Después de la «defunción» del conflicto que inventó el uribismo (2002 – 2010), decretada en medio del llamado Plan Colombia, y que arrojó la descomunal cifra de 5.130.816 víctimas; el conflicto armado «resucitó» con el aval de Santos. Este segundo episodio debía ser representado como condición para lo que terminó siendo el armisticio con las […]
Después de la «defunción» del conflicto que inventó el uribismo (2002 – 2010), decretada en medio del llamado Plan Colombia, y que arrojó la descomunal cifra de 5.130.816 víctimas; el conflicto armado «resucitó» con el aval de Santos.
Este segundo episodio debía ser representado como condición para lo que terminó siendo el armisticio con las FARC – EP, e implicaba el reconocimiento formal por parte del Estado del conflicto social, político y armado, y con este la voz de las víctimas de una guerra silenciada, la posibilidad de verdad, justicia, reparación y no repetición, así como la implementación de programas, reformas sociales y políticas para el pueblo, y planes de reincorporación para las Farc.
Sin embargo, después de este efímero reconocimiento legal, se impuso el «postconflicto», el cual nos hereda desde ya el crecimiento acelerado del desplazamiento forzado, más de 570 líderes sociales asesinados, el retorno de las masacres y más de 128 exguerrilleros de las FARC acribillados.
Lo anterior confirma la vitalidad creciente del conflicto, testimonia que el festejo de la paz fue una breve levedad y que la exclusiva función, ovacionada en el teatro Cristóbal Colón en el 2016, fue solo un disipado instante de arrobamiento.
El proceso de paz ha sido demolido, lo cual se proyecta incluso en él estado actual de las comisiones, subcomisiones, consejos, planes, fondos, programas, sistemas integrales, agencias y un sinfín de fastuosos y pesados bastidores burocráticos, instituidos para facilitar la implementación, y que ahora yacen tirados prácticamente inservibles, si no fuera por la importancia que sus escombros aún recientes, ofrecen para la asimilación social de dicha experiencia histórica.
Ahora. Esta debacle no pudo haberse dado únicamente por el apenas previsible efecto de la fuerza destructiva del régimen colombiano y de los EE-UU contra el acuerdo de paz, sino también por la de un sector de la dirección del partido Farc, que en una especie de alzamiento sumiso ante el poder del Estado, decidió acogerse al sombrío artificio del postconflicto, pasando así de la degradación de la guerra a la degradación de la paz.
Quizás la razón sea lo expresado por V. Lenin en relación a la acción que confunde oportunistamente «la preparación para las grandes batallas con la renuncia a esas batallas».
Dicha distorsión cristalizó en reuniones de alto nivel, desde donde se fue diseñando la paz social en detrimento de la paz con justicia social, reconciliando puntos de vista mutuamente excluyentes, y diluyendo poco a poco entre pequeñas correcciones y confusas declaraciones, los más justos, precisos e históricos planteamientos farianos.
De allí la insistente disposición que el presidente de la Rosa, Rodrigo Londoño, muestra de recoger uno a uno cada «pedacito» de las trizas del acuerdo; con la que envía a la sociedad y a la base guerrillera, un velado aunque inequívoco mensaje de sometimiento, más que algún tipo de lección de lucha.
A pesar de dicha actitud, si algo ha quedado claro, es que ni el sacrificio de puntos substanciales para la paz con justicia social, ni la moderación lingüística o la predica sobre posconflicto y reconciliación ; aplacan la histórica ferocidad del Estado colombiano, por el contrario, la refuerzan y reproducen.
Un indicador de ello, es que al día de hoy e l actual gobierno no reconoce siquiera las instancias creadas por el acuerdo en materia de reincorporación, manteniendo los vestigios del proceso de paz, como la soga sostiene al ahorcado; cualquier movimiento mínimamente brusco asfixiará hasta la demagógica fraseología del cumplimiento a las bases, ya que más allá de los insuficientes beneficios ofrecidos a la guerrillerada como menudencias caritativas, los acuerdos no pudieron conquistar nada más.
Recientemente el uribismo ha vuelto a negar el conflicto, y al igual que en la primera década del siglo XXI, lo dicho no se circunscribe a un tema semántico, sino que anuncia un próximo ciclo de guerra.
Hoy, por tanto, se impone la necesidad de retomar la lucha por la paz con justicia social, en dirección a unos acuerdos, que cobijen aspectos de los del Colón, más lo que estos eludieron o amputaron, donde la sociedad no sea una simple invitada para un nuevo ciclo de negociación entre cúpulas, sino que en el marco del ejercicio del poder popular- constituyente, y con agenda propia: Sea el pueblo quien imponga la paz.
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