A menos de cincuenta días de las elecciones presidenciales y parlamentarias, arrecian los conflictos sociales que desnudan la realidad del país al finalizar el gobierno de la presidenta Michelle Bachelet. Decenas de miles de profesores de escuelas municipalizadas iniciaron un paro indefinido reclamando el pago de la deuda histórica que mantiene con ellos el Estado […]
A menos de cincuenta días de las elecciones presidenciales y parlamentarias, arrecian los conflictos sociales que desnudan la realidad del país al finalizar el gobierno de la presidenta Michelle Bachelet. Decenas de miles de profesores de escuelas municipalizadas iniciaron un paro indefinido reclamando el pago de la deuda histórica que mantiene con ellos el Estado desde que la dictadura terminó con la educación fiscal y la entregó a los municipios. Por su parte, los empleados públicos afiliados a la ANEF paralizaron en defensa de sus reivindicaciones económicas y exigen la contratación de miles de funcionarios sujetos a contratos temporales y que no tienen acceso a las plantas regidas por el estatuto administrativo. Asimismo, se reactivan las movilizaciones de los deudores habitacionales y los pobladores sin casa que reclaman el fin del pago de dividendos usurarios y el derecho a una vivienda digna de la que carece un millón de familias. Los trabajadores de los consultorios de atención primaria organizan nuevas protestas. Un millón de cesantes padecen las consecuencias de la crisis, a pesar del exultante ministro de Hacienda que destaca los éxitos macroeconómicos y afirma que para Chile la crisis ha terminado. Finalmente, se agrava la situación en el territorio mapuche, donde la represión policial alcanza a niños, mujeres y ancianos.
Nada parece afectar, sin embargo, la popularidad de la presidenta Michelle Bachelet, que en una encuesta alcanzó 83% de apoyo. Tampoco el gobierno ha caído en el respaldo que indican esas encuestas. Esta popularidad sustentada sobre el fracaso y la decepción, parece ser producto de una extraña forma de masoquismo colectivo debido a la ausencia de una masa crítica y movilizada tras objetivos de cambio social. Su resultado más paradojal es que sigue punteando el candidato presidencial de la derecha, Sebastián Piñera, aunque ahora en declive. Es una situación que llama la atención y anticipa eventuales sorpresas electorales. No bastan para explicarla la manipulación de los medios de comunicación, la simpatía de la presidenta Bachelet ni los bonos que regularmente han venido a paliar la situación de los sectores más desprotegidos.
Existe sin duda una crisis de gobernabilidad de la que son responsables las clases dominantes, y por lo mismo tanto el gobierno como la oposición derechista. Es evidente, por ejemplo, que en el caso de la efervescencia en el territorio mapuche, la derecha está por incrementar la represión y apoya a los terratenientes. Insinúa, incluso, la posibilidad de militarizar la región con intervención de las Fuerzas Armadas. El gobierno, por su parte, carga con la ineficiencia y la corrupción de la institucionalidad creada para atender las demandas de tierras, y echa mano a una desmedida y cruel represión. Carabineros, dependientes del Ministerio del Interior, actúa en La Araucanía como una fuerza de ocupación y reprime indistintamente a hombres, mujeres y niños. Se invaden violentamente las comunidades, persiguiendo a supuestos terroristas y se crea una situación imposible de manejar dada la rebeldía que provocan los abusos y la impunidad con que actúan sus hechores.
El gobierno de la presidenta Bachelet ha sido denunciado por la Unicef (Fondo de Naciones Unidas para la Infancia) por los atropellos policiales a niños mapuches. Su representante en Chile, Gary Stahl, se entrevistó con tres ministros para darles a conocer la preocupación del organismo internacional por la brutalidad policial con los niños de las comunidades mapuches. El abogado José Aylwin Oyarzún, del Observatorio Ciudadano, ha expresado igualmente su repudio a prácticas «impropias de un Estado democrático de derecho», y no descarta los «montajes policiales» en La Araucanía.
El problema mapuche evidencia, por lo tanto, el fracaso de las clases dominantes en el tema indígena.
En la educación la situación no es muy diferente en términos de responsabilidades compartidas. La mayor visibilidad está dada por el tema de la deuda histórica, que el gobierno se niega a reconocer, y por tanto, a pagar. Desmiente con su accionar el reconocimiento que de la misma hicieron anteriores gobiernos de la Concertación; la existencia de sentencias favorables en los tribunales, que se ha negado a cumplir; las conclusiones alcanzadas por una comisión especial de la Cámara de Diputados y hasta recomendaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que en su conferencia trató este año el problema e instó al gobierno chileno a reparar la deuda con el magisterio, puesto que la misma viola tratados suscritos por el Estado. Repentinamente, el gobierno ha negado la existencia de la deuda, que se arrastra desde 1981 cuando la dictadura transfirió los establecimientos fiscales a los municipios. Al profesorado no se le reconoció entonces el reajuste especial de entre 50 y 90 por ciento del sueldo base que se les había entregado pocos meses antes, junto a los demás empleados públicos. Se trata, por lo tanto, de una obligación jurídica y ética que no debe ser desconocida, y que justifica la enérgica reacción de los profesores. Pero el tema de la deuda histórica es parte de un problema más general que afecta al conjunto de la educación y en consecuencia, debilita el sistema democrático y la existencia misma de valores republicanos. Se encuentra en peligro la educación estatal -entregada por Pinochet a los municipios- cuya desaparición no rechaza la derecha. Esta quisiera la total privatización de la educación, dejando parte de ella en manos de la Iglesia Católica y otras instituciones confesionales, y el resto en poder de empresarios que actúen conforme al mercado, ligando la calidad de la educación a las ganancias que produce.
El gobierno percibe el peligro y como no hace nada para evitarlo, se justifica la sospecha de que tampoco está comprometido a fondo con la educación pública. Lo demuestra la sorprendente ineptitud que en esta materia han demostrado las sucesivas autoridades de la Concertación. Desde la fracasada reforma educacional que, con todo, significó la construcción de importante infraestructura, hasta la ceguera que llevó a la rebelión de los «pingüinos», que conmocionó al entonces recién instalado gobierno de la presidenta Bachelet. Hubo compromisos, propósitos de enmienda y tramitaciones que desembocaron en el reemplazo de la Ley Orgánica Constitucional de Educación (LOCE) por la LGE, que sigue manteniendo el lucro como motivación del sistema y elude una reforma a fondo de la educación.
Los funcionarios fiscales tienen también motivos para protestar. Han obtenido mejoramientos importantes pero no han logrado que se termine con la aberración de los empleos a contrata de miles de trabajadores. Se ha creado al interior de la Administración Pública una especie de apartheid entre los funcionarios que están incorporados a las respectivas plantas -sometidos al estatuto administrativo-, y los trabajadores que tienen un empleo precario, sin previsión social, sujeto a plazos que muchas veces se prolongan por años, pero que pueden ser despedidos por simple voluntad del jefe. A la derecha no le interesa que exista una eficiente Administración Pública. Una de sus consignas favoritas es «menos Estado»; prefiere los empleos precarios en que es fácil el despido. Con mayor razón ahora, cuando a corto plazo aspira a hacerse cargo del gobierno.
Ni la Concertación ni la derecha parecen comprender la profundidad de los problemas que se acumulan en el país. Su solución es ineludible y demandará un verdadero proyecto nacional que junto con la excelencia técnica y el sentido democrático que lo inspire, exija recursos que deberán provenir de impuestos a las grandes fortunas y a las empresas mineras transnacionales que obtienen utilidades escandalosas que deberían estar al servicio de los chilenos.
En resumen, estos problemas -que no son los únicos- dejará pendientes la administración de la presidenta Bachelet. La raíz común de ellos se encuentra en la desigualdad social que se ha acentuado durante los gobiernos de la Concertación. Cifras de la Cepal indican que este año el ingreso per cápita del 20% más rico supera más de trece veces el ingreso del 20% más pobre.
El 20% más rico se lleva el 58% del ingreso, mientras el 20% más pobre sólo alcanza al 5%. En palabras del obispo Alejandro Goic, presidente de la Conferencia Episcopal, «más de tres millones de chilenos viven con 100 mil pesos al mes, y a veces con menos».
Esta es la pesada herencia que dejará al próximo gobernante la presidenta Bachelet. Pero ninguno de los tres candidatos con posibilidades de llegar a La Moneda, plantea soluciones de fondo. Por el contrario, cada uno a su modo promete ser continuador del actual gobierno.
Es claro que mientras no se levante una alternativa democrática y popular, orientada hacia el socialismo, Chile vegetará en la injusticia social en que lo sumieron el capitalismo neoliberal y las bayonetas, situación que los gobiernos de la Concertación no se han atrevido o no han querido modificar.
(Editorial de Punto Final, edición Nº 697, 30 de octubre, 2009)