería legal e ilegal, sobre todo del oro, del carbón y las esmeraldas. Más recientemente, con los biocombustibles y el cultivo de la palma africana.
Mientras la insurgencia imponía un impuesto a los cultivos ilícitos en sus zonas de influencia, las élites políticas establecían alianzas con las mafias del narcotráfico. El maridaje de la economía licita con la economía ilícita, sienta las bases de una nueva alianza de sectores amplios del bipartidismo colombiano y del Estado con la delincuencia organizada. De esta manera, se establecen las premisas del paramilitarismo. La táctica fascista de quitarle el agua al pez, inspiró esta nueva ola de caza de brujas y de barbarie. La sed de tierras de narcotraficantes, empresarios y latifundistas, vinculados a las economías emergentes, incentivó todo este holocausto. Pueblos enteros, caseríos, y miles de personas del campo y la ciudad, acusados de colaborar con la guerrilla, cayeron inermes, masacrados o desaparecidos en el baile rojo de la ofensiva paramilitar. La protesta social se criminalizó y la guerra renovó las dimensiones del horror.
Élites y mafias en conciliábulo con los cuerpos de seguridad del estado, deciden exterminar las fuerzas legales e ilegales de oposición al establecimiento. Los intentos de paz y reconciliación son ahogados en sangre : el genocidio del partido Unión Patriótica, los magnicidios de sus candidatos presidenciales, Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa, asi como de José Antequera, Manuel Cepeda y del lider y candidato presidencial del M-19, Carlos Pizarro, resultan emblemáticos. Quienes desde el bipartidismo no comparten la alianza macabra, son igualmente asesinados : Rodrigo Lara Bonilla, ministro de justicia, Guillermo Cano Isaza, periodista, Luis Carlos Galán Sarmiento, disidente liberal, Alvaro Gómez Hurtado, ideólogo conservador, etc. Mientras en las huestes de la izquierda marxista, se afianzaba la táctica de combinar todas las formas de lucha para la toma del poder, los movimientos de la oposición legal al sistema, el movimiento indígena, agrario, sindical y estudiantil, se vuelven carne de cañón del conflicto armado colombiano. De esta manera, la lucha armada se vuelve un obstáculo para las transformaciones democráticas que demandaba el país.
En síntesis, la extrema derecha en su lógica de acumulación de riqueza a través de la acumulación de poder, la expropiación de tierras y la corrupción, y las guerrillas, en la pretensión del poder a través de la lucha armada, meten a Colombia en una encrucijada histórica. La degradación de la guerra se vuelve incontrolable. El conflicto armado, en un contexto de pobreza extrema y gran desigualdad social, se hace insostenible.
Las matemáticas no mienten : 267.152 asesinatos, 87.000 desaparecidos, 7.3 millones de desplazados, miles de mutilados o de secuestrados por los diferentes actores del conflicto : el estado, la insurgencia armada y los grupos narco-paramilitares. Colombia pasó a ostentar el deshonroso segundo puesto en desplazamiento forzado del mundo, después de Siria.
La correlación existente entre la intensificación de la violencia y la acumulación de la riqueza, también se volvió escandalosa. Según el Banco mundial, Colombia es «el cuarto país más desigual del mundo, después de Suráfrica, Haití y Honduras» [3]: «El 20% del ingreso de Colombia está en manos del 1% de la población «[4], y «el 42,7% de la tierra productiva del pais, está en manos del uno por ciento de los propietarios rurales [5]. La guerra, está claro, es un gran negocio. No hay que ser mago para intuir entonces de donde proviene el rechazo a la paz del reciente plebiscito.
La ruptura del consenso y la alternativa de la paz:
En el contexto de la globalización neoliberal, la paz se convierte en un requisito sine qua non para el interés de las transnacionales, de sus testaferros nacionales y del «imperio del mercado libre». Un estado cooptado por el narcotráfico y la corrupción, en medio de una crisis estructural e internacional del trabajo, agravada por la caída de los precios del petróleo y el recorte de la ayuda militar norteamericana, no queda en condiciones de resolver los problemas estructurales de la sociedad y al mismo tiempo sostener una guerra irregular de más de medio siglo.
La constatación de que el conflicto armado indefinido no conlleva a la proclamación de vencedores ni vencidos, sino a una crisis humanitaria estructural y generalizada, plantea la salida negociada del conflicto armado en Colombia. La guerra, como vía para la transformación política del país, es puesta también en cuestión, tanto por las élites que dirigen el establecimiento, como por las fuerzas opositoras a él.
En este contexto, en aras de relegitimar el Estado, la paz impone la ruptura del consenso de las élites frente a la guerra; es decir, la paz implica la ruptura de la alianza antisubversiva del estado y del bipartidismo tradicional con las mafias del narcotráfico y de la corrrupción. Esa Alianza fue la que hizo posible el proyecto narco-paramilitar en el país. Sin dicha alianza, seguramente la asunción de Alvaro Uríbe Vélez al poder, no habría sido posible. Es por eso que la extrema derecha se siente traicionada. El rechazo a la paz, siembra también ahí, sus raíces.
Muchos sectores sociales y políticos, que hicieron de la guerra y de la fe, el secreto de su redención económica, ven en la paz una amenaza a los privilegios conquistados y a la impunidad frente a los crimenes cometidos. Es por eso que la reforma agraria integral, que propone, entre otras, otorgar la tierra a los campesinos sin tierra y restituir las tierras despojadas por los paramilitares; la justicia transicional que plantea la verdad, la justicia y la reparación a las víctimas de todos los actores del conflicto, y el capítulo de participación política de la insurgencia, constituyen el florero de Llorente de los opositores a los acuerdos de paz de la Habana.
El triunfo del NO en el plebiscito, con un 0.5% de diferencia con respecto al SI, y un 64% de abstención, dejó ciertamente en el limbo a los acuerdos de paz logrados en la Habana.
Es en el marco de este drama, de esperanza y de manipulación del pueblo humilde, que «Cien años de soledad» emerge como condena, como espejo, y al mismo tiempo como revelación, de nuestra amarga realidad : «Los habitantes de Macondo, escribía García Márquez, como evocando los sentimientos encontrados del plebiscito del 2 de octubre, estaban en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber, a ciencia cierta, dónde estaban los límites de la realidad» [6]. De esta forma Gabo, recabando en las memorias de su infancia, no hacía otra cosa que rememorar el mito de la caverna de Platón; esa metáfora infernal de hombres atados a la esclavitud y la penumbra, donde la realidad se confundía con la fantasía, y la paz con la superstición, donde seres a los que se les anunciaba la posibilidad de la verdad, la libertad y la esperanza, la rechazaban por el temor de confrontar la luz, y de verse para siempre despojados, del único patrimonio que ostentaban en la oscuridad de la caverna: sus cadenas!
Notas
León Arled Flórez, Historiador, master y estudiante de doctorado en ciencias sociales aplicadas de la Univerdsidad de Québec en Outaouais.
[2] http://www.elespectador.com/no
[3] http://www.elespectador.com/op
[4] http://www.elespectador.com/no
[5] http://www.eltiempo.com/op
[6] http://www.semana.com/nacion/a
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