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La Peste

Fuentes: Rebelión

En el año 1947, Albert Camus escribió una novela donde relataba, haciendo uso de una sensibilidad profunda, las incidencias de una epidemia de peste en la colonia francesa de Orán, en la Argelia pre-revolucionaria, y lo hizo magistralmente. Era la peste bubónica, aquella añeja Peste Negra, que había asolado más de una vez Europa y […]

En el año 1947, Albert Camus escribió una novela donde relataba, haciendo uso de una sensibilidad profunda, las incidencias de una epidemia de peste en la colonia francesa de Orán, en la Argelia pre-revolucionaria, y lo hizo magistralmente. Era la peste bubónica, aquella añeja Peste Negra, que había asolado más de una vez Europa y que, reaparecía ahora en África, para recordarnos que hubo de perder una batalla, mas no la guerra.

La intensidad con la cual el «cronista» retrata las relaciones sociales, las reacciones individuales, los comportamientos colectivos, las agonías, los sentimientos, la desesperación, la separación dolorosa, la solitariedad y la desintegración del humano, la inversión de valores, el cambio en las cosmovisiones, el heroísmo desnudo, la meticulosidad de la burocracia, en fin, el conjunto de reacciones que embargan al individuo y a la sociedad en tales momentos, hacen que la novela se convierta en un manual imperfecto para entender la vida, en un retrato de las crisis en el silencio.

La ciudad está cerrada, nadie ni nada puede salir de las murallas ni asomarse a los puertos; Nadie puede hacer los baños de mar y hay que cumplir el riguroso conjunto de regulaciones que el Gobierno, siempre presto a mandar, ha impuesto. Porfiados en creer que aquella epidemia era pasajera, como un visitante inesperado, los habitantes de Orán se empecinan en desarrollar sus vidas normalmente. Hay incluso aquellos que comienzan a beneficiarse con la especulación y con otras prácticas ilegales, en la crisis. La desesperación y la triste seguridad de la ciudad sellada comenzaron a hacer de la peste algo normal, natural. La agonía de una urbe cerrada, sin escapatoria, hacía de la enfermedad un infierno sin fuego, de muerte silenciosa, ensimismada.

Cuando la peste arremetió sobre la ciudad sin puertas, la gente comprendió que sus soledades no vencerían el mal. Pero actuaron como todos los mortales y trataron en vano de ver, en la peste, algo de los otros. Con el tiempo, aparece lentamente la aceptación a la desgracia; la peligrosa inercia del soldado que no dedica su energía a combatir, si no, a cumplir sus pequeñas funciones hasta que aparece el armisticio.

Pero la peste ya se convertía en un estado natural de funcionamiento. De visitante molestosa se había convertido en parte de la familia. La cotidianidad de bares y cafés repletos, la lista de muertos en la prensa cada día, la fiesta incluso; el tranvía cargado con cadáveres, el ruido de las ambulancias y las casas, cerradas por fuera, pero abiertas al dolor por dentro, habían hecho de esta desgracia una ceremonia cotidiana y peligrosa.

Pero la peste también generaba crisis; una crisis sosegada de escasez, motines, desesperaciones. Cuando arreció, la Prefectura instaló el toque de queda. Nadie podía salir (no a las 12), si no, después de las 11. Claro, eran otros tiempos.

La ciudad de Orán vivía doblegada a la peste, miles de personas daban vueltas sobre el mismo lugar, sin lograr avanzar un paso, como consumiéndose en su propio caldo; generó un sentimiento de encarcelamiento, de impotencia.

Rambert, el periodista, a quien la suerte había atrapado en la ciudad cerrada, que desesperaba por reencontrarse con su amor en Paris. Tarrou, el héroe que trataba en vano de vencer la muerte. Cottard, el contrabandista, quien se beneficiaba de la especulación y celebraba la desgracia, porque lo ha había regresado a la vida. El padre Paneloux, que comienza iracundo a extraer mensajes religiosos de la peste, pero termina aceptando la herejía que le muestra la vida; la muerte dolorosa de los niños. El juez Othon, símbolo de la aceptación. Grand, el burócrata que se convierte al anonimato en héroe. La madre de Riux, la madre de los muchachos españoles, emblemas sin nombre de la bondad y la resistencia. Riux, el doctor devoto de las ciencias, luchador incansable por la vida de los demás. Aquel hombre para el cual «La salvación del hombre es una frase demasiado grande», pero que vencía cada día su separación y cansancio para entregarse.

Pero, cuando pienso los personajes de la novela de Camus, pienso también en nosotros. Pienso en los dominicanos y dominicanas sufriendo una agonía que parece interminable; un rosario de males y pesares que aumentan con el tiempo, cada día más.

Entonces, entiendo que realmente todos los dominicanos somos pestíferos. El país porta un síndrome que nos hace sufrir, una enfermedad que nos consume poco a poco; nos mantenemos sin explosionar, pero realmente desesperados. Nos lamentamos cada día, cada hora, cada segundo de nuestras desgracias; por todas partes se escuchan las lamentaciones, las quejas, las protestas, hasta los sollozos en vano, sin que se vea la luz al final en el camino

Los dominicanos también parecemos dar vueltas en círculos como los oraneses. El Estado de cosas, el ambiente, la realidad que se vuelve una verdadera peste, nos hace consumirnos en nuestro propio caldo. Nos cangrenamos sin escapatoria

La realidad es que la peste abruma la República, beneficia también a un puñado de contrabandistas, politicastros y de mercaderes, pero mantiene al país cerrado por las cuatro esquinas y sin puertas. Parece una cárcel, desde donde todos desean escapar. Los Rambert se multiplican en las filas de los consulados y violando las fronteras de la mar, sin mirar las fechas, ni ver atrás. Los que administran la Peste, enriquecidos por nuestros males, cuidan meticulosamente porque el estado de cosas se mantenga, porque no se altere en lo más mínimo, porque cambie sólo la fachada y jamás la esencia.

Un mal inmisericorde agobia las ciudades y los campos. Los jefes religiosos, enriquecidos en la fe y la empresa, colaboran de cerca con el poder, para hacer resignar al pueblo a la desgracia. «Abrazar y sufrir la desventura» es el mensaje desde el púlpito cómplice y nauseabundo.

Aquí, como en la Orán argelina, la peste ha alterado al ser humano. La inversión de valores, los hábitos, el salvajismo, el individualismo, se han vuelto el pan de cada día. Los mortales, como no podemos vencer la infección purulenta que nos gobierna, nos dedicamos a vencernos a nosotros mismos. La inercia y una desesperación solapada y tranquila nos consumen lentamente; mientras tanto, escondemos nuestra impotencia ante la crisis en la alegría pasajera o en el libertinaje, que es, como último hálito ante la desdicha.

La peste dominicana, que muchos se han obstinado en llamar «peledengue», nos mantiene de crisis en crisis. Todo funciona en una perfecta crisis que ya no sorprende a nadie, ni afecta el sentimiento, ni turba la razón. Ni la corrupción, ni la pobreza, ni la impunidad, ni nuestros males de cada día, parecen motivos para afectarnos.

Santo Domingo está cerrado. Aquí, tenemos que enfrentarnos todos los días, y sin brebajes que nos salven, con esta peste de distintos nombres. Una vez, cuando parecía haberse descubierto por fin el remedio, se le llamó «anillo palaciego; tiempo después la epidemia tomó el nombre de «comesolos» y «comeyerba«; hubo síntomas con nombres curiosos como «paquetazo«, «pepecard «, «peme«, «entren tó‘», «mama belica» , «amarrar la chiva«, y otros no tan simpáticos. Siempre el pueblo se idea apodos en los que puede descargar su infortunio, para nombrar su suerte. Siempre busca la forma, pone a volar su imaginación, para descifrar su mal, como quien no tiene otra cosa. Poco después, la peste comenzó a llamarse «PPH», y pensamos que se había ido para siempre; pero, poco tiempo después, volvió a brotar desde las alcantarillas apestosas. A hora, más vigorizada y voraz, ha reaparecido esta nueva y más nociva mutación que nos enferma a todos, la peste a la que el pueblo llama «Peledengue«.

Aquí no podemos hacer -aunque algunos funcionarios lo hacen- como hizo el obispo Belzunce de Marsella, que en ocasión de una epidemia de peste (y después de encomendarse a su Dios, supongo), decidió encerrarse en su mansión, donde mandó a llenar de víveres y tapar las puertas y ventanas. El pueblo que sufría, iracundo por la desolación y el desengaño, llenó las afueras de su casa de cadáveres para enfermarlo. Tal como les sucede a los simuladores que nos gobiernan, los muertos «le llovían desde el cielo».

La epidemia en que vivimos y que está en el Poder tiene muchos rostros. Se presenta siempre con diferentes colores, nombres, empaques y con múltiples slogans de campaña. Los propagadores de la peste, como bacterias, se multiplican en el congreso, en las secretarías de Estado, en los juzgados, en la televisión, en las empresas, en los sindicatos, enfermándolos y pudriéndolos. Aquellos microbios, que envenenan el organismo del país y el ambiente con su mortífera fiebre de estafas, cada cuatro años, y mientras tanto, propagan su pestilencia por doquier, llenan de mal olor nuestras ciudades y nuestras vidas con sus retratos y sus nombres. Después que nos contagian trabajan en silencio para destruir nuestras defensas, invadir nuestra sangre y destruir todos nuestros órganos.

Debemos reconocerlo, nos comportamos como enfermos terminales, abatidos en un país del que no podemos escapar, como Orán. Nos hemos acostumbrados a este malestar que circula en el ambiente. Ya ni siquiera usamos máscaras para respirar en el ambiente infestado por ratas humanas; toleramos su presencia hasta con risa y la complicidad.. Nos hemos resignado a la tragedia, y acaso, esperamos que termine un día y se vaya por donde mismo entró.

A sabiendas que son la peste misma, con rabia y sin ella, pero con mansedumbre, vamos a votar a los gérmenes del morbo. Cada elección o circo le cambiamos el nombre al malestar, pero nada más.

Nos consumimos todos en este ambiente pestilente sin sorprendernos ante el escándalo, sin molestarnos ante la injusticia, y soportando, lo que un cuerpo, vivo no pudiera sin martirizarse. Pero ya no más.

La peste que nos gobierna, «Peledengue» o «PPH», que enferma a todo un país, y amenaza su supervivencia, que nos vuelve a todos zombis de desesperación pasmosa, que consume nuestro cuerpo y nuestra mente, que nos hace ser seres de la insignificancia, debe terminar por fin.

Esta epidemia que nace de nuestro fracaso, que se alimenta de nuestra indiferencia y cobardía, que cultiva sus microbios en el caldo de la maldad; esta peste a la que nos hemos acostumbrado, debe concluir.

Pero nos hemos acostumbrado: es verdad. La plaga nos mantiene en un sueño y una hipnosis; y se propaga y existe, precisamente, por que no nos hemos decidido a exterminar sus causas y sus síntomas. Esta epidemia que manda dominicanos a morir en las fauces de Mar Caribe, y que mantiene a nuestros niños sin educación, y a los jóvenes sin empleo, esta peste de tres colores, debemos vencerla.

O nos decidimos a luchar con el remedio del alma, con el suero de la rebeldía, con una inyección de intolerancia ante lo injusto y lo incorrecto, este morbo que nos consume, o resignémonos definitivamente a que esta enfermedad mortal, propagada por las ratas humanas que nos gobiernan y han gobernado, termine por cangrenar todo nuestro cuerpo, por consumir nuestro espíritu y por arruinar totalmente esta nuestra tierra y nuestra casa.

Y al final del camino, aunque nos demos por vencidos, o cuando la peste nos derrote para siempre, no dejarán de servir las palabras de Camus: «En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio», para seguir adelante ¡y seguiremos!